lunes, 30 de abril de 2012

La maravillosa flor del haravec "cuento argentino"

Cierto día de hace muchos siglos, el Inca HuiraCocha, rey absoluto del imperio incaico, desaparecido después por la dominación española, y que abarcaba los territorios que hoy forman Perú y parte de Bolivia y Argentina, se sintió repentinamente enfermo de un mal desconocido.
En vano se consultaron, con la urgencia que el caso requería, a los amautas y hechiceros de todos sus dominios.
Sus consejeros y familiares, desesperados, ya que el emperador se debilitaba por instantes acordaron convocar al pueblo para efectuar solemnes rogativas a Inti, el Dios Sol, solicitando su ayuda para evitar la muerte del sabio monarca.
Un día, se abrieron las suntuosas puertas de oro macizo del Coricancha o casa dedicada a la adoración de los dioses y una muchedumbre inmensa de hombres y mujeres llegados de todas partes de la nación, se prosternaron ante un disco de oro que el gran Villac-Umu, el sacerdote, mostró al pueblo desde la entrada del templo.
- ¡Inti! -gritó el sacerdote, mirando al radiante astro que los iluminaba desde el cenit.- ¡Inti! Padre del Cielo y de la Tierra... humildemente te rogamos devuelvas la salud a nuestro bondadoso emperador.
Miles de hombres de todas las clases sociales, levantaron las manos al escuchar al Villac-Umu y miraron al sol, con sus ojos inundados de lágrimas, en demanda de la gracia solicitada por el gran sacerdote.
Después, surgieron del templo, como si fueran mariposas blancas, cientos de muchachas vestidas con vaporosas telas y al compás de los extraños instrumentos de aquel tiempo llamados quenas, se pusieron a danzar alrededor del disco de oro que simbolizaba al astro rey. Eran las Vírgenes del Sol o sacerdotisas de aquella singular religión incaica.
Mientras tanto, Huiracocha, postrado sobre blandos cojines, dormía, pálido y demacrado, rodeado de sus familiares que no sabían qué hacer para devolver la salud a tan digno gobernante.
Aquella noche, el Villac-Umu o gran sacerdote, dictó una proclama, comunicando al pueblo que Inti, el Dios Visible, había depositado en uno de los hombres de los extensos dominios, el don de curar al Inca y que, como señal de tal virtud, el elegido tendría un sueño extravagante en el que se le aparecería el Sol y lo besaría en la frente.
El Villac-Umu también comunicaba que, si alguien tenía ese sueño, inmediatamente se presentase en el palacio del emperador, donde sería recibido por éste, y al que se le prometía, si curaba al soberano, todo el oro que cupiera en el gran salón del trono del palacio del Coricancha.
Para dar a conocer esta proclama, los ministros enviaron cientos de mensajeros hasta los más apartados lugares del país, que pregonaron la voluntad de Huiracocha, desde las llanuras dilatadas hasta las cumbres más abruptas.
Por ese tiempo, muy lejos de la ciudad del Cuzco, capital del Imperio lnca, junto a las márgenes del hermoso lago Titicaca, vivían dos hermanos llamados Rimac y Húcar, los que cuidaban de sus ancianos padres, con el producto de la venta de hermosas llamas, que domesticaban desde pequeñas.
Una noche descargó una terrible tempestad en aquellos regiones y los torrentes que se precipitaban desde las cumbres anegaron la llanura y ahogaron a todos los animales que con tanto esmero cuidaban Rimac y Húcar.
- ¡Qué desgracia! -exclamaba el hermano mayor entre sollozos.- ¡Es nuestra ruina! ¿Qué será de nuestros padres?
- ¡Inti nos ha abandonado! -gritaba el menor. -¡Inti es malo!
- ¡No digas eso! -exclamó Rimac con cara de enojo.- ¡Inti es bueno! ¡Él hace los campos feraces y que los frutos sazonen! ¡Él alumbra nuestro camino y pone alegría en nuestros corazones! ¡Él es el padre de la Pachamama o Madre Tierra, ya que sus rayos calientan el mundo y hacen brotar la vida!
- ¡Mentira! -interrumpió furioso Húcar.- ¡Inti no vale nada! ¡Inti nada puede, ya que no supo detener la tormenta que nos ha arruinado!
- ¡No blasfemes! -gritó Rimac.
Y así, los dos hermanos, disgustados, se recogieron aquella noche, entristecidos por la terrible miseria caída sobre ellos.
Al día siguiente, resolvieron viajar por las tierras desconocidas que se extendían del otro lado del Gran Lago, con el propósito de buscar nuevas llamas salvajes, para domesticarlas y así continuar la tarea que les daba el sustento y, sin vacilar, emprendieron la marcha, cargados sus alforjas con víveres y entre ellos el maíz, que en aquella época se denominaba Upy.
Varios días anduvieron entre terribles soledades, siempre blasfemando el malo de Húcar, por la desgracia, sin escuchar los sabios consejos de su hermano mayor, que le pedía no hablara mal de Inti el Padre de la Tierra.
Una noche fría que se habían recogido bajo de unas rocas de la montaña, los dos hermanos tuvieron distintos sueños, que los llenaron de estupor.
Rimac, el mayor, soñó que el Sol se le aparecía en un gran trono de oro, tan brillante que hacía daño a los ojos, y que después de sonreírle, se le acercaba hasta besarlo en la frente.
Húcar, el menor, soñó que el Sol se ponía en el horizonte y que las sombras de la noche se hacían eternas, sin que nunca más apareciese el gran disco de fuego, muriendo de frío cuanto había con vida en el mundo.
Los dos hermanos, asustados de sus sueñas, se despertaron al otro día y se contaron lo que habían visto con los ojos del alma.
Húcar, el menor, convencido de que su sueño era cierto, exclamó entristecido:
- ¡Ya ves, Inti se muere! ¡No volverá a aparecer jamás! ¡Es un mal dios que se deja vencer por las sombras de la noche!
- ¡No digas eso! -exclamó Rimac, el mayor­ ¡Inti se hunde en el horizonte para dormir, pero siempre vuelve a aparecer para alegrar la tierra y el corazón!
Pensando cosas tan diferentes, los dos hermanos se disgustaron, y mientras Húcar, el menor, resolvió regresar a la casa paterno y esperar la muerte sin lucha, Rimac, el mayor, prosiguió su camino con la esperanza de encontrar un mejor porvenir.
Así anduvo por espacio de muchas semanas, hasta que por fin llegó a un pueblecito donde, con gran asombro, escuchó la proclama del Inca Huiracocha.
- ¿Cómo? -se dijo en el colmo del estupor.­ ¡Ese hombre a quien busca soy yo! ¡Yo he soñado con el Sol que me daba un beso en la frente! -Y, sin vacilación, emprendió el camino del Cuzco, la capital del Imperio donde agonizaba el gran lnca Huiracocha.
Un mes más tarde, hizo su entrada en la ciudad incaica y se presentó a los soldados que guardaban la entrada del Palacio Imperial.
-¿Qué quieres? -le preguntaron.
- Vengo a ver al Inca.
- ¿Quién eres tú, pobre diablo, para ver a nuestro emperador?
- ¡Soy el hombre que ha soñado con el Dios Inti!
Al oír tal respuesta, los soldados se prosternaron y las puertas del esplendoroso palacio se abrieron de par en par ante el asombrado Rimac, el mayor.
Después de cruzar muchas habitaciones primorosamente adornadas, llegó hasta el trono de oro y piedras preciosas en donde reposaba el triste monarca.
- ¿Es verdad que Inti te ha besado en la frente? -le preguntó el Inca abriendo los ojos,
- ¡Sí, Majestad! -respondió puesto de rodillas el tembloroso viajero.
- Según el Villac-Umu, tú deberás curarme.
- ¿Yo?-respondió, en el colmo del asombro, Rimac, el mayor.
- ¡Sí, tú! ¡Las palabras del Dios Invisible nunca se ponen en duda! Desde hoy eres mi huésped de honor. En mi palacio tendrás todo lo que apetezcas hasta que llegue la hora de mi curación. -Y al pronunciar estas palabras, el Inca señaló al pastor la puerta de oro por donde se contemplaba el interior de aquel palacio de ensueño.
Rimac, el mayor, penetró turbado en la sala que le habían destinado, pensando, con amargura y temor, cómo salir de aquel compromiso tan grande que podía costarle la vida,
- ¡Si Huiracocha muere, yo también moriré! ­decía a solas el muchacho sin saber qué decisión tomar.
Así pasaron varios días y en todos ellos, a la puesta del sol, entraba el Gran Sacerdote para preguntarle qué novedades tenía para la curación del soberano.
- ¡Ninguna! -había respondido siempre Rimac, dominado cada momento por más intensos temores.
Pero, hete aquí que, una noche que dormía sobre su cama de plumas, soñó otra vez con Inti. Contempló cómo el Sol lo miraba con su redonda faz roja y, luego de sonreírle con dulzura le decía, con una voz grave y pausada:
- ¡Rimac! ¡Tú eres bueno y mereces ser feliz! ¡Tú crees en mí, y proclamas mis bondades para con los habitantes de la tierra! ¡Yo, en pago, haré que cures al Inca Huiracocha!
- ¿De qué manera? -había respondido Rimac, el mayor.
- ¡El Inca -prosiguió el Sol- tiene más enferma el alma que el cuerpo! Vete hasta las cumbres de Ritisuyu y en ellas encontrarás la inmaculada flor del haravec, que nadie aún ha visto. Recoge sus pétalos que tienen el don de ahuyentar la tristeza y hazlos aspirar al desgraciado monarca.
Aquella misma noche, Rimac, el mayor, cumplía la orden del Padre Inti y se encaminaba silenciosamente hacia las más altas cimas de la cordillera de los Andes, en busca del preciado y mágico tesoro.
Caminó muchos días por colinas escarpadas, atravesó grandes torrentes que caían de piedra en piedra con gran estruendo y, después de matar un cóndor que intentó atacarlo con sus agudas garras y de trepar murallones casi verticales, llegó a las agudas cumbres de la montaña, siempre cubiertas de blanca nieve.
- ¿Será aquí? - se preguntó, mirando a todos partes,
Pero nada encontró y prosiguió buscando.
Otros días más lo vieron los cóndores continuar su camino, observando las más insignificantes grietas de la roca.
Cansado ya, una noche, muerto de frío por el helado viento de la montaña, se tendió en una caverna solitaria y cerró los ojos en un suspiro de desaliento.
Bien pronto el sueño lo dominó y el Sol se le apareció de nuevo casi quemándole la frente.
- Hijo mío -le dijo el astro rey,- admiro tu valor y tu tenacidad para cumplir mi orden. El triunfo es de los perseverantes y a ti ya te llegó el momento de regresar. Mañana, uno de mis rayos, te indicará dónde se oculta la maravillosa flor del haravec.
Al otro día, Rimac, el mayor, recordando su prodigioso sueño, salió de la caverna y continuó su marcha por las empinadas sendas de las montaña.
De pronto, ante su sorpresa, vio que del Sol que reinaba casi sobre su cabeza, se desprendía un rayo más brillante que su permanente luz, que al describir en el cielo una caprichosa curva, caía vertiginoso sobre la tierra, lanzando mil chispas de oro en un lugar del camino, muy próximo a donde se encontraba.
- ¡Ahí debe ser! -dijo el pastor y se encaminó corriendo hacia el sitio donde aun resplandecía la misteriosa luz.
Efectivamente, de entre las negras grietas de la montaña, brotaba una diminuta planta, nimbada de rayos dorados y en su centro se abría una magnífica flor de pétalos azules y corola blanca.
Rimac, el mayor, se arrodilló ante ella, y luego de elevar sus oraciones de gracia hacia el Padre Inti, recogió sus pétalos uno por uno y los fue depositando con todo cuidado en su alforja de lana de vicuña.
Siete días después, llegó a la ciudad del Cuzco Y se dirigió hacia el Palacio Real, penetrando con rapidez hasta las habitaciones del trono.
- ¡Inca! -gritó cuando estuvo frente a Huiracocha.- ¡Aquí tienes lo que esperabas!
- ¿Qué me traes? -preguntó el monarca.
- ¡La vida! -Y diciendo esto, dejó caer sobre las manos del enfermo emperador, los azules pétalos de la flor del optimismo.
- ¿Qué debo hacer con estas hojas? -preguntó, sorprendido, Huiracocha.
- ¡Aspira su perfume y salvarás tu cuerpo! -respondió Rimac.
El Gran Inca acercó los pétalos a sus narices y aspirando el suave aroma de la maravillosa flor, sintió que dentro de su pecho resucitaba la vida y dentro de su corazón la alegría.
- ¡Es verdad! ¡Es verdad! -gritó levantándose del trono con incontenible entusiasmo.- Inti ha salvado a su hijo! ¡El sueño del Villac-Umu se ha hecho realidad!
El agradecimiento del monarca no se hizo esperar y el buen Rimac, el mayor, no sólo llenó las alforjas de sus llamas de enormes cantidades de oro, sino que también llevó hacia sus tierras del Lago Titicaca, a la más hermosa princesa que habitaba el palacio real del Cuzco.
Meses después llegó a su humilde morada, ante el asombro de los suyos, y, al reunirse con su hermano, el descreído Húcar, el menor, le contó su aventura y la verdad invencible de su sueño.
Desde entonces, Húcar, el menor, creyó en el poder sobrenatural del rojo astro que nos calienta
y nos da vida, y prosiguieron felices la existencia, junto al maravilloso lago en el que todas las mañanas contemplaban los reflejos de los primeros rayos, tibios y acariciadores, del dorado y eterno Padre Sol.

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