miércoles, 19 de septiembre de 2012

El abad don Juan de Montemayor "leyenda"

Una cruda noche de Navidad, el abad don Juan de Montemayor, señor de todos los abades de Portugal, regresaba a su casa después de haber oficiado. Al pasar por una de las iglesias que había en el camino, se iba a santiguar devotamente, cuando el llanto de un niño dejó al buen Abad lleno de sorpresa y con la mano en el aire. Se aproximó a la puerta de la iglesia y vio que en el quicio había una criatura que plañía de frío. Lleno de compasión, cogió al niño y arropándolo bien, lo llevó consigo a su palacio. Grande fue la admiración de todos los familiares y sirvientes del Abad al ver aparecer a éste con un niño en los brazos. Explicó lo ocurrido y ordenó a su mayordomo que dispusiera todo lo necesario para que el pequeño abandonado fuese atendido debidamente. Y, en efecto, todo lo que podía necesitar le fue proporcionado: una buena nodriza, mimos y cariños, juguetes... Y así fue creciendo el infante, que recibió el nombre de don García.

En tanto, el buen don Juan de Montemayor, que había pasado de la madurez a los umbrales de la ancianidad, veía con júbilo que aquel niño abandonado iba haciéndose un gallardo mancebo, y ciertos temores que había alentado se desvanecieron. Sucedía, en efecto, que el niño había sido fruto de unos amores incestuosos, y el Abad había tenido miedo de que en el muchacho se demostrara la perversidad de su origen. Mas don García era gallardo, noble, aunque a veces fuera un tanto envidioso y soberbio; pero estos defectos se achacaban al natural fogoso de la juventud y a lo mimado que había sido por todos. Pronto se demostró, empero, que el incierto origen del mancebo iba a germinar en frutos de traición para los que le salvaron la vida y le dieron nombre y hogar.
Por aquellos años, las conquistas de Almanzor y las victorias que obtenía contra los cristianos habían dado un gran renombre al caudillo moro. Hasta Montemayor llegó la fama del enemigo de la cristiandad, y esa fama soliviantó a don García, que, creyendo que por lo turbio de su origen no llegaría a alcanzar con su gente y amigos la fama que ambicionaba, y movido también por un torcido deseo de traición, salió una noche del palacio del Abad sin ser de nadie advertido. Tomando el camino de la tierra de moros, se presentó a Almanzor, que no estaba muy lejos de allí, y ofrecióle su espada y sus servicios. Almanzor aceptó complacido, y desde entonces el traidor tomó el nombre arábigo de don Zulema. ¡Y bien se distinguió el renegado! Como impelido por las fuerzas infrahumanas del odio, era siempre el que rompía con más ímpetu las filas de los cristianos y no tenía reposo hasta que, después de las batallas, había dado muerte por su mano a los supervivientes. Y así fue don García amado de Almanzor, que lo llevó a la gran expedición en que el guerrero moro conquistó y arrasó a Santiago de Compostela. Don Zulema entró también en Santiago, arrasando las casas de Dios; a la vuelta, se dirigió por su cuenta contra Coimbra, que también destruyó. Tenía formada una secreta resolución, pues quería volver a Montemayor y allí hacer un terrible saqueo. Su alma perversa y endurecida odiaba a todos los que le ampararon en su niñez.

En efecto, después de la toma y saqueo de Coimbra, dio orden a su gente de dirigirse a Montemayor. Llegaron a la villa, y la contemplación de los lugares en que don Zulema había pasado los años de su infancia, lejos de apaciguar su ánimo, lo irritaron más y más, aumentando su torpe deseo de destruir aquella su patria natal. Y desplegando sus escuadrones e infantes, puso cerco a Montemayor, cuyos habitantes, ya puestos alerta, se preparaban para la defensa. Pero ésta era difícil, dada la enorme cantidad de moros que tenían tomadas las salidas, y hubo de renunciarse a toda ayuda que de fuera pudiera venir. Sin embargo, los sitiados daban grandes muestras de su valor, infligiendo enormes pérdidas a los asaltantes. Zulema, empero, no cejaba en su empeño, y ordenaba asaltos y más asaltos, que iban destruyendo las ya menguadas defensas de la villa y haciendo disminuir así el número de los habitantes que podían empuñar las armas. El abad don Juan, viendo que todo estaba perdido y que no había posible salvación, reunió a los jefes de los guerreros y a los hombres de madura edad, y les dijo: «Ha llegado nuestra última hora. La ciudad no tardará en caer en manos de esos perros de Satán. Hemos de temer, sobre todo, por las vejaciones y torturas que causar puedan a las mujeres y a los niños. Yo os pido que demos muerte a unas y otros y que nosotros hagamos una suprema salida, para no volver, o, en todo caso, vender caras nuestras vidas». Y así lo hicieron. Derramando lágrimas de dolor y de ira, cada hombre dio muerte a su esposa y a sus hijos de más tierna edad. Don Juan degolló a su hermana doña Urraca y a cinco dulces niños que ella tenía. Después de esto, reunieron todas las riquezas e hicieron con ellas una enorme pira, cuyo humo subía hasta oscurecer el cielo.

Como una manada de leones salieron los cristianos de Montemayor. Se lanzaron contra la morisma, y la desesperación duplicó sus fuerzas. El Abad parecía un lobo lanzado en medio de débil rebaño: de tal manera su espada hendía a quien se le enfrentaba. Llegó a donde estaba el mismo don Zulema y se lanzó contra él, derribándolo y cortándole la cabeza. Al ver caído a su caudillo, los enemigos huyeron en desorden, y levantando el sitio, dejaron esparcidas sus tiendas y sus armas.

Volvieron a la villa sus moradores, llenos de alborozo por el triunfo, pero también con gran pena al recordar a los que ellos mismos antes habían dado muerte. Mas cuando entraron por las puertas, oyeron gritos de júbilo y cantos de acción de gracias. Al desembocar los guerreros en la plaza, vieron allí a todas la mujeres y los niños, que agitando ramos y palmas, gritaban: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Gloria a Dios!». Por milagro divino habían resucitado. Y de esta manera se salvaron todos por la bondad de Dios y la bravura del abad don Juan de Montemayor

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