Después de la toma de Navarra por Fernando el Católico, se
procedió a la destrucción sistemática de sus castillos. La
resistencia ofrecida por los navarros hizo desistir de continuar
la demolición, hasta que don Hernando del Villar, guerrero
valeroso, pero fiero y rudo, se ofreció para llevarla a cabo.
Nada podía resistir la locura devastadora del que se había
convertido en terror de los navarros. Solamente una mujer, doña
Ana de Velasco, castellana de Marcilla y marquesa de Falces,
consiguió detener la furia de don Hernando. Su figura legendaria
se ha conservado desde entonces en la memoria de los navarros. He
aquí cómo cuenta la tradición lo que sucedió:
Al llegar al castillo de Marcilla la noticia de la aproximación del fiero don Hernando, la marquesa ordenó hacer provisión de víveres y dispuso que se organizase la defensa. Todo se hizo encubiertamente, de manera que, cuando don Hernando llegó ante el castillo, nada delataba los preparativos que se habían hecho. El rudo guerrero se quedó sorprendido al ver que la misma Marquesa, vestida con sus más ricas galas, majestuosa y sonriente, salió a recibirle a la entrada del puente, con gran acompañamiento. Se dejó conducir al interior del castillo, entre deslumbrado y atónito por tan brillante y amistoso recibimiento. Allí le esperaba el mayor festín que había conocido en su vida. La Marquesa le condujo del brazo a la mesa, y comenzó el banquete, mientras los satélites de don Hernando eran obsequiados con una excelente comida en un departamento aparte.
Cuando, al final, se sirvieron exquisitos vinos, la Marquesa preguntó a su huésped a qué se debía su visita, y en qué le podían complacer. Don Hernando le comunicó las órdenes terminantes que traía del gobernador de Castilla. Entonces el gesto gracioso y amable de la Marquesa se volvió orgulloso y fiero, y exclamó con energía:
- Podéis volveros a Castilla. Sabed que con el terror nada se puede conseguir de los navarros.
Don Hernando respondió bruscamente que, en atención al recibimiento magnífico que se le había hecho, le concedía permiso para recoger todos los objetos preciosos antes de abandonar el castillo con su servidumbre.
- Y yo lo único que os concedo es la vida - respondió, altiva, la Marquesa.
Inmediatamente después, al grito de «¡A las armas!», el jefe de la guarnición penetró en la estancia al frente de vigorosos guerreros. A don Hernando no le quedó otro remedio que obedecer las órdenes de doña Ana, y abandonó el castillo, mordiéndose los labios y sin decir palabra. Mientras tanto, sus soldados habían sido desarmados por los de la Marquesa. Al atravesar el puente, vio las almenas coronadas por arcabuceros, prontos a disparar. Todo estaba dispuesto para la defensa.
Villar y los suyos abandonaron Marcilla llenos de despecho y sin ganas de acometer nuevas demoliciones. Todavía hoy se alza el castillo intacto, gracias a la astucia de doña Ana, que logró salvarlo de la destrucción.
Al llegar al castillo de Marcilla la noticia de la aproximación del fiero don Hernando, la marquesa ordenó hacer provisión de víveres y dispuso que se organizase la defensa. Todo se hizo encubiertamente, de manera que, cuando don Hernando llegó ante el castillo, nada delataba los preparativos que se habían hecho. El rudo guerrero se quedó sorprendido al ver que la misma Marquesa, vestida con sus más ricas galas, majestuosa y sonriente, salió a recibirle a la entrada del puente, con gran acompañamiento. Se dejó conducir al interior del castillo, entre deslumbrado y atónito por tan brillante y amistoso recibimiento. Allí le esperaba el mayor festín que había conocido en su vida. La Marquesa le condujo del brazo a la mesa, y comenzó el banquete, mientras los satélites de don Hernando eran obsequiados con una excelente comida en un departamento aparte.
Cuando, al final, se sirvieron exquisitos vinos, la Marquesa preguntó a su huésped a qué se debía su visita, y en qué le podían complacer. Don Hernando le comunicó las órdenes terminantes que traía del gobernador de Castilla. Entonces el gesto gracioso y amable de la Marquesa se volvió orgulloso y fiero, y exclamó con energía:
- Podéis volveros a Castilla. Sabed que con el terror nada se puede conseguir de los navarros.
Don Hernando respondió bruscamente que, en atención al recibimiento magnífico que se le había hecho, le concedía permiso para recoger todos los objetos preciosos antes de abandonar el castillo con su servidumbre.
- Y yo lo único que os concedo es la vida - respondió, altiva, la Marquesa.
Inmediatamente después, al grito de «¡A las armas!», el jefe de la guarnición penetró en la estancia al frente de vigorosos guerreros. A don Hernando no le quedó otro remedio que obedecer las órdenes de doña Ana, y abandonó el castillo, mordiéndose los labios y sin decir palabra. Mientras tanto, sus soldados habían sido desarmados por los de la Marquesa. Al atravesar el puente, vio las almenas coronadas por arcabuceros, prontos a disparar. Todo estaba dispuesto para la defensa.
Villar y los suyos abandonaron Marcilla llenos de despecho y sin ganas de acometer nuevas demoliciones. Todavía hoy se alza el castillo intacto, gracias a la astucia de doña Ana, que logró salvarlo de la destrucción.
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