Allá por el siglo V de nuestra era vivían los vascos patriarcalmente
entre el pastoreo y el cultivo de su verde y fértil territorio. Era un
pueblo alegre, hospitalario y laborioso. Sus familias, bien
constituidas, se agrupaban bajo la suave dirección de jueces ancianos,
que, movidos por un recto espíritu de justicia, la administraban de modo
paternal. Ni deseaban nada ni temían a nadie. Las altas montañas
formaban a su alrededor una inexpugnable barrera. El mar, que, furioso a
veces, o arrullador en otras, se extendía entre los acantilados,
ensenadas y playas, era un tesoro inagotable de víveres y riqueza. La
pesca era el medio de vida mejor para los más osados. Y en conjunto
todos tenían el aspecto de seres felices.
Un amanecer, allá en la bahía que forma el Cantábrico entre Ogoño y el
Cabo Machichaco, los pescadores, que sacaban sus lanchas para empezar su
ruda tarea, vieron, sorprendidos, que un navío se aproximaba a toda
vela.
Nunca habían observado tanta arboladura ni tal complicación en el
velamen. Tambaleándose el barco, avanzaba rápido hacia la estrecha
ensenada en que desembocaba un río caudaloso. Los pescadores se
acercaron, alarmados, para impedir que zozobrase en la barra. Gritaron
en su lengua, sin ser comprendidos, hasta que el piloto maniobró para
anclar en el sitio menos peligroso.
A poco se echaron unos complicados botes, a la par que unos hombres
enormes, gigantes rubios de rostros tostados, bajaron con sumo cuidado a
una dama envuelta en velos, que acomodaron con esmero en el fondo de
una embarcación. Los pescadores volvieron acompañando al extraño
cortejo. Ayudaron a desembarcar a la dama y a los servidores, y sus
recias mujeres vascas ofrecieron muy cordiales su ayuda: alimentos,
vestidos, albergue. Poco a poco, los extranjeros perdieron el miedo a
sus huéspedes. La suavidad de su lenguaje y la delicadeza de sus
ofrecimientos les hicieron comprender que habían arribado a un puerto de
amigos.
Levantaron tiendas, acomodaron sus cofres y trataron de entenderse con
los nativos. A los pocos días reinaba entre todos una franca y sincera
fraternidad. Mujeres hábiles y doncellas útiles se agruparon para el
servicio de la dama extranjera, que cada día más triste, más pálida, más
enferma, sonreía sin fuerzas, agradeciendo con sus miradas a cuantos en
ella se ocupaban.
Al fin, una noche, con las lindas blancas manos cogidas a las rugosas de
una vieja cashera que le murmuraba palabras de aliento, dio a luz un
niño; pero no un niño cualquiera, sino uno rubio, blanco, con ojos
azules, como reflejos del mar. Y lloró, primero con angustia; después
con serenidad, y, por último, con alegría.
Sus servidores extranjeros lanzaron gritos terribles de victoria. Sus
amigos los vascos, contagiados también de su júbilo incomprensible,
bailaron sus espatadanzas, saltaron ágiles en pasos de aurrescus,
mientras todos los miembros de sus familias corrían a buscar el chistu y
el tamboril.
Y casi sin palabras y al arrullo del buen corazón de la vieja vasca, la
dama rubia contó su trágica historia.
Ella venía de allá, de Dinamarca; país gris, triste, guerrero y bárbaro.
Su padre, el Rey, había dispuesto casarla con el príncipe de otra
nación vecina, hombre brutal, sanguinario y cruel, que traía colgadas
del arzón de su caballo las cabezas de sus enemigos para beber en sus
cráneos vaciados el hidromiel de la victoria. Pero ella había dado su
corazón a un caballero, ya que no de sangre real, de otra estirpe muy
superior, pues que era cristiano, que no sabía de venganzas crueles y
bebía el vino en vasos de plata, con el corazón limpio y tranquilo.
Enterado el Rey, lo encerró en los oscuros fondos de un castillo. La
princesa, acompañada de otro caballero, pudo reunirse con él y casarse
en el secreto de una noche espantosa.
Pasaron los meses, y, recelando el padre, mandó degollar al caballero,
en su prisión.
En un terrible amanecer, unos fieles amigos la sacaron del palacio y en
una nave tripulada por ellos, fingiéndose piratas, llegaron a las costas
de Vasconia. Al ver la desembocadura del río, con el agua transparente,
ella exclamó: «Munda aqua». Y todos los que la seguían llamaron
Mundaaqua a aquel lugar, que hoy conserva todavía el nombre de Mundaca.
Cuando la princesa terminó de hablar, el niño se había dormido. Todas
las mujeres vinieron a verle. Los hombres empezaron a llamarle
«Jauntzuria» (señor blanco, señor rubio).
Según fue creciendo, su simpatía y su bondad ganaron el corazón de los
sencillos vascos, y la belleza, el talento, la cultura y las dotes de
mando que heredara de su madre, conquistaron hasta tal punto la
admiración entre sus convecinos, que no vacilaron en elegirle como
caudillo. Y él fue el primer señor de Vizcaya.
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