Fernán González, primer conde de Castilla, guerreaba de
continuo contra los moros, haciéndoles tal número de muertos,
que no podían ser contados, y derramando sangre de varios reyes,
con cuyos Estados iba ensanchando los límites de Castilla.
El buen Conde fue en busca de los ejércitos moros, que, habiendo salido de Gormaz, en la provincia de Soria, acamparon en el Vado de Cascajares. Allí fue a enfrentarse con ellos Fernán González, acompañado de sus valerosas huestes, formadas por los más nobles caballeros castellanos, y entre ellos iba Fernán Antolínez.
Este caballero, profundamente religioso, tenía la costumbre de ir todos los días, muy de mañana, a la iglesia, y en ella permanecía orando, sin que saliera jamás hasta haberse terminado todas las misas que se estuviesen diciendo.
Existía allí cerca un magnífico santuario, que el conde Garci Fernández había fundado, cerca del castillo de Santisteban. Fernán González hizo grandes donaciones a este monasterio y trajo, para que habitasen en él, a ocho monjes del monasterio de San Pedro de Arlanza. Y aquel día en que el buen Conde esperaba se diese la batalla contra los moros, se decía la primera misa en aquel lugar. Fernán González, seguido de sus caballeros, entró en la iglesia y oyó devotamente aquella misa. Una vez terminada, el Conde de Castilla se armó de todas sus armas; todos los caballeros le imitaron, y seguido de éstos, salió del santuario y, montado en su caballo, partió veloz en busca de las tropas árabes, que, situadas en el Vado de Cascajares, esperaban pasar a la otra parte.
El piadoso caballero Fernán Antolínez no salió de la iglesia con su señor; según su costumbre, se quedó en ella hasta que terminaran todas las misas que se estaban diciendo, y que oyó postrado de rodillas ante el altar, con profunda emoción.
Mientras, las tropas de Fernán González, que se habían dirigido al Vado, se enfrentaron contra las huestes moras allí acampadas, librándose una encarnizada batalla en la que los castellanos luchaban esforzados, atacando con recia bravura a los moros, que caían bajo el empuje de las lanzas castellanas, haciéndoles siempre retroceder.
Hasta la puerta del santuario llegaba el fragor del combate, y desde este lugar lo estaba presenciando el escudero de Fernán Antolínez, quien guardando el caballo, el escudo y la lanza de su señor, esperaba a que éste saliera de la iglesia; e imaginando que se había quedado en ella por cobardía, para no tomar parte en el combate, en el que tan valerosamente luchaban el conde Fernán González y todas sus tropas, e indignado de aquella maldad, llamaba a gritos a su señor, para que presto acudiese al combate.
Fernán Antolínez, tan ensimismado se hallaba en sus rezos, que aunque oía a su escudero que le llamaba a gritos, no volvía la cabeza, y seguía con profunda devoción el santo sacrificio de la misa. Y quiso Nuestro Señor recompensar aquel fervor suyo con un portentoso milagro, demostrando en forma prodigiosa los infinitos beneficios de la misa y librando a su devoto de la vergüenza y del oprobio.
Sucedió que ni Fernán González ni sus caballeros echaron de menos en el combate a Fernán Antolínez, antes bien le vieron luchar con gran arrojo y bravura, metiéndose entre las filas enemigas y matando gran número de moros con un heroísmo superior al de todos los combatientes. A pesar de haber recibido varias heridas, continuó luchando, y llegó hasta donde estaba la enseña mora, se apoderó de ella con valor increíble, desmoralizando con ello a los ejércitos árabes, que huyeron a la desbandada y dejaron el campo cubierto de cadáveres.
Quince mil moros quedaron muertos, y tan sólo cuatrocientos cristianos, y así se ganó la famosa batalla de San Esteban de Gormaz, victoria debida
en gran parte a Fernán Antolínez.
Todos sus compañeros de armas, admirados ante aquel heroísmo, comentaban las virtudes de Fernán Antolínez. Terminado el combate, Fernán González quiso felicitar a aquel caballero que tan heroicamente se había distinguido en la lid, dando orden de que se presentara ante él; pero después de buscarle por todo el campo, no se le pudo hallar ni vivo ni muerto.
Supo, al fin, que Fernán Antolínez se hallaba metido en la iglesia, sin atreverse a salir de ella, confuso y avergonzado de que se hubiera terminado la batalla sin haber tomado parte en ella, por hallarse abstraído en sus rezos. Fueron en su busca a la iglesia, y allí encontraron a Fernán Antolínez con las mismas heridas, en el pespunte, en la loriga y en el caballo, que había recibido aquel divino personaje que llevaba sus armas en el combate, y que había lidiado por él, y todos reconocieron que ello había sido un milagro de Dios, que había enviado un ángel del cielo, tomando la figura y las armas de aquel caballero y había luchado con gran bravura en su puesto hasta conseguir la victoria.
Fernán Antolínez, al verse herido, se postró, dando gracias al Altísimo por el prodigio que en él había obrado, y todos, conmovidos, de hinojos ante el altar, alabaron a Dios y a Santa María por aquella gran merced hecha en favor del caballero, que con su devoción había alcanzado un gran triunfo para las tropas castellanas.
El buen Conde fue en busca de los ejércitos moros, que, habiendo salido de Gormaz, en la provincia de Soria, acamparon en el Vado de Cascajares. Allí fue a enfrentarse con ellos Fernán González, acompañado de sus valerosas huestes, formadas por los más nobles caballeros castellanos, y entre ellos iba Fernán Antolínez.
Este caballero, profundamente religioso, tenía la costumbre de ir todos los días, muy de mañana, a la iglesia, y en ella permanecía orando, sin que saliera jamás hasta haberse terminado todas las misas que se estuviesen diciendo.
Existía allí cerca un magnífico santuario, que el conde Garci Fernández había fundado, cerca del castillo de Santisteban. Fernán González hizo grandes donaciones a este monasterio y trajo, para que habitasen en él, a ocho monjes del monasterio de San Pedro de Arlanza. Y aquel día en que el buen Conde esperaba se diese la batalla contra los moros, se decía la primera misa en aquel lugar. Fernán González, seguido de sus caballeros, entró en la iglesia y oyó devotamente aquella misa. Una vez terminada, el Conde de Castilla se armó de todas sus armas; todos los caballeros le imitaron, y seguido de éstos, salió del santuario y, montado en su caballo, partió veloz en busca de las tropas árabes, que, situadas en el Vado de Cascajares, esperaban pasar a la otra parte.
El piadoso caballero Fernán Antolínez no salió de la iglesia con su señor; según su costumbre, se quedó en ella hasta que terminaran todas las misas que se estaban diciendo, y que oyó postrado de rodillas ante el altar, con profunda emoción.
Mientras, las tropas de Fernán González, que se habían dirigido al Vado, se enfrentaron contra las huestes moras allí acampadas, librándose una encarnizada batalla en la que los castellanos luchaban esforzados, atacando con recia bravura a los moros, que caían bajo el empuje de las lanzas castellanas, haciéndoles siempre retroceder.
Hasta la puerta del santuario llegaba el fragor del combate, y desde este lugar lo estaba presenciando el escudero de Fernán Antolínez, quien guardando el caballo, el escudo y la lanza de su señor, esperaba a que éste saliera de la iglesia; e imaginando que se había quedado en ella por cobardía, para no tomar parte en el combate, en el que tan valerosamente luchaban el conde Fernán González y todas sus tropas, e indignado de aquella maldad, llamaba a gritos a su señor, para que presto acudiese al combate.
Fernán Antolínez, tan ensimismado se hallaba en sus rezos, que aunque oía a su escudero que le llamaba a gritos, no volvía la cabeza, y seguía con profunda devoción el santo sacrificio de la misa. Y quiso Nuestro Señor recompensar aquel fervor suyo con un portentoso milagro, demostrando en forma prodigiosa los infinitos beneficios de la misa y librando a su devoto de la vergüenza y del oprobio.
Sucedió que ni Fernán González ni sus caballeros echaron de menos en el combate a Fernán Antolínez, antes bien le vieron luchar con gran arrojo y bravura, metiéndose entre las filas enemigas y matando gran número de moros con un heroísmo superior al de todos los combatientes. A pesar de haber recibido varias heridas, continuó luchando, y llegó hasta donde estaba la enseña mora, se apoderó de ella con valor increíble, desmoralizando con ello a los ejércitos árabes, que huyeron a la desbandada y dejaron el campo cubierto de cadáveres.
Quince mil moros quedaron muertos, y tan sólo cuatrocientos cristianos, y así se ganó la famosa batalla de San Esteban de Gormaz, victoria debida
en gran parte a Fernán Antolínez.
Todos sus compañeros de armas, admirados ante aquel heroísmo, comentaban las virtudes de Fernán Antolínez. Terminado el combate, Fernán González quiso felicitar a aquel caballero que tan heroicamente se había distinguido en la lid, dando orden de que se presentara ante él; pero después de buscarle por todo el campo, no se le pudo hallar ni vivo ni muerto.
Supo, al fin, que Fernán Antolínez se hallaba metido en la iglesia, sin atreverse a salir de ella, confuso y avergonzado de que se hubiera terminado la batalla sin haber tomado parte en ella, por hallarse abstraído en sus rezos. Fueron en su busca a la iglesia, y allí encontraron a Fernán Antolínez con las mismas heridas, en el pespunte, en la loriga y en el caballo, que había recibido aquel divino personaje que llevaba sus armas en el combate, y que había lidiado por él, y todos reconocieron que ello había sido un milagro de Dios, que había enviado un ángel del cielo, tomando la figura y las armas de aquel caballero y había luchado con gran bravura en su puesto hasta conseguir la victoria.
Fernán Antolínez, al verse herido, se postró, dando gracias al Altísimo por el prodigio que en él había obrado, y todos, conmovidos, de hinojos ante el altar, alabaron a Dios y a Santa María por aquella gran merced hecha en favor del caballero, que con su devoción había alcanzado un gran triunfo para las tropas castellanas.
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