En tiempos antiguos fueron muy conocidos en el norte de
Castilla los amores entre un moro y una cristiana. Dicen que tan
grande fue la pasión de la dama, que cuando llegó el momento de
la separación, obligada por la partida del moro hacia su tierra,
ella se brindó a seguirle y aun a renunciar a su religión.
Así, pues, los dos amantes emprendieron la marcha hacia Liébana, para alcanzar la playa; pero al pasar el puerto de Curavacas, vieron una nube blanca que parecía salir de entre las peñas. Sorprendidos por la visión, se dirigieron hacia allá y hallaron un hermoso lago, cuyas aguas, de transparencia cristalina, llamaron la atención de la cristiana. Deseosa de reflejar en ellas su belleza, la doncella se inclinó sobre la transparente superficie; pero al hacerlo, resbaló y cayó al lago. Horrorizado, el amante intentó salvarla; pero las aguas habían arrastrado su cuerpo a lo más profundo y todos sus esfuerzos resultaron vanos. Comprendió entonces el moro que quizá aquel trágico acontecimiento fuera una señal de Dios, que había castigado así la poca fe de la doncella, para hacerle comprender a él la verdad de la religión cristiana. El estado de ánimo en que se encontraba le ayudó en su meditación y firmemente convertido al cristianismo, continuó el camino, haciendo penitencia por sus pecados. Durante toda su marcha, comió lo menos posible, descansó lo imprescindible y se mortificó en todas cuantas ocasiones le brindó su imaginación. Su agotamiento físico llegó a tales extremos, que al entrar en Cardaños, extenuado de fatiga, se introdujo en una gruta donde brotaba un claro manantial y se tendió en ella con la sensación de que había llegado su última hora. Una vez más, pidió a Dios perdón por todos sus pecados. Y dicen que el Señor, considerándole purificado por la dura penitencia, envió un ángel a la cueva, que, cogiendo agua del manantial, le bautizó. Poco tiempo después, el devoto moro entregaba su alma al Señor. Dicen que desde entonces las aguas de esta cueva curan las angustias y los anhelos del corazón.
Pero no acaba aquí la leyenda porque tras de la muerte de estos dos amantes, cuentan que ocurrió en la laguna de Curavacas algo misterioso, que nadie sabe aún explicarse.
Dicen que un carretero de Llanaves, que marchaba en cierta ocasión con su carro, acompañado de su único hijo, vióse sorprendido por una gran nevada que, interceptando el camino, le obligó a detener su marcha. Viéndose necesitado de ayuda para continuar, dejó al muchacho al cuidado del carro y se encaminó hacia Cardaños, el pueblo más cercano. Con grandes dificultades, el carretero logró andar unas cuantas leguas, mientras la nevada, cada vez más violenta, seguía acrecentando su espesor. Llegó así hasta el lago de Curavacas, fatigado ya de la marcha, y se sentó en su orilla, para descansar unos momentos.
La tarde estaba ya declinando y la noche se presentaba amenazadora para él y más aún para su hijo, que esperaba en medio del camino. No había hecho más que sentarse, cuando una nube, en el horizonte, empezó a elevarse con extraordinaria rapidez, hasta colocarse sobre el lago. Las aguas, entonces, como influidas por ella, comenzaron a oscurecerse y a formar olas en la superficie, que fueron creciendo en altura, hasta provocar el terror del carretero. El ruido del lago era mucho más intenso que el de la mar embravecida, y cuentan que se oyó en Pineda, Vidrieros, La Lastra y Cardaños. Temiendo por su vida, el buen hombre quiso escapar; pero cuando se disponía a hacerlo, las aguas empezaron a crecer, hasta llegarle a los pies, y llenaron el suelo de un barro cenagoso, en el que se sumergía sin poder avanzar. Al mismo tiempo, en el centro del lago se abrió un abismo espantoso, del que empezaron a surgir las entrañas de un ser humano que se hubiera ahogado. A continuación, una serpiente monstruosa surgió de las aguas silbando y dando coletazos furiosos.
El carretero, entonces, viéndose perdido, y medio muerto de miedo, ofreció a San Lorenzo diez libras de cera si le sacaba con vida de aquella aventura. El Santo oyó sus súplicas, y unas horas después, el buen hombre, sin saber cómo, se encontraba en Cardaños, y junto a su hijo, salvado también milagrosamente por San Lorenzo.
Así, pues, los dos amantes emprendieron la marcha hacia Liébana, para alcanzar la playa; pero al pasar el puerto de Curavacas, vieron una nube blanca que parecía salir de entre las peñas. Sorprendidos por la visión, se dirigieron hacia allá y hallaron un hermoso lago, cuyas aguas, de transparencia cristalina, llamaron la atención de la cristiana. Deseosa de reflejar en ellas su belleza, la doncella se inclinó sobre la transparente superficie; pero al hacerlo, resbaló y cayó al lago. Horrorizado, el amante intentó salvarla; pero las aguas habían arrastrado su cuerpo a lo más profundo y todos sus esfuerzos resultaron vanos. Comprendió entonces el moro que quizá aquel trágico acontecimiento fuera una señal de Dios, que había castigado así la poca fe de la doncella, para hacerle comprender a él la verdad de la religión cristiana. El estado de ánimo en que se encontraba le ayudó en su meditación y firmemente convertido al cristianismo, continuó el camino, haciendo penitencia por sus pecados. Durante toda su marcha, comió lo menos posible, descansó lo imprescindible y se mortificó en todas cuantas ocasiones le brindó su imaginación. Su agotamiento físico llegó a tales extremos, que al entrar en Cardaños, extenuado de fatiga, se introdujo en una gruta donde brotaba un claro manantial y se tendió en ella con la sensación de que había llegado su última hora. Una vez más, pidió a Dios perdón por todos sus pecados. Y dicen que el Señor, considerándole purificado por la dura penitencia, envió un ángel a la cueva, que, cogiendo agua del manantial, le bautizó. Poco tiempo después, el devoto moro entregaba su alma al Señor. Dicen que desde entonces las aguas de esta cueva curan las angustias y los anhelos del corazón.
Pero no acaba aquí la leyenda porque tras de la muerte de estos dos amantes, cuentan que ocurrió en la laguna de Curavacas algo misterioso, que nadie sabe aún explicarse.
Dicen que un carretero de Llanaves, que marchaba en cierta ocasión con su carro, acompañado de su único hijo, vióse sorprendido por una gran nevada que, interceptando el camino, le obligó a detener su marcha. Viéndose necesitado de ayuda para continuar, dejó al muchacho al cuidado del carro y se encaminó hacia Cardaños, el pueblo más cercano. Con grandes dificultades, el carretero logró andar unas cuantas leguas, mientras la nevada, cada vez más violenta, seguía acrecentando su espesor. Llegó así hasta el lago de Curavacas, fatigado ya de la marcha, y se sentó en su orilla, para descansar unos momentos.
La tarde estaba ya declinando y la noche se presentaba amenazadora para él y más aún para su hijo, que esperaba en medio del camino. No había hecho más que sentarse, cuando una nube, en el horizonte, empezó a elevarse con extraordinaria rapidez, hasta colocarse sobre el lago. Las aguas, entonces, como influidas por ella, comenzaron a oscurecerse y a formar olas en la superficie, que fueron creciendo en altura, hasta provocar el terror del carretero. El ruido del lago era mucho más intenso que el de la mar embravecida, y cuentan que se oyó en Pineda, Vidrieros, La Lastra y Cardaños. Temiendo por su vida, el buen hombre quiso escapar; pero cuando se disponía a hacerlo, las aguas empezaron a crecer, hasta llegarle a los pies, y llenaron el suelo de un barro cenagoso, en el que se sumergía sin poder avanzar. Al mismo tiempo, en el centro del lago se abrió un abismo espantoso, del que empezaron a surgir las entrañas de un ser humano que se hubiera ahogado. A continuación, una serpiente monstruosa surgió de las aguas silbando y dando coletazos furiosos.
El carretero, entonces, viéndose perdido, y medio muerto de miedo, ofreció a San Lorenzo diez libras de cera si le sacaba con vida de aquella aventura. El Santo oyó sus súplicas, y unas horas después, el buen hombre, sin saber cómo, se encontraba en Cardaños, y junto a su hijo, salvado también milagrosamente por San Lorenzo.
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