El barón Artal de Mur y Puymorca estaba constantemente nervioso
y taciturno. Su primogénito había partido a la guerra con Pedro
de Aragón, en su lucha contra el de Montfort.
Para calmar un poco sus nervios, salía muy a menudo de caza. Un día salió al amanecer, completamente solo, sin monteros, escuderos ni sirvientes.
Se alejó mucho de sus posesiones, que estaban cerca de Ainsa, y en toda la mañana no pudo encontrar ni una sola pieza.
Comió, a la sombra de un árbol, las escasas provisiones que consigo había llevado, y tumbóse después a descansar un rato.
De pronto le despertó un leve ruido, y vio junto a un arroyo, muy cerca de él, una hermosa jabalina.
Instintivamente cogió un venablo y se levantó con rapidez. La jabalina echó a correr, y él detrás.
La jabalina, en su carrera, saltó el arroyo, que no era otra cosa que una especie de torrente engrosado por las Tres Sorores. El barón Artal hizo, con troncos de árbol, una especie de puente, y atravesó el arroyo.
La jabalina seguía corriendo, y el Barón detrás, hasta que llegaron al pie de un monte. Paróse entonces la jabalina, mirando fijamente al cazador. Cuando éste iba a lanzarle el venablo, oyó claramente una voz humana que le decía: «No me mates, y obtendrás una bella recompensa».
Sorprendido el Barón al oír hablar a la jabalina, no lanzó el venablo y permitió que ésta se alejara, sin perseguirla.
Preocupado por la extrañeza del caso, dirigióse a sus posesiones, donde llegó ya entrada la noche. Cenó muy poco, sin poder separar de su pensamiento la voz de la jabalina.
Cuando, una vez terminada la cena, retiróse la Baronesa, como de costumbre, el Barón se quedó junto al fuego, con un botella de vino junto a él.
Pensando en la jabalina y en todo cuanto le había acontecido aquel día, quedóse adormecido.
De pronto le despertó un fuerte chisporroteo en la chimenea. Abrió los ojos, y vio que un grueso tronco de los que en ella ardían se abría dando paso a una figura que parecía humana.
Salió el hombre, que de tal tenía el aspecto, y sonriendo se acercó al Barón, a quien saludó cortésmente.
No salía éste de su asombro. El recién llegado le preguntó si no le conocía, y al decirle el Barón que se figuraba que únicamente podía ser Satanás, asintió, asegurando que venía a cumplir la promesa que aquella tarde le habían hecho.
Comprendió el Barón, al oír estas palabras, que la jabalina que por la tarde le había hablado y el hombre que acababa de salir del fuego eran lo mismo.
Satanás le dijo que con lo primero que quería pagarle por haberle respetado la vida por la tarde era con noticias de su hijo. El Barón se levantó del sillón, anhelante. El diablo le aseguró que su hijo se hallaba sano y salvo, que nada le había pasado, ni nada le pasaría, porque él se ocuparía de ellos.
El Barón volvió a sentarse, con el rostro cubierto de lágrimas, de emoción. El diablo, entonces, cogió con sus dedos, a modo de tenazas, un tizón ardiendo, y lo dejó encima de la mesa, diciendo que aquél era el premio al gran favor que le había hecho.
Saludó muy cortés, como hiciera al llegar, y acercándose a la chimenea, se metió en el fuego, que se abrió para dejarle paso.
Inmediatamente se apoderó del Barón una especie de modorra, que lo mantuvo dormido hasta el amanecer.
Despertó al entrar el sol en la estancia por la ventana abierta, y lo primero que hizo fue mirar a la chimenea. Todo estaba allí igual que siempre. Miró después encima de la mesa, y cuál no seria su sorpresa al encontrar, en lugar del tizón que dejó Satanás, un grande y hermoso lingote de oro.
Estaba absorto contemplando el prodigio, cuando apareció la Baronesa, que le llamaba alborozada. Al preguntarle el Barón qué era lo que le sucedía, contestóle ella que había tenido un sueño muy extraño.
Había soñado que paseaba por un monte vecino, cuando se le apareció la Virgen, que la saludó y le dijo que quería que en aquel mismo lugar levantara una capilla en su honor, y que en las fiestas a ella dedicadas se celebrara allí una misa.
La Baronesa quería cumplir el mandato de la Virgen, para preservar así a su hijo de los peligros de la guerra.
El Barón, entonces, le contó lo que a él le había sucedido, y le enseñó el lingote de oro que había encontrado encima de la mesa. Maravillóse la Baronesa, y mucho más todavía cuando el Barón aseguró que con el primer dinero que de aquel lingote sacaran costearían los gastos de la capilla; pero con la condición de que todos los años, en un día determinado, se celebraría una misa para el diablo.
Horrorizóse la Baronesa al oír aquellas palabras; pero el Barón se sostenía en ellas de tal modo, que llamaron al viejo sacerdote de Ainsa y le consultaron el caso. El cura, en principio, dijo que aquello era una herejía que no se podía permitir; pero al insistir el Barón, diciendo que dedicarían la misa para conseguir la conversión del diablo, consintió en ello.
Y es creencia popular que todos los años, en un día señalado por el Barón, se celebra en la capilla una misa por el diablo.
Para calmar un poco sus nervios, salía muy a menudo de caza. Un día salió al amanecer, completamente solo, sin monteros, escuderos ni sirvientes.
Se alejó mucho de sus posesiones, que estaban cerca de Ainsa, y en toda la mañana no pudo encontrar ni una sola pieza.
Comió, a la sombra de un árbol, las escasas provisiones que consigo había llevado, y tumbóse después a descansar un rato.
De pronto le despertó un leve ruido, y vio junto a un arroyo, muy cerca de él, una hermosa jabalina.
Instintivamente cogió un venablo y se levantó con rapidez. La jabalina echó a correr, y él detrás.
La jabalina, en su carrera, saltó el arroyo, que no era otra cosa que una especie de torrente engrosado por las Tres Sorores. El barón Artal hizo, con troncos de árbol, una especie de puente, y atravesó el arroyo.
La jabalina seguía corriendo, y el Barón detrás, hasta que llegaron al pie de un monte. Paróse entonces la jabalina, mirando fijamente al cazador. Cuando éste iba a lanzarle el venablo, oyó claramente una voz humana que le decía: «No me mates, y obtendrás una bella recompensa».
Sorprendido el Barón al oír hablar a la jabalina, no lanzó el venablo y permitió que ésta se alejara, sin perseguirla.
Preocupado por la extrañeza del caso, dirigióse a sus posesiones, donde llegó ya entrada la noche. Cenó muy poco, sin poder separar de su pensamiento la voz de la jabalina.
Cuando, una vez terminada la cena, retiróse la Baronesa, como de costumbre, el Barón se quedó junto al fuego, con un botella de vino junto a él.
Pensando en la jabalina y en todo cuanto le había acontecido aquel día, quedóse adormecido.
De pronto le despertó un fuerte chisporroteo en la chimenea. Abrió los ojos, y vio que un grueso tronco de los que en ella ardían se abría dando paso a una figura que parecía humana.
Salió el hombre, que de tal tenía el aspecto, y sonriendo se acercó al Barón, a quien saludó cortésmente.
No salía éste de su asombro. El recién llegado le preguntó si no le conocía, y al decirle el Barón que se figuraba que únicamente podía ser Satanás, asintió, asegurando que venía a cumplir la promesa que aquella tarde le habían hecho.
Comprendió el Barón, al oír estas palabras, que la jabalina que por la tarde le había hablado y el hombre que acababa de salir del fuego eran lo mismo.
Satanás le dijo que con lo primero que quería pagarle por haberle respetado la vida por la tarde era con noticias de su hijo. El Barón se levantó del sillón, anhelante. El diablo le aseguró que su hijo se hallaba sano y salvo, que nada le había pasado, ni nada le pasaría, porque él se ocuparía de ellos.
El Barón volvió a sentarse, con el rostro cubierto de lágrimas, de emoción. El diablo, entonces, cogió con sus dedos, a modo de tenazas, un tizón ardiendo, y lo dejó encima de la mesa, diciendo que aquél era el premio al gran favor que le había hecho.
Saludó muy cortés, como hiciera al llegar, y acercándose a la chimenea, se metió en el fuego, que se abrió para dejarle paso.
Inmediatamente se apoderó del Barón una especie de modorra, que lo mantuvo dormido hasta el amanecer.
Despertó al entrar el sol en la estancia por la ventana abierta, y lo primero que hizo fue mirar a la chimenea. Todo estaba allí igual que siempre. Miró después encima de la mesa, y cuál no seria su sorpresa al encontrar, en lugar del tizón que dejó Satanás, un grande y hermoso lingote de oro.
Estaba absorto contemplando el prodigio, cuando apareció la Baronesa, que le llamaba alborozada. Al preguntarle el Barón qué era lo que le sucedía, contestóle ella que había tenido un sueño muy extraño.
Había soñado que paseaba por un monte vecino, cuando se le apareció la Virgen, que la saludó y le dijo que quería que en aquel mismo lugar levantara una capilla en su honor, y que en las fiestas a ella dedicadas se celebrara allí una misa.
La Baronesa quería cumplir el mandato de la Virgen, para preservar así a su hijo de los peligros de la guerra.
El Barón, entonces, le contó lo que a él le había sucedido, y le enseñó el lingote de oro que había encontrado encima de la mesa. Maravillóse la Baronesa, y mucho más todavía cuando el Barón aseguró que con el primer dinero que de aquel lingote sacaran costearían los gastos de la capilla; pero con la condición de que todos los años, en un día determinado, se celebraría una misa para el diablo.
Horrorizóse la Baronesa al oír aquellas palabras; pero el Barón se sostenía en ellas de tal modo, que llamaron al viejo sacerdote de Ainsa y le consultaron el caso. El cura, en principio, dijo que aquello era una herejía que no se podía permitir; pero al insistir el Barón, diciendo que dedicarían la misa para conseguir la conversión del diablo, consintió en ello.
Y es creencia popular que todos los años, en un día señalado por el Barón, se celebra en la capilla una misa por el diablo.
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