En el lugar de Liérganes, cercano a la villa de Santander,
vivía a mediados del siglo XVII, Francisco de la Vega Casar,
excepcional nadador conocido como "el sireno". Este
personaje fue famoso y hay datos que se sabe son reales, como que
su casa estuvo entre el puente de Batán y el de la Cruz Mayor o
que su partida de nacimiento está fechada en 1658. Nadaba por el
río Miera hasta la ría de Cubas y según dicen, después
atravesaba la bahía de Santander. Los testigos dicen que su
cuerpo parecía cubierto de escamas.
Hijo del matrimonio formado por Francisco de la Vega y María de Casar, que tenían otros tres vástagos. La mujer, al enviudar, mandó al segundo de ellos, Francisco, de 15 años, a Bilbao, para que aprendiese el oficio de carpintero. Francisco mostró desde pequeño gran inclinación a pescar, nadar y estar en el río. Tanto que cuenta la tradición que, como pasaba el día en el agua, su madre le maldijo: "¡Permita la Virgen que te conviertas en pez!". Fuera así o no, lo cierto es que, a los dos años de estar en Bilbao, la víspera del día de san Juan del año 1674, fue a nadar con unos amigos a la ría del Nervión. Desnudóse el joven, entró en el agua y nadó ría abajo, hasta perderse de vista. Dado que el muchacho era un excelente nadador, sus compañeros no temieron por él hasta pasadas unas horas. Entonces, al ver que no regresaba, diéronle por ahogado.
Cinco años más tarde, en 1679, unos pescadores que faenaban en la bahía de Cádiz divisaron un extraño ser acuático de apariencia humana. Cuando se acercaron a él para ver de qué se trataba, desapareció. La insólita aparición se repitió por varios días, hasta que finalmente pudieron atraparlo, cebándolo con pedazos de pan y cercándolo con las redes. Cuando lo subieron a cubierta comprobaron con asombro que el extraño ser era un hombre joven, corpulento, de tez pálida y cabello rojizo. Tenía una cinta de escamas que le descendía de la garganta hasta el estómago, otra que le cubría todo el espinazo y unas uñas gastadas, como corroídas por el salitre.
Lleváronle al convento de San Francisco de aquella ciudad, donde le interrogaron en varios idiomas sin obtener de él respuesta alguna. Coligieron de esta taciturnidad que estaba poseído por algún espíritu maligno, en cuyo concepto le conjuraron algunos religiosos. Al cabo de unos días, los esfuerzos de los frailes en hacerle hablar se vieron recompensados con una palabra: "Liérganes". El suceso corrió de boca en boca, y nadie encontraba explicación alguna al vocablo hasta que un mozo montañés, que trabajaba en Cádiz, vino a comentar que por sus tierras había un lugar que se llamaba así. Don Domingo de la Cantolla, secretario del Santo Oficio de la Inquisición, confirmó la existencia de Liérganes como un lugar cercano a Santander, perteneciente al arzobispado de Burgos, y del cual él era oriundo. De inmediato mandó noticia del hallazgo efectuado en Cádiz a sus parientes, solicitando que le informaran si allí había ocurrido algún suceso que pudiese tener conexión con el extraño sujeto que tenían en el convento. De Liérganes respondieron que allí no había ocurrido nada extraordinario fuera de la desaparición de Francisco de la Vega, hijo de la viuda María de Casar, mientras nadaba en la ría de Bilbao; pero que esto había ocurrido cinco años atrás.
Recibidas estas noticias se determinó que un fraile franciscano, Juan Rosendo, comprobara por sí mismo la verdad de un acontecimiento tan extraordinario. Salió el fraile con el mozo hacia Cantabria, y llegando al monte llamado de la Dehesa, que dista de Liérganes un cuarto de legua, le hizo seña de que siguiese adelante y guiase. Así lo hizo su silencioso acompañante , de suerte que, dirigióse directamente hacia Liérganes sin errar una sola vez el camino; y ya en el caserío, se encaminó sin dudar hacia la casa de María de Casar. Ésta, en cuanto le vio, reconociólo como su hijo Francisco, al igual que dos de sus hermanos que se hallaban en casa, haciendo con él las naturales demostraciones de cariño; pero él mantúvose inmóvil sin corresponder a ellas en manera alguna.
El joven Francisco quedóse en casa de su madre, donde vivía tranquilo, sin mostrar el menor interés por nada ni por nadie. Siempre iba descalzo, y si no le daban ropa no se vestía y andaba desnudo con absoluta indiferencia. No hablaba; sólo de vez en cuando pronunciaba las palabras "vino", "pan" y "tabaco", pero sin relación directa con el deseo de fumar o comer. Si se le preguntaba si lo quería, no contestaba. No solicitaba la comida, pero si se la ponían delante o si veía comer y se lo permitían, comía con avidez, para luego pasarse cuatro o cinco días sin probar bocado. Era dócil y servicial; si se le mandaba llevar algún papel de un pueblo a otro de los que conocía antes de irse, lo ejecutaba con gran puntualidad, y siempre silenciosamente. En una ocasión le enviaron a Santander con un papel para un caballero de este pueblo, y no hallando el barco de Pedreña se arrojó al mar, y pasó a nado una legua que hay de travesía desde este embarcadero a Santander. Mojado como salió entregó el papel. El sujeto a quien iba dirigido lo hizo secar para poder leerlo, y aunque preguntóle cómo estaba de aquella suerte, no respondió nada. Por el mismo rumbo volvió puntualmente la contestación. Iba a la iglesia si veía ir a otros, o si se lo mandaban; pero en el templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la misa y demás funciones eclesiásticas. Jamás mostraba entusiasmo por nada. Por todo ello se le tuvo por loco hasta que un buen día, al cabo de nueve años, desapareció de nuevo en el mar sin que se supiera nunca más nada de él.
Hijo del matrimonio formado por Francisco de la Vega y María de Casar, que tenían otros tres vástagos. La mujer, al enviudar, mandó al segundo de ellos, Francisco, de 15 años, a Bilbao, para que aprendiese el oficio de carpintero. Francisco mostró desde pequeño gran inclinación a pescar, nadar y estar en el río. Tanto que cuenta la tradición que, como pasaba el día en el agua, su madre le maldijo: "¡Permita la Virgen que te conviertas en pez!". Fuera así o no, lo cierto es que, a los dos años de estar en Bilbao, la víspera del día de san Juan del año 1674, fue a nadar con unos amigos a la ría del Nervión. Desnudóse el joven, entró en el agua y nadó ría abajo, hasta perderse de vista. Dado que el muchacho era un excelente nadador, sus compañeros no temieron por él hasta pasadas unas horas. Entonces, al ver que no regresaba, diéronle por ahogado.
Cinco años más tarde, en 1679, unos pescadores que faenaban en la bahía de Cádiz divisaron un extraño ser acuático de apariencia humana. Cuando se acercaron a él para ver de qué se trataba, desapareció. La insólita aparición se repitió por varios días, hasta que finalmente pudieron atraparlo, cebándolo con pedazos de pan y cercándolo con las redes. Cuando lo subieron a cubierta comprobaron con asombro que el extraño ser era un hombre joven, corpulento, de tez pálida y cabello rojizo. Tenía una cinta de escamas que le descendía de la garganta hasta el estómago, otra que le cubría todo el espinazo y unas uñas gastadas, como corroídas por el salitre.
Lleváronle al convento de San Francisco de aquella ciudad, donde le interrogaron en varios idiomas sin obtener de él respuesta alguna. Coligieron de esta taciturnidad que estaba poseído por algún espíritu maligno, en cuyo concepto le conjuraron algunos religiosos. Al cabo de unos días, los esfuerzos de los frailes en hacerle hablar se vieron recompensados con una palabra: "Liérganes". El suceso corrió de boca en boca, y nadie encontraba explicación alguna al vocablo hasta que un mozo montañés, que trabajaba en Cádiz, vino a comentar que por sus tierras había un lugar que se llamaba así. Don Domingo de la Cantolla, secretario del Santo Oficio de la Inquisición, confirmó la existencia de Liérganes como un lugar cercano a Santander, perteneciente al arzobispado de Burgos, y del cual él era oriundo. De inmediato mandó noticia del hallazgo efectuado en Cádiz a sus parientes, solicitando que le informaran si allí había ocurrido algún suceso que pudiese tener conexión con el extraño sujeto que tenían en el convento. De Liérganes respondieron que allí no había ocurrido nada extraordinario fuera de la desaparición de Francisco de la Vega, hijo de la viuda María de Casar, mientras nadaba en la ría de Bilbao; pero que esto había ocurrido cinco años atrás.
Recibidas estas noticias se determinó que un fraile franciscano, Juan Rosendo, comprobara por sí mismo la verdad de un acontecimiento tan extraordinario. Salió el fraile con el mozo hacia Cantabria, y llegando al monte llamado de la Dehesa, que dista de Liérganes un cuarto de legua, le hizo seña de que siguiese adelante y guiase. Así lo hizo su silencioso acompañante , de suerte que, dirigióse directamente hacia Liérganes sin errar una sola vez el camino; y ya en el caserío, se encaminó sin dudar hacia la casa de María de Casar. Ésta, en cuanto le vio, reconociólo como su hijo Francisco, al igual que dos de sus hermanos que se hallaban en casa, haciendo con él las naturales demostraciones de cariño; pero él mantúvose inmóvil sin corresponder a ellas en manera alguna.
El joven Francisco quedóse en casa de su madre, donde vivía tranquilo, sin mostrar el menor interés por nada ni por nadie. Siempre iba descalzo, y si no le daban ropa no se vestía y andaba desnudo con absoluta indiferencia. No hablaba; sólo de vez en cuando pronunciaba las palabras "vino", "pan" y "tabaco", pero sin relación directa con el deseo de fumar o comer. Si se le preguntaba si lo quería, no contestaba. No solicitaba la comida, pero si se la ponían delante o si veía comer y se lo permitían, comía con avidez, para luego pasarse cuatro o cinco días sin probar bocado. Era dócil y servicial; si se le mandaba llevar algún papel de un pueblo a otro de los que conocía antes de irse, lo ejecutaba con gran puntualidad, y siempre silenciosamente. En una ocasión le enviaron a Santander con un papel para un caballero de este pueblo, y no hallando el barco de Pedreña se arrojó al mar, y pasó a nado una legua que hay de travesía desde este embarcadero a Santander. Mojado como salió entregó el papel. El sujeto a quien iba dirigido lo hizo secar para poder leerlo, y aunque preguntóle cómo estaba de aquella suerte, no respondió nada. Por el mismo rumbo volvió puntualmente la contestación. Iba a la iglesia si veía ir a otros, o si se lo mandaban; pero en el templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la misa y demás funciones eclesiásticas. Jamás mostraba entusiasmo por nada. Por todo ello se le tuvo por loco hasta que un buen día, al cabo de nueve años, desapareció de nuevo en el mar sin que se supiera nunca más nada de él.
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