Las Islas Canarias empezaban a ser
la estación invernal que atrae hoy a todos los ricos de
la Tierra. Entonces ocurrió un suceso chistoso, recogido
por la leyenda, y base de gracioso adagio, popular en el
hermosísimo archipiélago.
Empezaban a construirse hoteles magníficos, casas deliciosas, entre las palmeras y las plantaciones de plátanos. Los puertos de Tenerife y Las Palmas iban siendo cada vez más visitados por los grandes barcos, de pasajeros y de carga, de las más potentes compañías de navegación del mundo. Las familias opulentas acudían a las islas maravillosas, levantando, junto a las playas doradas, hotelitos y villas rientes, cuando no palacios suntuosos.
Entre éstos últimos destacaba, en las cercanías de Las Palmas, uno hermosísimo, perteneciente a una familia de la isla, enriquecida de modo prodigioso gracias a sus extensas plantaciones de plátanos y al comercio de exportación de otros frutos del archipiélago.
La familia millonaria, apellidada los Navarros, empezó a dar fiestas y comidas suntuosas. La dueña de la casa, Flora, era una dama hermosa y arrogante, inteligente y discreta. Se la conocía, entre el alto mundo, con el honroso apelativo de Flora la Bella.
Los banquetes de los Navarros se hicieron pronto algo proverbial, alabado con los más encomiásticos adjetivos, por cuantos tenían la dicha de asistir a ellos. Los dueños de la casa estaban cada día más satisfechos de esta fama, cuyo secreto era, aparte de la esplendidez y magnificencia, el tener a su servicio un cocinero chino. Los chinos - sabido es - son gente hábil y paciente donde la haya y, cuando se aplican con fe a aprender un oficio, nadie puede igualarles. Sobre todo, en el arte culinario no tienen rival. En todos los grandes hoteles del mundo, los cocineros son hijos del antiguo Celeste Imperio.
Lo que más celebraban los invitados y los mismos dueños de la casa, en las comidas de los Navarros, era cierto consomé que obligaba a todo el mundo a relamerse de gusto y reincidir sin hacerse de rogar: una sopa gelatinosa, aromada, de sabor exquisito y suculento.
Aquel consomé era la desesperación de todos los cocineros de las islas, de todos los cocineros de los grandes hoteles. Hasta miles de libras esterlinas llegó a ofrecer un inglés opulento de los que invernaban allí, si le revelaba el cocinero chino su secreto; pero el maestro se negaba en absoluto a revelarlo.
Flora la Bella no estaba menos intrigada. Quería aprender a hacer el consomé famoso, por si algún día el chino se marchaba de la casa. Pero el amarillo sonreía, con su eterna sonrisa dulzona, moviendo negativamente la cabeza: no y no; era un secreto profesional suyo, que no comunicaría a nadie. Únicamente dejó entrever a su ama que la celebrada sopa tenía algo de la cocina china. Pero nada más.
Un día, la dueña de la casa se decidió a desvelar de una vez el secreto del chino. Tomó una resolución heroica. Aquel día tenía convidados y, como era de rigor, el banquete se abriría con la famosa sopa del cocinero chino.
Flora no lo pensó más. Por una escalerilla excusada que comunicaba con las cocinas, instaladas en los sótanos, con las dependencias del office, bajó subrepticiamente, haciendo señas de silencio a dos o tres pinches que pululaban por allí. Por fortuna, el maestro, es decir, el cocinero chino había salido un momento al patio inmediato.
Flora la Bella no quiso desperdiciar ocasión tan oportuna: el caldo, la sopa, se hacía en una inmensa olla de hierro, cuya tapadera dejaba escapar chorros de vapor. Se acercó de puntillas, mirando con recelo hacia la puerta del patio inmediato.
Cogió un agarrador de bayeta y levantó la tapadera de la olla. Un grito agudo se escapó de su garganta e inmediatamente soltó la tapadera, que cayó ruidosamente al suelo. Una mueca de asco infinito, de horror, contrajo el hermoso rostro de la dueña de la casa, que se tapó los ojos con las pulidas manos.
Precisamente entonces entraba de nuevo en las cocinas el cocinero chino. En seguida se hizo cargo de la situación. Flora continuaba lanzando pequeños gritos de asco; se estremecía, al mismo tiempo, como si la recorrieran sin cesar corrientes eléctricas de la cabeza a los pies.
Aquel asco insuperable exasperó al amarillo, quien, conteniendo, a duras penas su indignación y empleando un castellano palatal y propenso al tuteo, interpeló a la dueña:
- ¿Pol qué glitas?... ¡No glites más! ...
- ¡Todo aleglado! ... ¿Te da asco?... ¡Pues ya te digo que todo aleglado! ... ¡Caldo pala ti, rata pala mí!...
El famoso consomé, en efecto, estaba hecho a base de una rata enorme, que hervía horas y horas con verduras y legumbres, tal y como lo hacían los chinos en su cocina estrafalaria.
Y en las Islas Canarias oiréis, cuando se celebra algo raro cuya causa se ignora, cuando, se desconoce el origen de algo muy alabado, el siguiente comentario:
- ¡A ver si es la sopa del cocinero chino que tanto gustaba a Flora la Bella: caldo para ti...!
Empezaban a construirse hoteles magníficos, casas deliciosas, entre las palmeras y las plantaciones de plátanos. Los puertos de Tenerife y Las Palmas iban siendo cada vez más visitados por los grandes barcos, de pasajeros y de carga, de las más potentes compañías de navegación del mundo. Las familias opulentas acudían a las islas maravillosas, levantando, junto a las playas doradas, hotelitos y villas rientes, cuando no palacios suntuosos.
Entre éstos últimos destacaba, en las cercanías de Las Palmas, uno hermosísimo, perteneciente a una familia de la isla, enriquecida de modo prodigioso gracias a sus extensas plantaciones de plátanos y al comercio de exportación de otros frutos del archipiélago.
La familia millonaria, apellidada los Navarros, empezó a dar fiestas y comidas suntuosas. La dueña de la casa, Flora, era una dama hermosa y arrogante, inteligente y discreta. Se la conocía, entre el alto mundo, con el honroso apelativo de Flora la Bella.
Los banquetes de los Navarros se hicieron pronto algo proverbial, alabado con los más encomiásticos adjetivos, por cuantos tenían la dicha de asistir a ellos. Los dueños de la casa estaban cada día más satisfechos de esta fama, cuyo secreto era, aparte de la esplendidez y magnificencia, el tener a su servicio un cocinero chino. Los chinos - sabido es - son gente hábil y paciente donde la haya y, cuando se aplican con fe a aprender un oficio, nadie puede igualarles. Sobre todo, en el arte culinario no tienen rival. En todos los grandes hoteles del mundo, los cocineros son hijos del antiguo Celeste Imperio.
Lo que más celebraban los invitados y los mismos dueños de la casa, en las comidas de los Navarros, era cierto consomé que obligaba a todo el mundo a relamerse de gusto y reincidir sin hacerse de rogar: una sopa gelatinosa, aromada, de sabor exquisito y suculento.
Aquel consomé era la desesperación de todos los cocineros de las islas, de todos los cocineros de los grandes hoteles. Hasta miles de libras esterlinas llegó a ofrecer un inglés opulento de los que invernaban allí, si le revelaba el cocinero chino su secreto; pero el maestro se negaba en absoluto a revelarlo.
Flora la Bella no estaba menos intrigada. Quería aprender a hacer el consomé famoso, por si algún día el chino se marchaba de la casa. Pero el amarillo sonreía, con su eterna sonrisa dulzona, moviendo negativamente la cabeza: no y no; era un secreto profesional suyo, que no comunicaría a nadie. Únicamente dejó entrever a su ama que la celebrada sopa tenía algo de la cocina china. Pero nada más.
Un día, la dueña de la casa se decidió a desvelar de una vez el secreto del chino. Tomó una resolución heroica. Aquel día tenía convidados y, como era de rigor, el banquete se abriría con la famosa sopa del cocinero chino.
Flora no lo pensó más. Por una escalerilla excusada que comunicaba con las cocinas, instaladas en los sótanos, con las dependencias del office, bajó subrepticiamente, haciendo señas de silencio a dos o tres pinches que pululaban por allí. Por fortuna, el maestro, es decir, el cocinero chino había salido un momento al patio inmediato.
Flora la Bella no quiso desperdiciar ocasión tan oportuna: el caldo, la sopa, se hacía en una inmensa olla de hierro, cuya tapadera dejaba escapar chorros de vapor. Se acercó de puntillas, mirando con recelo hacia la puerta del patio inmediato.
Cogió un agarrador de bayeta y levantó la tapadera de la olla. Un grito agudo se escapó de su garganta e inmediatamente soltó la tapadera, que cayó ruidosamente al suelo. Una mueca de asco infinito, de horror, contrajo el hermoso rostro de la dueña de la casa, que se tapó los ojos con las pulidas manos.
Precisamente entonces entraba de nuevo en las cocinas el cocinero chino. En seguida se hizo cargo de la situación. Flora continuaba lanzando pequeños gritos de asco; se estremecía, al mismo tiempo, como si la recorrieran sin cesar corrientes eléctricas de la cabeza a los pies.
Aquel asco insuperable exasperó al amarillo, quien, conteniendo, a duras penas su indignación y empleando un castellano palatal y propenso al tuteo, interpeló a la dueña:
- ¿Pol qué glitas?... ¡No glites más! ...
- ¡Todo aleglado! ... ¿Te da asco?... ¡Pues ya te digo que todo aleglado! ... ¡Caldo pala ti, rata pala mí!...
El famoso consomé, en efecto, estaba hecho a base de una rata enorme, que hervía horas y horas con verduras y legumbres, tal y como lo hacían los chinos en su cocina estrafalaria.
Y en las Islas Canarias oiréis, cuando se celebra algo raro cuya causa se ignora, cuando, se desconoce el origen de algo muy alabado, el siguiente comentario:
- ¡A ver si es la sopa del cocinero chino que tanto gustaba a Flora la Bella: caldo para ti...!
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