Era la época en que las huestes cristianas se oponían a las
avanzadas del guerrero Almanzor; no obstante, éste veía alzarse
contra él a un temible baluarte: el reino fronterizo de
Castilla. Ante su creciente poderío, comprendió que debía
emplear, junto con las armas, gran parte de habilidad y de
astucia. No desconocía las rivalidades de los reinos cristianos,
y decidió lograr una alianza castellana ofreciéndoles ayuda
contra cualquier amenaza del reino de Navarra.
En Castilla gobernaba entonces el conde Sancho García, pero, por
su temprana edad, tenía las riendas del poder su madre doña Oña,
condesa viuda de Castilla. Era mujer de mucho temperamento, a
quien seducía en gran manera el mando.
Almanzor fue a Burgos, capital del condado de Castilla, para
negociar la alianza entre cordobeses y castellanos. Cuando doña
Oña le vio, quedóse profundamente enamorada de la arrogancia y
apostura del guerrero cordobés; este amor no pasó por alto para
Almanzor y decidió sacarle el mayor partido posible. A tal fin
empezó a dar muestras de cariño a la enamorada Condesa, con lo
que logró ganar plenamente su ánimo. No reparaba doña Oña en
la nobleza de su linaje ni en la pureza de su sangre castellana,
para rendirse al sagaz Almanzor: le amaba con todo su corazón y
no dudaba en exponerlo todo para tenerlo a su lado.
Almanzor, cuando tuvo ganada a la Condesa, comprendió que un
obstáculo se oponía a su ambiciosa idea de unir Castilla y Córdoba
en una misma corona: el joven Sancho García, y decidió
suprimirlo. Para ello pensó utilizar como medio a la propia
Condesa, y a partir de entonces comenzó a pintarle con los más
bellos colores las excelencias de una unión cordobesa y
castellana, al tiempo que le ofrecía casarse con ella; la
Condesa respondía a tales pensamientos con visibles muestras de
complacencia, pero cuando Almanzor insinuó que para ello convenía
eliminar a don Sancho, doña Oña le miró con desdén y rechazó
indignada tal insinuación. No se desanimó por su negativa el
musulmán, pues la esperaba, pero confiaba en que la pasión que
por él sentía la castellana le haría cambiar de opinión. Y así
fue; un día llegó el moro a la habitación en donde se
encontraba doña Oña, y le dijo que su amor no era sincero,
puesto que a la primera prueba que le había pedido se había
negado a dársela. Por lo tanto, no podía consentir su dignidad
de musulmán verse así engañado y tenía decidido marchar aquel
mismo día para Córdoba. Cuando la Condesa oyó tales palabras,
fue rápida hacia él y se quejo con amargura de su ingratitud y
de la falta de comprensión para su amor. En su afán de tenerle
a su lado, llegó a prometerle que mataría a su hijo para que
pudieran casarse.
Fueron pasando los días; la Condesa seguía dispuesta a ejecutar
el criminal proyecto, y sólo si Almanzor no estaba con ella la
inquietaban sus pensamientos. Los dos amantes habían fijado el día
en que don Sancho fuera mayor de edad para causarle la muerte.
Cuando llegó la fecha se hicieron los preparativos para el gran
banquete que había de celebrarse, al que estaban invitados los
nobles castellanos y los acompañantes de Almanzor. Entre la
vajilla real figuraba una copa de oro que era tenida en gran
estima por haber bebido en ella los primeros jueces de Castilla.
Por eso habían hecho de ella un símbolo de independencia, y sólo
la utilizaban los Condes soberanos en las ocasiones más
solemnes. Así, como en aquella fecha Sancho García bebería en
tal copa, decidió Almanzor que doña Oña echara en ella,
mezclado con el vino, un fuerte veneno que produciría la muerte
al poco tiempo de haberlo injerido.
Aquel día, musulmanes y cristianos organizaron una brillante
comitiva para dirigirse a Palacio. En la regia casa reinaba gran
alegría por la subida al poder, de hecho, del joven Conde. Sólo
doña Oña sostenía una dura lucha consigo misma: sentía una
amarga pesadumbre por el acto infame que iba a cometer, pero su
desenfrenada pasión por Almanzor desechó tal pensamiento y fue
decidida al lugar en donde estaba la copa, para verter en ella el
mortífero veneno. Después que lo hubo echado, desapareció la
angustia que antes la turbara, y sintió una extraña serenidad.
Salió de la habitación con gran calma y fue a su aposento para
adornarse con sus mejores galas y estar dispuesta, para, cuando
su hijo la llamara, bajar al salón en que había de celebrarse
el banquete. Después que la Condesa ocupó en él un sitio junto
a su hijo, era tal la tranquilidad que reflejaba su semblante,
que Almanzor dudó que hubiera hecho lo que pensara; sólo cuando
vio que, al dirigir el Conde su mano hacia la copa, el rostro de
la Condesa mudaba de color, se convenció de que todo se había
realizado como él quería. En aquel momento, Sancho García, que
durante el banquete atendió con cariño a su madre y al moro,
cogió la copa y se levantó para brindar por una duradera y
firme amistad entre el reino de Córdoba y el condado de
Castilla. Entonces la Condesa, con una palidez mortal, pidió
permiso a su hijo para retirarse a sus habitaciones por sentirse
algo indispuesta. Don Sancho le prodigó amables frases y le
concedió el permiso deseado. Aquellas muestras de cariño
acabaron de convencer a la condesa de que no debía consentir la
muerte de su hijo, y, cuando éste se llevaba la copa a los
labios, dio un gran grito e impidió, arrojándose a él, que
bebiera el mortal veneno. En un instante, ante los asombrados
ojos de la concurrencia, cogió la copa que tenía el Conde y,
llevándosela a la boca, la apuró de una vez. Después explicó
a Sancho lo que Almanzor la había impulsado a hacer contra él;
le pedía perdón para sí, antes de comparecer ante el tribunal
de Dios. El conde Sancho García, sorprendido por lo que doña Oña
acababa de revelarle, la tranquilizó afectuosamente y, en la
imposibilidad de hacer nada para salvar la vida de su madre, la
perdonó de todo corazón.
Mientras tanto, Almanzor, indignado al ver que la Condesa le había
traicionado, empezó a insultarla, lleno de ira. Los nobles
castellanos ante tanta villanía, echaron mano a sus espadas,
dispuestos a hacer pagar caro el criminal propósito del musulmán;
pero don Sancho los contuvo diciéndoles que debían respetar la
hospitalidad que habían dado al cordobés y permitirle salir en
paz hacia su tierra. Sólo cuando hubiera llegado a ella debían
retarle en campo abierto. Los nobles se aplacaron con las
palabras de su señor, y poco después moría la desgraciada
condesa Doña Oña.
Almanzor y sus acompañantes salieron para Córdoba, y Sancho
García mandó hacer solemnes exequias a su madre.
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