Partiendo del Monasterio de Fresdeval, existe una cuesta que
lleva hasta un lugar donde hubo en otros tiempos una especie de
castillejo, que, en la época en que se sitúa esta leyenda,
estaba ya deshabitado.
Cuenta la leyenda de este castillejo, que el Monasterio de Fresdeval fue fundado por don Gome Manrique, hijo del Adelantado Mayor del Reino, don Pedro Manrique.
Este don Gome era hijo bastardo del Adelantado, y había nacido en Granada, de unos amores que éste hubo con una dama mora.
Había sido educado en la religión mahometana, pero al morir su padre y heredar todos sus bienes, por no tener el Adelantado hijo ninguno de su esposa legal, convirtióse al cristianismo e hízose bautizar, casándose después con doña Sancha Rojas.
A pesar de su conversión al cristianismo, decían las gentes del país que muy a menudo don Gome Manrique íbase a Granada, y al llegar allí, poníase sus antiguos vestidos árabes para acudir a diversiones impropias de su rango y citas amorosas con mujeres de la raza de su madre.
En estas correrías, llegó a conocer y tratar íntimamente a una princesa mora, de quien hubo un hijo.
Cuando ya los años impedían a don Gome Manrique las correrías y las guerras, retiróse a sus propiedades, donde fundó el Monasterio de Fresdeval, ayudado por su esposa, doña Sancha.
Hacía ya algunos años que el Monasterio había sido inaugurado, y habitaba en él un grupo de piadosos monjes que dedicábanse a la oración, cuando alguien descubrió que el castillejo que remataba la cuesta que partía del Monasterio estaba habitado. Y no sólo esto, sino que todas las noches, una mujer, ataviada con un albornoz blanco, salía del castillejo y desaparecía de pronto, al llegar a las cercanías del claustro hoy conocido por el nombre de «claustro de doña Isabel Pacheco de Padilla», por haber sido enterrada allí esta ilustre dama.
Enterado el Prior de este asunto, indignóse ante el sacrilegio que el hecho suponía.
Quiso, no obstante, asegurarse antes de hablar con ninguno de los monjes, ya que en todos tenía tan absoluta confianza, que no podía, ni remotamente, pensar que uno de ellos fuera capaz de recibir a una mujer en el claustro.
Inmediatamente púsose a indagar en secreto, y llegó a la sospecha de que era un joven novicio, que hacía poco había llegado al Monasterio, el que infringía las severas leyes de la Orden.
Con todo, no se atrevió tampoco a decir nada hasta tener la seguridad del hecho, porque el novicio era nada menos que el hijo bastardo de don Gome Manrique, el fundador del Monasterio.
Puso, pues, un espía en las cercanías del Monasterio, para que le advirtiera si realmente la mujer del albornoz blanco entraba en el claustro. La noche en que el espía se apostó junto a unos matorrales, en el cielo brillaba la luna con todo su esplendor, y la mujer no salió.
A la noche siguiente también brilló la luna, y tampoco apareció en la puerta del castillejo la mujer del albornoz; pero a la tercera noche la luna estaba oculta por las nubes, y de pronto el hombre, que estaba vigilando muy atento, vio surgir de entre la noche una blanca figura. Escondióse inmediatamente. Era la mujer del castillejo, que bajaba a toda prisa por la cuesta, hasta llegar al claustro. Una vez allí, desapareció.
El hombre se fue inmediatamente a avisar al Prior. Éste hizo levantar a los monjes, que estaban ya recogidos.
Entretanto, en el claustro, el novicio, arrodillado en el suelo, tenía apoyada la frente en el regazo de una mujer mora de extraordinarla belleza, la cual pasaba la mano por la cabeza del joven, pronunciando, en árabe, palabras de dulce aliento y consuelo. Estaba sentada en el borde de un pozo, e indolentemente apoyada en la arcada.
Frente a ellos estaba la puerta del claustro, ahora herméticamente cerrada. De pronto, cuando menos lo esperaban, la puerta se abrió y aparecieron en ella el Prior y todos los monjes, con sendos cirios encendidos.
El joven levantóse, pálido de ira. La mujer siguió sentada, sin moverse ni pronunciar palabra.
El prior alzó la mano para lanzar sobre ellos un terrible anatema, cuando el novicio le detuvo con un gesto, declarando al mismo tiempo que la señora era su madre.
Era, en efecto, la princesa mora con quien había tenido amores en Granada don Gome Manrique, y que, al obligar éste a su hijo bastardo a ingresar en el Monasterio, le había seguido hasta Castilla, y vivía escondida en el castillejo, con el único consuelo de visitarle las noches en que no brillaba la luna.
El Prior inclinóse ante la dama, que se retiró a su refugio. Pocos días después el novicio salía del Monasterio para reunirse con ella.
Desde entonces se llamó a la cuesta por donde bajaba la madre a visitar al novicio, la Cuesta de la Reina.
Cuenta la leyenda de este castillejo, que el Monasterio de Fresdeval fue fundado por don Gome Manrique, hijo del Adelantado Mayor del Reino, don Pedro Manrique.
Este don Gome era hijo bastardo del Adelantado, y había nacido en Granada, de unos amores que éste hubo con una dama mora.
Había sido educado en la religión mahometana, pero al morir su padre y heredar todos sus bienes, por no tener el Adelantado hijo ninguno de su esposa legal, convirtióse al cristianismo e hízose bautizar, casándose después con doña Sancha Rojas.
A pesar de su conversión al cristianismo, decían las gentes del país que muy a menudo don Gome Manrique íbase a Granada, y al llegar allí, poníase sus antiguos vestidos árabes para acudir a diversiones impropias de su rango y citas amorosas con mujeres de la raza de su madre.
En estas correrías, llegó a conocer y tratar íntimamente a una princesa mora, de quien hubo un hijo.
Cuando ya los años impedían a don Gome Manrique las correrías y las guerras, retiróse a sus propiedades, donde fundó el Monasterio de Fresdeval, ayudado por su esposa, doña Sancha.
Hacía ya algunos años que el Monasterio había sido inaugurado, y habitaba en él un grupo de piadosos monjes que dedicábanse a la oración, cuando alguien descubrió que el castillejo que remataba la cuesta que partía del Monasterio estaba habitado. Y no sólo esto, sino que todas las noches, una mujer, ataviada con un albornoz blanco, salía del castillejo y desaparecía de pronto, al llegar a las cercanías del claustro hoy conocido por el nombre de «claustro de doña Isabel Pacheco de Padilla», por haber sido enterrada allí esta ilustre dama.
Enterado el Prior de este asunto, indignóse ante el sacrilegio que el hecho suponía.
Quiso, no obstante, asegurarse antes de hablar con ninguno de los monjes, ya que en todos tenía tan absoluta confianza, que no podía, ni remotamente, pensar que uno de ellos fuera capaz de recibir a una mujer en el claustro.
Inmediatamente púsose a indagar en secreto, y llegó a la sospecha de que era un joven novicio, que hacía poco había llegado al Monasterio, el que infringía las severas leyes de la Orden.
Con todo, no se atrevió tampoco a decir nada hasta tener la seguridad del hecho, porque el novicio era nada menos que el hijo bastardo de don Gome Manrique, el fundador del Monasterio.
Puso, pues, un espía en las cercanías del Monasterio, para que le advirtiera si realmente la mujer del albornoz blanco entraba en el claustro. La noche en que el espía se apostó junto a unos matorrales, en el cielo brillaba la luna con todo su esplendor, y la mujer no salió.
A la noche siguiente también brilló la luna, y tampoco apareció en la puerta del castillejo la mujer del albornoz; pero a la tercera noche la luna estaba oculta por las nubes, y de pronto el hombre, que estaba vigilando muy atento, vio surgir de entre la noche una blanca figura. Escondióse inmediatamente. Era la mujer del castillejo, que bajaba a toda prisa por la cuesta, hasta llegar al claustro. Una vez allí, desapareció.
El hombre se fue inmediatamente a avisar al Prior. Éste hizo levantar a los monjes, que estaban ya recogidos.
Entretanto, en el claustro, el novicio, arrodillado en el suelo, tenía apoyada la frente en el regazo de una mujer mora de extraordinarla belleza, la cual pasaba la mano por la cabeza del joven, pronunciando, en árabe, palabras de dulce aliento y consuelo. Estaba sentada en el borde de un pozo, e indolentemente apoyada en la arcada.
Frente a ellos estaba la puerta del claustro, ahora herméticamente cerrada. De pronto, cuando menos lo esperaban, la puerta se abrió y aparecieron en ella el Prior y todos los monjes, con sendos cirios encendidos.
El joven levantóse, pálido de ira. La mujer siguió sentada, sin moverse ni pronunciar palabra.
El prior alzó la mano para lanzar sobre ellos un terrible anatema, cuando el novicio le detuvo con un gesto, declarando al mismo tiempo que la señora era su madre.
Era, en efecto, la princesa mora con quien había tenido amores en Granada don Gome Manrique, y que, al obligar éste a su hijo bastardo a ingresar en el Monasterio, le había seguido hasta Castilla, y vivía escondida en el castillejo, con el único consuelo de visitarle las noches en que no brillaba la luna.
El Prior inclinóse ante la dama, que se retiró a su refugio. Pocos días después el novicio salía del Monasterio para reunirse con ella.
Desde entonces se llamó a la cuesta por donde bajaba la madre a visitar al novicio, la Cuesta de la Reina.
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