Un labrador muy pobre tenía una hija hermosísima, de la cual estaba enamorado un viejo solterón, el mayor propietario de la aldea.
Como quiera que la muchacha no sentía el menor cariño por aquel anciano y los padres tampoco habrían consentido en aquella boda desigual, el decrépito pretendiente los atormentaba todo cuanto podía, encargándoles faenas rudísimas y castigándoles cruelmente par el motivo más insignificante.
El pobre aldeano no pudo resistir más y un día decidió abandonar aquel lugar.
En la choza que les servía de morada percibíase a menudo un ruido tan extraño como misterioso, pero por más que habían estado buscando hasta dentro del horno, por donde se distinguía con más precisión, no pudieron encontrar la causa.
Sin embargo, el mismo día de la marcha, cuando ya habían cargado en el desvencijado carricoche sus últimos trastos, percibieron el ruido mucho más intenso que de costumbre y, de repente, vieron surgir de detrás del horno una figura raquítica y pálida de mujer.
- ¿Qué es esto? - inquirió el labriego sorprendido.
- Parece un ánima del Purgatorio - respondieron la madre y la hija, santiguándose devotamente.
- No soy un ánima, amigos míos, - repuso la aparición. - Soy vuestra amigo Miseria y si os trasladáis de aquí, me iré con vosotros a vuestra casa. Os he tomado tanto cariño que no quiero abandonaros.
El campesino, que no era tonto, y sabía que por las malas no podría conseguir que la Miseria se quedara allí, decidió usar la astucia y, haciéndole una profunda reverencia, le habló de este modo:
- Sea como tú quieres, mi bella amiga, pero ya que vas a venir con nosotros, justo es que nos ayudes a cargar estos bultos.
Accedió la Miseria y se dispuso a llevar algunas cosas de poco peso, pero el astuto campesino exclamó:
- ¡Deja eso! ¡Ya lo llevará mi mujer que es débil! ¡Tú ayúdame a cargar un tronco de encina que hay en el patio!
Dirigiéronse al lugar citado y el labriego clavó de un fuerte golpe su hacha en el centro del leño, rogando a la Miseria que le ayudase a transportarlo.
Cuando la pálida mujer titubeó buscando el mejor modo de asirlo, el hombre le indicó la grieta que acababa de hacer en el tronco con el hacha.
Introdujo la Miseria en ella los dedos. Entonces el labrador, retiró el hacha de repente y los largos y demacrados dedos quedaron fuertemente atenazados sin que su dueña consiguiera liberarse a pesar de sus esfuerzos y gritos.
Recogió el labrador rápidamente sus muebles y emprendió el éxodo en busca de un hogar mejor, estableciéndose en otra aldea, donde le acompañó la fortuna de tal manera, que no tardó en convertirse en un rico propietario.
Su hermosa hija contrajo matrimonio con el único hijo de un acaudalado labrador, viviendo ambas familias, completamente felices, bendiciendo a Dios,
Entretanto, el rico propietario de la otra aldea, el viejo enamorado de la hija del campesino, cuando se enteró de la huída de éste, buscó un nuevo arrendatario para la choza que había quedado abandonada. Cuando la estaba mostrando a su nuevo locatario oyó los gritos de la Miseria, y, desconociéndola, metió un palo grueso en la hendidura del tronco, consiguiendo liberarla.
Desde entonces la pálida figura no se separó un momento de su salvador y el malvado propietario fue perdiendo una a una todas sus posesiones hasta quedar reducido a la más espantosa pobreza.
Como quiera que la muchacha no sentía el menor cariño por aquel anciano y los padres tampoco habrían consentido en aquella boda desigual, el decrépito pretendiente los atormentaba todo cuanto podía, encargándoles faenas rudísimas y castigándoles cruelmente par el motivo más insignificante.
El pobre aldeano no pudo resistir más y un día decidió abandonar aquel lugar.
En la choza que les servía de morada percibíase a menudo un ruido tan extraño como misterioso, pero por más que habían estado buscando hasta dentro del horno, por donde se distinguía con más precisión, no pudieron encontrar la causa.
Sin embargo, el mismo día de la marcha, cuando ya habían cargado en el desvencijado carricoche sus últimos trastos, percibieron el ruido mucho más intenso que de costumbre y, de repente, vieron surgir de detrás del horno una figura raquítica y pálida de mujer.
- ¿Qué es esto? - inquirió el labriego sorprendido.
- Parece un ánima del Purgatorio - respondieron la madre y la hija, santiguándose devotamente.
- No soy un ánima, amigos míos, - repuso la aparición. - Soy vuestra amigo Miseria y si os trasladáis de aquí, me iré con vosotros a vuestra casa. Os he tomado tanto cariño que no quiero abandonaros.
El campesino, que no era tonto, y sabía que por las malas no podría conseguir que la Miseria se quedara allí, decidió usar la astucia y, haciéndole una profunda reverencia, le habló de este modo:
- Sea como tú quieres, mi bella amiga, pero ya que vas a venir con nosotros, justo es que nos ayudes a cargar estos bultos.
Accedió la Miseria y se dispuso a llevar algunas cosas de poco peso, pero el astuto campesino exclamó:
- ¡Deja eso! ¡Ya lo llevará mi mujer que es débil! ¡Tú ayúdame a cargar un tronco de encina que hay en el patio!
Dirigiéronse al lugar citado y el labriego clavó de un fuerte golpe su hacha en el centro del leño, rogando a la Miseria que le ayudase a transportarlo.
Cuando la pálida mujer titubeó buscando el mejor modo de asirlo, el hombre le indicó la grieta que acababa de hacer en el tronco con el hacha.
Introdujo la Miseria en ella los dedos. Entonces el labrador, retiró el hacha de repente y los largos y demacrados dedos quedaron fuertemente atenazados sin que su dueña consiguiera liberarse a pesar de sus esfuerzos y gritos.
Recogió el labrador rápidamente sus muebles y emprendió el éxodo en busca de un hogar mejor, estableciéndose en otra aldea, donde le acompañó la fortuna de tal manera, que no tardó en convertirse en un rico propietario.
Su hermosa hija contrajo matrimonio con el único hijo de un acaudalado labrador, viviendo ambas familias, completamente felices, bendiciendo a Dios,
Entretanto, el rico propietario de la otra aldea, el viejo enamorado de la hija del campesino, cuando se enteró de la huída de éste, buscó un nuevo arrendatario para la choza que había quedado abandonada. Cuando la estaba mostrando a su nuevo locatario oyó los gritos de la Miseria, y, desconociéndola, metió un palo grueso en la hendidura del tronco, consiguiendo liberarla.
Desde entonces la pálida figura no se separó un momento de su salvador y el malvado propietario fue perdiendo una a una todas sus posesiones hasta quedar reducido a la más espantosa pobreza.
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