Érase una viuda riquísima que tenía un hijastro gallardo y apuesto, una hijastra de una hermosura maravillosa y una hija pasadera y gracias.
Los cuatro vivían bajo el mismo techo, pero los hermanos recibían, como es costumbre en los cuentos, un trato diferente, cosa frecuente entre los hijos que no son de una misma madre.
La hija, que era soberbia, indócil, vanidosa y charlatana, recibía todas las caricias y halagos de la madre, mientras que al hijastro, dotado de nobilísima naturaleza y lleno de la mejor voluntad, lo abrumaba con las más arduas faenas, riñéndole sin cesar y motejándole de holgazán y de inútil.
En cuanto a la hijastra, de belleza peregrina y bondad angelical, la torturaba sin cansancio, calumniándola y haciéndole la vida imposible.
Un domingo por la mañana, poco antes de dirigirse a oír misa, la hijastra se entretuvo un momento en el jardín para hacer unos ramilletes de flores destinados al altar de la Virgen. No había hecho más que cortar algunas rosas, cuando, de repente, percibió un ruido de pasos y, volviendo la cabeza, vio a tres mancebos apuestos y gentiles, vestidos de blanco, que tomaron asiento en un banco.
Casi en el mismo instante apareció un anciano que se dirigió o ellos para pedirles una limosna.
La muchacha, aunque cohibida en el primer momento por la presencia de los tres desconocidos, cuyos albos vestidos irradiaban luz, se repuso enseguida y, haciendo un gesto al anciano para que se acercara, sacó de su escarcelaEspecie de bolsa que pendía de la cintura la última moneda de cobre que le quedaba y se la dio.
El mendigo murmuró algunas frases de agradecimiento, echó en su zurrón la moneda y, extendiendo su mano sobre la cabeza de la hermosa joven, dijo dirigiéndose a los tres mancebos:
- Ya habéis visto que esta huerfanita es tan paciente en la desventura y tan generosa y compasiva con los desvalidos, que no titubea en darles todo cuanto posee. ¿Qué le deseáis como premio a su bondad?
El primero respondió:
- Que cuando llore, sus lágrimas se conviertan en perlas.
El segundo añadió:
- Que al sonreír broten rosas perfumadas de sus labios.
El tercero terminó:
- Que cuando sus manos toquen el agua, nazcan pececillos de todos los colores del Arco Iris.
- Amén - dijo el anciano.
Y los cuatro personajes desaparecieron.
Aunque la muchacha no lo sabía, el anciano y los tres mancebos no eran otros que Dios y tres de sus ángeles.
La hermosa joven corrió alborozada a su casa, pero la madrastra le salió al encuentro y, abofeteándola cruelmente, la apostrofó:
- ¿Dónde te has metido, mala pécora?.
La pobrecita se echó a llorar amargamente. Y he aquí que, en vez de lágrimas, fueron perlas lo que cayeron de sus ojos.
La viuda, sin deponer su injusto enojo, las recogió codiciosamente, provocando la sonrisa de la hijastra, con lo que de sus labios entreabiertos surgió un torrente de perfumadas rosas, que excitaron el entusiasmo de la misma madrastra.
Poco después, la angelical criatura echó agua en un vaso para poner en él las flores recogidas en el jardín. No bien hubo introducido uno de sus delicados deditos en el líquido elemento, cuando el vaso se llenó de policromos pececillos lindísimos y juguetones.
Ante aquel prodigio que se repitió una y otra vez, la madrastra empezó a hacerle preguntas, no tardando en conseguir que la dulce niña le revelara el secreto de lo sucedido en el jardín.
El domingo siguiente la viuda envió a su propia hija a que fuese a cortar flores para hacer un ramillete destinado al altar de la Virgen, dándole al mismo tiempo instrucciones sobre la forma en que debía obrar cuando viese aparecer al anciano y los tres mancebos.
Algunos minutos después de llegar la muchacha al jardín, vio a los tres donceles sentados en el banco. De sus vestidos se escapaba la luz a raudales. Junto a ellos había un anciano con aspecto de mendigo. Ella sacó entonces de su escarcela una moneda de oro, la contempló un instante, y, finalmente, obedeciendo las órdenes de su madre, pero de mala gana, se la arrojó al anciano, que la recogió y se la metió en el zurrón. Inmediatamente se irguió el viejo y dijo a los tres ángeles:
Esta niña mimada es antipática, perversa... Su corazón está seco para las desgracias del prójimo... Bien sabéis la causa de su poco espontánea generosidad de hoy. ¿Qué don os parece bien que le otorgue?
El primero respondió:
- Que sus lágrimas se conviertan en lagartos.
El segundo añadió:
- Que al sonreír salgan horribles sapos de su boca.
Y el tercero terminó:
- Que al tocar su mano el agua nazcan en ésta serpientes venenosas.
- Amén - dijo el anciano.
Y al instante desaparecieron.
Aterrorizada la muchacha se dirigió a su casa para comunicar a su madre lo ocurrido. Intentó sonreír para tranquilizar a su madre que la miraba sobresaltada, pero al punto salieron montones de sapos horribles de su boca. Saltáronsele las lágrimas y éstas se convirtieron en lagartos. Y, cuando fue a lavarse el rostro demudado, el agua se llenó de serpientes venenosas.
Con esto, el odio de la madrastra hacia sus hijastros creció de punto, aumentando sus malos tratos de palabra y obra de tal modo, que el joven desesperado, se despidió un día de su hermana y se marchó de la casa en busca de fortuna. Dirigióse en primer lugar a la iglesia para invocar la protección del Todopoderoso, luego fuése al cementerio y, ante la tumba de sus padres, oró largo rato, vertiendo amargas lágrimas. Después de besar tres veces la tierra santa que cubría los mortales despojos, se levantó y se dispuso a iniciar la marcha.
En aquel mismo instante sus manos tocaron entre los pliegues de su capa un objeto extraño. Lo sacó a la luz y pudo ver que se trataba de un retrato en miniatura de su hermana en la que aparecía su maravilloso rostro orlado de perlas, rosas y, pececillos de todos colores.
Trémulo, besó el retrato, echó una postrera mirada al cementerio, se santiguó y salió.
Al cabo de muchos días de camino, llegó nuestro héroe a la capital del reino, entrando al servicio del rey en calidad de jardinero. En sus momentos de ocio sentábase a la orilla de un riachuelo, bajo la sombra de un sauce, y allí sacaba el retrato, besándolo con frenesí y derramando lágrimas abundantes.
Cierto dio lo vio el rey, que se acercó sigilosamente, observó sus movimientos, y, abalanzándose sobre él, le arrebató el retrato.
Después de contemplarlo un momento, exclamó enardecido:
- ¿Es tu novia esta divina doncella?
- ¡Oh, no, Majestad! - respondió el muchacho, asustado. - Es mi hermana. Dios le concedió la gracia de verter perlas en vez de lágrimas, engendrar rosas al sonreír y crear pececillos de colores en el agua al tocarla con sus manos.
- Pues bien. Su belleza me ha cautivado de tal modo que estoy dispuesto a hacerlo mi esposa. Escribe a tu madrastra y ruégale que, sin pérdida de tiempo, se venga a la capital para preparar todo lo necesario para la boda.
Cuando la viuda leyó el mensaje que le entregó un emisario del rey, no se lo enseñó a su hijastra, sino a su propia hija. Después de celebrar una entrevista con ella se dirigieron a casa de una hechicera que las instruyó en su diabólica arte y dos días más tarde emprendieron la marcha hacia la Corte.
Acompañábalos la hermosa doncella, pero al llegar a la orilla de un lago, la madrastra empujó a la pobre huérfana fuera del coche que las conducía y, pronunciando unas palabras mágicas, escupió tres veces detrás de ella.
Al punto la desventurada doncella empezó a reducirse de tamaño, su rostro se cubrió de plumas y se metamorfoseó en ánade silvestre. Lanzóse entonces al agua y se alejó nadando y dando gritos.
La perversa madrastra la despidió de este modo:
- ¡Cúmplase mi voluntad por obra de mi odio! Nada eternamente por las aguas de este lago, mientras que tu hermanastra, bajo tu envoltura externa, se casa con el rey y se aprovecha de la suerte que estaba destinada para ti.
Inmediatamente el rostro y el cuerpo de la hija tornaron la apariencia hechicera de la huérfana. Las dos mujeres prosiguieron su camino y algunas horas más tarde se hallaban en la capilla de palacio.
El rey acudió a su encuentro, contempló enamorado a la que creía su prometida y ordenó que los casaran al punto, tras lo cual envió a su casa la suegra, cargada de magníficos regalos.
Sin embargo, el regio esposo, cuando, terminada la ceremonia, subió al salón de recepciones para mostrar la nueva soberana a su corte, experimentó una amarga decepción al darse cuenta de que su esposa no le producía la fascinación que sintiera al contemplar su retrato por primera vez.
Pero ya no había remedio. Habíase casado con ella y tenía que atenerse a las consecuencias de su acto impremeditado.
Regocijábase de antemano al pensar que sus cortesanos se llevarían la gran sorpresa cuando la viesen llorar perlas, echar rosas de sus labios al sonreír y formar nubes de pececillos al lavarse las manos.
Mas, he aquí que, durante el festín, al sonreír la reina a su esposo brotaron de su boca legiones de repugnantes batracios.
El rey, asqueado, se apartó bruscamente. Entonces ella se echó a llorar con desconsuelo y un torrente de lagartos inundó la mesa. Al apoyarse en ella para levantarse, metió la mano en un lavafrutas y al instante, infinidad de serpientes venenosas surgieron del agua, silbando amenazadoramente a los convidados y haciéndoles emprender la huída.
El monarca, que había acudido a refugiarse en el jardín, vio allí al huérfano y, enajenado de cólera por creerlo causante de su desgracia, le dio tan fuerte bastonazo en la cabeza que lo dejó muerto en el acto.
La reina acudió sollozando y dijo a su esposo:
-¿Por qué has hecho eso? ¿Qué culpa tenía mi hermano de que yo, por obra de un encantamiento inexplicable, haya perdido la maravillosa gracia de que antes estaba dotada? Este embrujo pasará con el tiempo, pero nadie podrá devolverme ya a mi hermano.
- Perdóname - repuso el rey. Mi furor me hizo ver en él un traidor y no he sido dueño de mí. Ya no se puede reparar lo que he hecho. Te suplico que me perdones como yo te perdono.
- De acuerdo - dijo ella. - Pero te ruego que ordenes que sea enterrado como corresponde al hermano de una reina.
Horas más tarde, el cadáver del pobre huérfano, metido en un riquísimo ataúd de ébano con incrustaciones de oro y plata, descansaba en un suntuoso catafalco colocado en el atrio de la iglesia real.
Desde el atardecer velaba el féretro una guardia de honor, que también escoltaba la entrada del templo, cubierto con enlutadas colgaduras.
Al llegar la medianoche abriéronse silenciosamente las puertas de la iglesia, y de los guardias se apoderó un sueño invencible, quedando dormidos profundamente.
Entró entonces un ánade hembra que llegó hasta el centro del templo sagrado, sacudióse las plumas, de las que se desembarazó una a una, y la huérfana, recobrada su prístina forma, se aproximó al ataúd de su hermano, derramando abundantes lágrimas que se convertían en perlas antes de llegar al suelo.
Después de haber dado rienda suelta a su dolor durante un buen rato, la muchacha se revistió sus plumas y salió tan silenciosamente como había entrado.
Grande fue la sorpresa de los guardias al despertarse y ver la enorme cantidad de perlas diseminadas alrededor del ataúd.
Al día siguiente narraron al monarca el extraño suceso, revelándole el sueño invencible que de ellos se apoderara al llegar la medianoche y las perlas que habían hallado al despertarse, sin saber a ciencia cierta su misteriosa procedencia.
Intrigado, el soberano hizo duplicar la guardia y recomendó especial vigilancia.
Al llegar la medianoche, los soldados se durmieron profundamente. Apareció el ánade, que se despojó de sus plumas y, a pesar de su dolor, el espectáculo extraordinariamente cómico de la guardia dormida arrancó a la pobre huérfana una sonrisa que sembró de perfumadas rosas el suelo del fúnebre lugar. Luego se volvió hacia el cadáver de su hermano y de sus ojos brotaron nuevos torrentes de nacaradas perlas.
Al cabo de un rato revistióse de su blanco plumaje y desapareció.
Despertaron los guardias asombrados, recogieron las rosas y las perlas, y fueron a llevárselas al monarca, que dio orden de aumentar el número de los soldados, amenazándoles con terribles castigos si no conseguían sobreponerse al sueño y observar detalladamente lo que ocurría.
Pero todo fue en vano.
Aquella noche los soldados hallaron, además de las perlas y las rosas, infinidad de pececillos irisados que nadaban en la pila del agua bendita.
Al enterarse el soberano del fracaso de sus soldados, supuso que era un poder sobrenatural lo que obligaba a sus guardias a dormir. La cuarta noche reforzó el número de vigilantes y, no contento con ello, se apostó él mismo detrás del altar mayor, después de disponer frente a él un espejo, para poder observar, sin ser visto, todo cuanto ocurriera.
Abrióse a medianoche la puerta del templo. Los soldados, como heridos por el rayo, dejaron caer sus armas y se desplomaron dormidos. El monarca no separó los ojos del espejo. Vio un ánade salvaje que entró sigilosamente lanzando tímidas miradas a su alrededor. Avanzó hasta la mitad de la nave y, desembarazándose de sus plumas, se convirtió en una hermosísima doncella.
Transportado de júbilo y admiración, el soberano reconoció en ella el original del retrato que viese en manos de su jardinero. Y cuando ella se acercó al féretro en que reposaba el cadáver de su hermano, el monarca salió sigilosamente de su escondite, se lanzó sobre las plumas y las colocó sobre un cirio encendido, provocando una llamarada tan grande que su resplandor despertó a los guardias.
La muchacha, al darse cuento de lo acaecido, corrió hacia el rey, retorciendo desesperadamente sus blancas manos y vertiendo torrentes de perlas.
- ¡Oh, señor! ¿No os dais cuenta? ¿Cómo escaparé ahora de la venganza de mi madrastra que con sus artes de brujería me había transformado en ánade?
Y relató al soberano todo cuanto le había sucedido.
El rey, montado en cólera, ordenó a sus guardias que se apoderaran inmediatamente de la mujer con quien lo habían casado y la expulsaran del país.
A continuación envió mensajeros a caballo para que capturaran a la infame madrastra y la quemaran viva por hechicera, orden que fue ejecutada fielmente al cabo de pocas horas.
Mientras tanto, la huérfana se sacó del pecho tres vejiguitas llenas de tres líquidos distintos que había recogido en las orillas del lago. El primero tenía la virtud de devolver la vida a los cadáveres. Roció con aquella agua a su hermano y, como por encanto, desapareció la rigidez de la muerte, coloreáronse las mejillas y de la herida brotó un chorro de sangre roja y caliente.
Entonces echó la doncella el contenido de la segunda vejiguita sobre la herida, pues aquel líquido tenía la propiedad de curar, y los bordes sanguinolentos se cerraron en el acto, cesando la hemorragia y no quedando más huella del terrible golpe que una leve cicatriz.
Finalmente, la hermosa joven vertió sobre el resucitado el contenido de la tercera vejiguita, que era un agua dotada del don de fortalecer, y su hermano abrió los ojos, dio un salto vigoroso, y, asiendo a su hermana entre sus brazos, empezó a brincar con ella por toda la iglesia, dando gritos de indescriptible alegría.
El rey, exultando de júbilo, estrechó la mano del joven, al que pidió perdón por el golpe que le había dado, luego ofreció el brazo a la doncella y los tres se dirigieron a palacio.
Al día siguiente se celebraron los esponsales con inusitada magnificencia y el cuñado del monarca fue nombrado primer ministro.
Los cuatro vivían bajo el mismo techo, pero los hermanos recibían, como es costumbre en los cuentos, un trato diferente, cosa frecuente entre los hijos que no son de una misma madre.
La hija, que era soberbia, indócil, vanidosa y charlatana, recibía todas las caricias y halagos de la madre, mientras que al hijastro, dotado de nobilísima naturaleza y lleno de la mejor voluntad, lo abrumaba con las más arduas faenas, riñéndole sin cesar y motejándole de holgazán y de inútil.
En cuanto a la hijastra, de belleza peregrina y bondad angelical, la torturaba sin cansancio, calumniándola y haciéndole la vida imposible.
Un domingo por la mañana, poco antes de dirigirse a oír misa, la hijastra se entretuvo un momento en el jardín para hacer unos ramilletes de flores destinados al altar de la Virgen. No había hecho más que cortar algunas rosas, cuando, de repente, percibió un ruido de pasos y, volviendo la cabeza, vio a tres mancebos apuestos y gentiles, vestidos de blanco, que tomaron asiento en un banco.
Casi en el mismo instante apareció un anciano que se dirigió o ellos para pedirles una limosna.
La muchacha, aunque cohibida en el primer momento por la presencia de los tres desconocidos, cuyos albos vestidos irradiaban luz, se repuso enseguida y, haciendo un gesto al anciano para que se acercara, sacó de su escarcelaEspecie de bolsa que pendía de la cintura la última moneda de cobre que le quedaba y se la dio.
El mendigo murmuró algunas frases de agradecimiento, echó en su zurrón la moneda y, extendiendo su mano sobre la cabeza de la hermosa joven, dijo dirigiéndose a los tres mancebos:
- Ya habéis visto que esta huerfanita es tan paciente en la desventura y tan generosa y compasiva con los desvalidos, que no titubea en darles todo cuanto posee. ¿Qué le deseáis como premio a su bondad?
El primero respondió:
- Que cuando llore, sus lágrimas se conviertan en perlas.
El segundo añadió:
- Que al sonreír broten rosas perfumadas de sus labios.
El tercero terminó:
- Que cuando sus manos toquen el agua, nazcan pececillos de todos los colores del Arco Iris.
- Amén - dijo el anciano.
Y los cuatro personajes desaparecieron.
Aunque la muchacha no lo sabía, el anciano y los tres mancebos no eran otros que Dios y tres de sus ángeles.
La hermosa joven corrió alborozada a su casa, pero la madrastra le salió al encuentro y, abofeteándola cruelmente, la apostrofó:
- ¿Dónde te has metido, mala pécora?.
La pobrecita se echó a llorar amargamente. Y he aquí que, en vez de lágrimas, fueron perlas lo que cayeron de sus ojos.
La viuda, sin deponer su injusto enojo, las recogió codiciosamente, provocando la sonrisa de la hijastra, con lo que de sus labios entreabiertos surgió un torrente de perfumadas rosas, que excitaron el entusiasmo de la misma madrastra.
Poco después, la angelical criatura echó agua en un vaso para poner en él las flores recogidas en el jardín. No bien hubo introducido uno de sus delicados deditos en el líquido elemento, cuando el vaso se llenó de policromos pececillos lindísimos y juguetones.
Ante aquel prodigio que se repitió una y otra vez, la madrastra empezó a hacerle preguntas, no tardando en conseguir que la dulce niña le revelara el secreto de lo sucedido en el jardín.
El domingo siguiente la viuda envió a su propia hija a que fuese a cortar flores para hacer un ramillete destinado al altar de la Virgen, dándole al mismo tiempo instrucciones sobre la forma en que debía obrar cuando viese aparecer al anciano y los tres mancebos.
Algunos minutos después de llegar la muchacha al jardín, vio a los tres donceles sentados en el banco. De sus vestidos se escapaba la luz a raudales. Junto a ellos había un anciano con aspecto de mendigo. Ella sacó entonces de su escarcela una moneda de oro, la contempló un instante, y, finalmente, obedeciendo las órdenes de su madre, pero de mala gana, se la arrojó al anciano, que la recogió y se la metió en el zurrón. Inmediatamente se irguió el viejo y dijo a los tres ángeles:
Esta niña mimada es antipática, perversa... Su corazón está seco para las desgracias del prójimo... Bien sabéis la causa de su poco espontánea generosidad de hoy. ¿Qué don os parece bien que le otorgue?
El primero respondió:
- Que sus lágrimas se conviertan en lagartos.
El segundo añadió:
- Que al sonreír salgan horribles sapos de su boca.
Y el tercero terminó:
- Que al tocar su mano el agua nazcan en ésta serpientes venenosas.
- Amén - dijo el anciano.
Y al instante desaparecieron.
Aterrorizada la muchacha se dirigió a su casa para comunicar a su madre lo ocurrido. Intentó sonreír para tranquilizar a su madre que la miraba sobresaltada, pero al punto salieron montones de sapos horribles de su boca. Saltáronsele las lágrimas y éstas se convirtieron en lagartos. Y, cuando fue a lavarse el rostro demudado, el agua se llenó de serpientes venenosas.
Con esto, el odio de la madrastra hacia sus hijastros creció de punto, aumentando sus malos tratos de palabra y obra de tal modo, que el joven desesperado, se despidió un día de su hermana y se marchó de la casa en busca de fortuna. Dirigióse en primer lugar a la iglesia para invocar la protección del Todopoderoso, luego fuése al cementerio y, ante la tumba de sus padres, oró largo rato, vertiendo amargas lágrimas. Después de besar tres veces la tierra santa que cubría los mortales despojos, se levantó y se dispuso a iniciar la marcha.
En aquel mismo instante sus manos tocaron entre los pliegues de su capa un objeto extraño. Lo sacó a la luz y pudo ver que se trataba de un retrato en miniatura de su hermana en la que aparecía su maravilloso rostro orlado de perlas, rosas y, pececillos de todos colores.
Trémulo, besó el retrato, echó una postrera mirada al cementerio, se santiguó y salió.
Al cabo de muchos días de camino, llegó nuestro héroe a la capital del reino, entrando al servicio del rey en calidad de jardinero. En sus momentos de ocio sentábase a la orilla de un riachuelo, bajo la sombra de un sauce, y allí sacaba el retrato, besándolo con frenesí y derramando lágrimas abundantes.
Cierto dio lo vio el rey, que se acercó sigilosamente, observó sus movimientos, y, abalanzándose sobre él, le arrebató el retrato.
Después de contemplarlo un momento, exclamó enardecido:
- ¿Es tu novia esta divina doncella?
- ¡Oh, no, Majestad! - respondió el muchacho, asustado. - Es mi hermana. Dios le concedió la gracia de verter perlas en vez de lágrimas, engendrar rosas al sonreír y crear pececillos de colores en el agua al tocarla con sus manos.
- Pues bien. Su belleza me ha cautivado de tal modo que estoy dispuesto a hacerlo mi esposa. Escribe a tu madrastra y ruégale que, sin pérdida de tiempo, se venga a la capital para preparar todo lo necesario para la boda.
Cuando la viuda leyó el mensaje que le entregó un emisario del rey, no se lo enseñó a su hijastra, sino a su propia hija. Después de celebrar una entrevista con ella se dirigieron a casa de una hechicera que las instruyó en su diabólica arte y dos días más tarde emprendieron la marcha hacia la Corte.
Acompañábalos la hermosa doncella, pero al llegar a la orilla de un lago, la madrastra empujó a la pobre huérfana fuera del coche que las conducía y, pronunciando unas palabras mágicas, escupió tres veces detrás de ella.
Al punto la desventurada doncella empezó a reducirse de tamaño, su rostro se cubrió de plumas y se metamorfoseó en ánade silvestre. Lanzóse entonces al agua y se alejó nadando y dando gritos.
La perversa madrastra la despidió de este modo:
- ¡Cúmplase mi voluntad por obra de mi odio! Nada eternamente por las aguas de este lago, mientras que tu hermanastra, bajo tu envoltura externa, se casa con el rey y se aprovecha de la suerte que estaba destinada para ti.
Inmediatamente el rostro y el cuerpo de la hija tornaron la apariencia hechicera de la huérfana. Las dos mujeres prosiguieron su camino y algunas horas más tarde se hallaban en la capilla de palacio.
El rey acudió a su encuentro, contempló enamorado a la que creía su prometida y ordenó que los casaran al punto, tras lo cual envió a su casa la suegra, cargada de magníficos regalos.
Sin embargo, el regio esposo, cuando, terminada la ceremonia, subió al salón de recepciones para mostrar la nueva soberana a su corte, experimentó una amarga decepción al darse cuenta de que su esposa no le producía la fascinación que sintiera al contemplar su retrato por primera vez.
Pero ya no había remedio. Habíase casado con ella y tenía que atenerse a las consecuencias de su acto impremeditado.
Regocijábase de antemano al pensar que sus cortesanos se llevarían la gran sorpresa cuando la viesen llorar perlas, echar rosas de sus labios al sonreír y formar nubes de pececillos al lavarse las manos.
Mas, he aquí que, durante el festín, al sonreír la reina a su esposo brotaron de su boca legiones de repugnantes batracios.
El rey, asqueado, se apartó bruscamente. Entonces ella se echó a llorar con desconsuelo y un torrente de lagartos inundó la mesa. Al apoyarse en ella para levantarse, metió la mano en un lavafrutas y al instante, infinidad de serpientes venenosas surgieron del agua, silbando amenazadoramente a los convidados y haciéndoles emprender la huída.
El monarca, que había acudido a refugiarse en el jardín, vio allí al huérfano y, enajenado de cólera por creerlo causante de su desgracia, le dio tan fuerte bastonazo en la cabeza que lo dejó muerto en el acto.
La reina acudió sollozando y dijo a su esposo:
-¿Por qué has hecho eso? ¿Qué culpa tenía mi hermano de que yo, por obra de un encantamiento inexplicable, haya perdido la maravillosa gracia de que antes estaba dotada? Este embrujo pasará con el tiempo, pero nadie podrá devolverme ya a mi hermano.
- Perdóname - repuso el rey. Mi furor me hizo ver en él un traidor y no he sido dueño de mí. Ya no se puede reparar lo que he hecho. Te suplico que me perdones como yo te perdono.
- De acuerdo - dijo ella. - Pero te ruego que ordenes que sea enterrado como corresponde al hermano de una reina.
Horas más tarde, el cadáver del pobre huérfano, metido en un riquísimo ataúd de ébano con incrustaciones de oro y plata, descansaba en un suntuoso catafalco colocado en el atrio de la iglesia real.
Desde el atardecer velaba el féretro una guardia de honor, que también escoltaba la entrada del templo, cubierto con enlutadas colgaduras.
Al llegar la medianoche abriéronse silenciosamente las puertas de la iglesia, y de los guardias se apoderó un sueño invencible, quedando dormidos profundamente.
Entró entonces un ánade hembra que llegó hasta el centro del templo sagrado, sacudióse las plumas, de las que se desembarazó una a una, y la huérfana, recobrada su prístina forma, se aproximó al ataúd de su hermano, derramando abundantes lágrimas que se convertían en perlas antes de llegar al suelo.
Después de haber dado rienda suelta a su dolor durante un buen rato, la muchacha se revistió sus plumas y salió tan silenciosamente como había entrado.
Grande fue la sorpresa de los guardias al despertarse y ver la enorme cantidad de perlas diseminadas alrededor del ataúd.
Al día siguiente narraron al monarca el extraño suceso, revelándole el sueño invencible que de ellos se apoderara al llegar la medianoche y las perlas que habían hallado al despertarse, sin saber a ciencia cierta su misteriosa procedencia.
Intrigado, el soberano hizo duplicar la guardia y recomendó especial vigilancia.
Al llegar la medianoche, los soldados se durmieron profundamente. Apareció el ánade, que se despojó de sus plumas y, a pesar de su dolor, el espectáculo extraordinariamente cómico de la guardia dormida arrancó a la pobre huérfana una sonrisa que sembró de perfumadas rosas el suelo del fúnebre lugar. Luego se volvió hacia el cadáver de su hermano y de sus ojos brotaron nuevos torrentes de nacaradas perlas.
Al cabo de un rato revistióse de su blanco plumaje y desapareció.
Despertaron los guardias asombrados, recogieron las rosas y las perlas, y fueron a llevárselas al monarca, que dio orden de aumentar el número de los soldados, amenazándoles con terribles castigos si no conseguían sobreponerse al sueño y observar detalladamente lo que ocurría.
Pero todo fue en vano.
Aquella noche los soldados hallaron, además de las perlas y las rosas, infinidad de pececillos irisados que nadaban en la pila del agua bendita.
Al enterarse el soberano del fracaso de sus soldados, supuso que era un poder sobrenatural lo que obligaba a sus guardias a dormir. La cuarta noche reforzó el número de vigilantes y, no contento con ello, se apostó él mismo detrás del altar mayor, después de disponer frente a él un espejo, para poder observar, sin ser visto, todo cuanto ocurriera.
Abrióse a medianoche la puerta del templo. Los soldados, como heridos por el rayo, dejaron caer sus armas y se desplomaron dormidos. El monarca no separó los ojos del espejo. Vio un ánade salvaje que entró sigilosamente lanzando tímidas miradas a su alrededor. Avanzó hasta la mitad de la nave y, desembarazándose de sus plumas, se convirtió en una hermosísima doncella.
Transportado de júbilo y admiración, el soberano reconoció en ella el original del retrato que viese en manos de su jardinero. Y cuando ella se acercó al féretro en que reposaba el cadáver de su hermano, el monarca salió sigilosamente de su escondite, se lanzó sobre las plumas y las colocó sobre un cirio encendido, provocando una llamarada tan grande que su resplandor despertó a los guardias.
La muchacha, al darse cuento de lo acaecido, corrió hacia el rey, retorciendo desesperadamente sus blancas manos y vertiendo torrentes de perlas.
- ¡Oh, señor! ¿No os dais cuenta? ¿Cómo escaparé ahora de la venganza de mi madrastra que con sus artes de brujería me había transformado en ánade?
Y relató al soberano todo cuanto le había sucedido.
El rey, montado en cólera, ordenó a sus guardias que se apoderaran inmediatamente de la mujer con quien lo habían casado y la expulsaran del país.
A continuación envió mensajeros a caballo para que capturaran a la infame madrastra y la quemaran viva por hechicera, orden que fue ejecutada fielmente al cabo de pocas horas.
Mientras tanto, la huérfana se sacó del pecho tres vejiguitas llenas de tres líquidos distintos que había recogido en las orillas del lago. El primero tenía la virtud de devolver la vida a los cadáveres. Roció con aquella agua a su hermano y, como por encanto, desapareció la rigidez de la muerte, coloreáronse las mejillas y de la herida brotó un chorro de sangre roja y caliente.
Entonces echó la doncella el contenido de la segunda vejiguita sobre la herida, pues aquel líquido tenía la propiedad de curar, y los bordes sanguinolentos se cerraron en el acto, cesando la hemorragia y no quedando más huella del terrible golpe que una leve cicatriz.
Finalmente, la hermosa joven vertió sobre el resucitado el contenido de la tercera vejiguita, que era un agua dotada del don de fortalecer, y su hermano abrió los ojos, dio un salto vigoroso, y, asiendo a su hermana entre sus brazos, empezó a brincar con ella por toda la iglesia, dando gritos de indescriptible alegría.
El rey, exultando de júbilo, estrechó la mano del joven, al que pidió perdón por el golpe que le había dado, luego ofreció el brazo a la doncella y los tres se dirigieron a palacio.
Al día siguiente se celebraron los esponsales con inusitada magnificencia y el cuñado del monarca fue nombrado primer ministro.
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