Hace ya muchos, muchísimos años, había un pastorcillo que apacentaba sus ovejas en lo más intrincado de un bosque espesísimo.
De repente oyó un silbido espantoso y, encaminándose hacia el lugar de donde procedía, percibió una hoguera sobre la cual se retorcía una serpiente que, al ver acercarse al jovenzuelo, le rogó encarecidamente que la salvara.
El pastor, sin pensarlo dos veces, alargó su cayado y el reptil ascendió por él, llegando hasta el cuello de su salvador, donde se enroscó con fuerza terrible.
- ¿Es esa la forma que tienes de recompensarme por haberte salvado la vida? - exclamó el pastorcillo.
- No tengas miedo. No pienso hacerte mal alguno, sino todo lo contrario. Llévame a la casa de mi padre, el rey de las serpientes, y te lo demostraré.
Obedeció el zagal de mala gana y al cabo de muchos días de andar, atravesando montes, bosques y ríos, llegó ante la puerta de una caverna donde infinidad de serpientes, formando una tupida cortina, vedaban la entrada.
El ofidio enroscado al cuello del pastorcillo emitió un tenue silbido y las serpientes guardianas se destrenzaron, descubriendo la entrada de la cueva.
- Antes de penetrar aquí - dijo al muchacho - te voy a dar un consejo. Cuando mi padre te ofrezca oro y plata, y la satisfacción inmediata de todos tus deseos, respóndele que no quieres mas que comprender el lenguaje de los animales.
- Así lo haré - respondió el pastor de mala gana.
El rey de las serpientes preguntó a su retoño el motivo de su prolongada ausencia y ésta le relató lo ocurrido, declarando que debía la vida a la intervención del pastorcillo.
- Hijo mío - dijo entonces el soberano, dirigiéndose al pastor, - ¿qué recompensa deseas por haberme devuelto a mi hija?
- Mi mayor anhelo sería poder comprender el lenguaje de los animales - respondió sin vacilar el muchacho.
Trató el monarca de disuadirle de aquella idea, afirmando que era peligroso, pero, viendo que persistía tenazmente en su decisión, le sopló tres veces en la boca, ordenándole que hiciera lo mismo con él y a continuación le dijo:
- Tu deseo está satisfecho; pero has de procurar no revelárselo a nadie, porque si lo hicieses morirías.
Volvió el pastor a su rebaño, tendiéndose en el suelo para descansar. Vio entonces venir volando dos cornejas que, posándose en las ramas de una encina, empezaron a charlar animadamente.
- Si ese zagalillo supiera que en el mismo lugar donde está tendido ese cordero negro hay oculto un gran tesoro, lo desenterraría y se haría rico,
Cuando las cornejas se hubieron marchado, el pastorcillo se apresuró a cavar en el lugar donde había estado tendido el cordero negro y sacó un arca llena de monedas de oro hasta rebosar.
Ya rico, convertido en uno de los más opulentos propietarios de la comarca, obsequió a sus pastores y aparceros en la noche de San Esteban con un espléndido banquete, mientras él se iba a guardar los rebaños para relevar a sus servidores.
De pronto oyó en la oscuridad la voz de un lobo que decía a otro:
- ¿Vamos a comernos un par de corderos?
Los perros guardadores del ganado le respondieron aullando:
- ¡Venid, venid, nosotros también participaremos del festín!
Únicamente uno de los canes, ya viejo y sin
dientes, declaró:
- Mientras yo viva no permitiré que perjudiquéis los intereses de nuestro amo.
Y esto diciendo se lanzó denodadamente sobre los lobos. El ex pastor contribuyó también a ahuyentar a los feroces animales enarbolando su cayado. Luego, acarició al viejo mastín y se echó a dormir.
A la mañana siguiente ordenó a sus criados que mataran a todos los perros, con excepción del más viejo y fiel, obedeciéndole los servidores con profunda pena, pues eran verdaderamente magníficos.
Poco después, cuando el rico propietario se encaminaba a su casa en compañía de su esposa, el caballo en que aquél cabalgaba, que iba al trote, le dijo a la yegua que conducía a la mujer:
- ¿Por qué vas con ese paso tan cansino?
- Porque mientras tú no llevas más peso que el de nuestro amo, yo llevo el de su mujer, su hijo y mi potro.
Al oír esto, el buen hombre no pudo contener la carcajada. Su esposa, llena de curiosidad, preguntó al marido la causa de aquella repentina hilaridad,
- No es nada - respondió él. - Es que me he acordado de pronto de un chascarrillo que tiene mucha gracia.
La mujer se empeñó entonces en que se lo refiriera, pero él, que carecía de imaginación, no pudo forjar ninguna historieta divertida, despertando las sospechas de la esposa, que continuó martirizándole durante todo el trayecto, y aun después de llegar al hogar, para que le revelara lo que le había hecho reír de tan buena gana.
Finalmente, el hombre le confesó que si le descubriera lo ocurrido moriría en el acto.
- ¡Ah! - respondió ella, pensativa. - No sabía que se tratara de una cosa tan grave.
Pero al cabo de un momento de reflexión, la curiosidad pudo en ella más que el amor de esposa y añadió:
- Dímelo aunque te mueras.
En vano quiso el labrador eludir la respuesta; ella continuó porfiando para saber el misterio.
Con el fin de ganar tiempo, y ver si ella se arrepentía y desistía de su peligrosa curiosidad, el esposo ordenó abrir una fosa para él y cuando la tuvo hecha, descendió a ella y gritó a su mujer:
- Baja aquí conmigo; pero he de advertirte por última vez que, tan pronto como satisfaga ese deseo tuyo, caeré muerto a tus pies, como herido por el rayo.
A continuación miró por vez postrera en toro suyo, y, al ver al viejo mastín, que acababa de regresar acompañando al rebaño, rogó a su esposa que le diera un trozo de pan.
El fiel perro, sin conceder una ojeada al pan, se echó a llorar desconsolado.
El gallo de la casa, al ver el poco caso que el perro hacía al pan, acudió corriendo y empezó a picotearlo con gran satisfacción.
- ¿Cómo te atreves a comer, cuando nuestro amo está a punto de morir? - preguntó el perro, enojado, al gallo.
- Si muere es por tonto - replicó éste. - Yo tengo decenas de mujeres y si cae en el corral un grano de maíz o un trozo de pan, soy yo siempre quien se lo come, de grado o por fuerza. Cuando alguna de ellas se insolenta, le caliento la cresta a picotazos y ya no vuelve a replicar. De este modo las tengo siempre más suaves que un guante. Sin embargo, nuestro amo se deja avasallar por una sola. Bien merece lo que le espera.
Al oír estas palabras, el marido dio un salto de la fosa, fue corriendo a su casa ante el asombro de su esposa, recogió su cayado, y dio tan formidable tunda a la mujer, por curiosa y falta de corazón, que ya no le quedaron a ésta alientos para volver a preguntar el motivo de su risa.
De repente oyó un silbido espantoso y, encaminándose hacia el lugar de donde procedía, percibió una hoguera sobre la cual se retorcía una serpiente que, al ver acercarse al jovenzuelo, le rogó encarecidamente que la salvara.
El pastor, sin pensarlo dos veces, alargó su cayado y el reptil ascendió por él, llegando hasta el cuello de su salvador, donde se enroscó con fuerza terrible.
- ¿Es esa la forma que tienes de recompensarme por haberte salvado la vida? - exclamó el pastorcillo.
- No tengas miedo. No pienso hacerte mal alguno, sino todo lo contrario. Llévame a la casa de mi padre, el rey de las serpientes, y te lo demostraré.
Obedeció el zagal de mala gana y al cabo de muchos días de andar, atravesando montes, bosques y ríos, llegó ante la puerta de una caverna donde infinidad de serpientes, formando una tupida cortina, vedaban la entrada.
El ofidio enroscado al cuello del pastorcillo emitió un tenue silbido y las serpientes guardianas se destrenzaron, descubriendo la entrada de la cueva.
- Antes de penetrar aquí - dijo al muchacho - te voy a dar un consejo. Cuando mi padre te ofrezca oro y plata, y la satisfacción inmediata de todos tus deseos, respóndele que no quieres mas que comprender el lenguaje de los animales.
- Así lo haré - respondió el pastor de mala gana.
El rey de las serpientes preguntó a su retoño el motivo de su prolongada ausencia y ésta le relató lo ocurrido, declarando que debía la vida a la intervención del pastorcillo.
- Hijo mío - dijo entonces el soberano, dirigiéndose al pastor, - ¿qué recompensa deseas por haberme devuelto a mi hija?
- Mi mayor anhelo sería poder comprender el lenguaje de los animales - respondió sin vacilar el muchacho.
Trató el monarca de disuadirle de aquella idea, afirmando que era peligroso, pero, viendo que persistía tenazmente en su decisión, le sopló tres veces en la boca, ordenándole que hiciera lo mismo con él y a continuación le dijo:
- Tu deseo está satisfecho; pero has de procurar no revelárselo a nadie, porque si lo hicieses morirías.
Volvió el pastor a su rebaño, tendiéndose en el suelo para descansar. Vio entonces venir volando dos cornejas que, posándose en las ramas de una encina, empezaron a charlar animadamente.
- Si ese zagalillo supiera que en el mismo lugar donde está tendido ese cordero negro hay oculto un gran tesoro, lo desenterraría y se haría rico,
Cuando las cornejas se hubieron marchado, el pastorcillo se apresuró a cavar en el lugar donde había estado tendido el cordero negro y sacó un arca llena de monedas de oro hasta rebosar.
Ya rico, convertido en uno de los más opulentos propietarios de la comarca, obsequió a sus pastores y aparceros en la noche de San Esteban con un espléndido banquete, mientras él se iba a guardar los rebaños para relevar a sus servidores.
De pronto oyó en la oscuridad la voz de un lobo que decía a otro:
- ¿Vamos a comernos un par de corderos?
Los perros guardadores del ganado le respondieron aullando:
- ¡Venid, venid, nosotros también participaremos del festín!
Únicamente uno de los canes, ya viejo y sin
dientes, declaró:
- Mientras yo viva no permitiré que perjudiquéis los intereses de nuestro amo.
Y esto diciendo se lanzó denodadamente sobre los lobos. El ex pastor contribuyó también a ahuyentar a los feroces animales enarbolando su cayado. Luego, acarició al viejo mastín y se echó a dormir.
A la mañana siguiente ordenó a sus criados que mataran a todos los perros, con excepción del más viejo y fiel, obedeciéndole los servidores con profunda pena, pues eran verdaderamente magníficos.
Poco después, cuando el rico propietario se encaminaba a su casa en compañía de su esposa, el caballo en que aquél cabalgaba, que iba al trote, le dijo a la yegua que conducía a la mujer:
- ¿Por qué vas con ese paso tan cansino?
- Porque mientras tú no llevas más peso que el de nuestro amo, yo llevo el de su mujer, su hijo y mi potro.
Al oír esto, el buen hombre no pudo contener la carcajada. Su esposa, llena de curiosidad, preguntó al marido la causa de aquella repentina hilaridad,
- No es nada - respondió él. - Es que me he acordado de pronto de un chascarrillo que tiene mucha gracia.
La mujer se empeñó entonces en que se lo refiriera, pero él, que carecía de imaginación, no pudo forjar ninguna historieta divertida, despertando las sospechas de la esposa, que continuó martirizándole durante todo el trayecto, y aun después de llegar al hogar, para que le revelara lo que le había hecho reír de tan buena gana.
Finalmente, el hombre le confesó que si le descubriera lo ocurrido moriría en el acto.
- ¡Ah! - respondió ella, pensativa. - No sabía que se tratara de una cosa tan grave.
Pero al cabo de un momento de reflexión, la curiosidad pudo en ella más que el amor de esposa y añadió:
- Dímelo aunque te mueras.
En vano quiso el labrador eludir la respuesta; ella continuó porfiando para saber el misterio.
Con el fin de ganar tiempo, y ver si ella se arrepentía y desistía de su peligrosa curiosidad, el esposo ordenó abrir una fosa para él y cuando la tuvo hecha, descendió a ella y gritó a su mujer:
- Baja aquí conmigo; pero he de advertirte por última vez que, tan pronto como satisfaga ese deseo tuyo, caeré muerto a tus pies, como herido por el rayo.
A continuación miró por vez postrera en toro suyo, y, al ver al viejo mastín, que acababa de regresar acompañando al rebaño, rogó a su esposa que le diera un trozo de pan.
El fiel perro, sin conceder una ojeada al pan, se echó a llorar desconsolado.
El gallo de la casa, al ver el poco caso que el perro hacía al pan, acudió corriendo y empezó a picotearlo con gran satisfacción.
- ¿Cómo te atreves a comer, cuando nuestro amo está a punto de morir? - preguntó el perro, enojado, al gallo.
- Si muere es por tonto - replicó éste. - Yo tengo decenas de mujeres y si cae en el corral un grano de maíz o un trozo de pan, soy yo siempre quien se lo come, de grado o por fuerza. Cuando alguna de ellas se insolenta, le caliento la cresta a picotazos y ya no vuelve a replicar. De este modo las tengo siempre más suaves que un guante. Sin embargo, nuestro amo se deja avasallar por una sola. Bien merece lo que le espera.
Al oír estas palabras, el marido dio un salto de la fosa, fue corriendo a su casa ante el asombro de su esposa, recogió su cayado, y dio tan formidable tunda a la mujer, por curiosa y falta de corazón, que ya no le quedaron a ésta alientos para volver a preguntar el motivo de su risa.
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