Un criado y una criada contrajeron matrimonio, comprando con el poco dinero que habían conseguido ahorrar, a fuerza de privaciones el marido y a fuerza de sisas la mujer, una casita y un trozo de prado y otro de terreno para cultivar, disponiéndose a vivir felices y contentos con tan reducida propiedad,
A pesar de que eran honrados y laboriosos, el bienestar no acudía a su hogar, aunque ambos se conformaban con bien poco, agradeciendo a Dios fervientemente sus pequeñas bondades y rogándole diariamente que acudiera en su auxilio.
Un día, cuando la mujer, después del trabajo de la tarde, volvió a casa y empezó a remover las cenizas para encender el fuego, encontró entre aquéllas un duendecillo que dormía apaciblemente.
Ya había oído decir repetidas veces que un duendecillo traía suerte, por lo que lo llevó cuidadosamente a su propio lecho y lo acostó, arropándolo amorosamente.
Tan pronto como llegó su esposo, le contó lo sucedido y lo condujo a que viese el duendecillo, dormido aún.
El ex criado quedó asombrado pues jamás había tenido ocasión de ver una criatura tan minúscula.
Al cabo de algunas horas el extraño ser se despertó. Los dos esposos lo sentaron entonces a la mesa con ellos y le dieron un dedalito lleno de leche con sopas, tras lo cual la mujer lo volvió a llevar al lecho que había preparado expresamente para él, con el objeto de que pudiese pasar la noche cómodo y blando.
Cuando a la mañana siguiente se despertó el matrimonio, observaron que el duendecillo había desaparecido, por lo que quedaron compungidos, preguntándose extrañados qué motivos podían haber dado a la liliputiense criatura para que los abandonara sin decir nada.
Pero he aquí que, al ir la mujer al establo para ordeñar la vaca, vio que se le habían adelantado, y, que en vez del acostumbrado cubo de leche, habían sacado de las ubres del doméstico animal nada menos que tres cubos bien repletos.
La gallina empezó a cacarear en su nido. Acudió presurosa la mujer y se dio cuenta de que había puesto cinco huevos en vez de uno solo como era su hábito.
Inmediatamente fue a contárselo a su marido, éste le respondió:
- Todo eso es obra del duendecillo. Es su modo de agradecer nuestra buena acción.
La suerte entró a raudales en aquella casa. Todo cuanto emprendían obtenía un éxito insospechado, doblando y hasta triplicando el dinero que arriesgaban en su empresa, convirtiéndose, al cabo de algún tiempo, en granjeros acomodados.
Todas las noches llegaba el duendecillo, sentábase a la mesa con ellos, comíase sus sopitas de leche, se acostaba en su linda camita y a la mañana siguiente desaparecía como por ensalmo.
Cuando los felices esposos lograron reunir dinero bastante, se construyeron una casa mucho más grande, adquirieron un gran jardín, mucho más terreno de labor, prados y animales domésticos y tomaron a su servicio varios criados y doncellas.
En el momento en que se disponían a trasladar los muebles a la nueva casa, saltó el duendecillo al carro en que los transportaban y empezó a cantar:
- Nos vamos a un gran palacio
desde una humilde cabaña.
¡Oh, bueyes, andad despacio,
que la suerte os acompaña!
Todo le fue bien a la feliz pareja en su nuevo hogar. Tuvieron todo cuanto desearon, cada día aumentaban sus ingresos. Y durante las noches, el agradecido duendecillo iba a tomarse sus sopitas de leche en la misma mesa en que ellos cenaban y de allí se dirigía a su minúsculo lecho construido por la mujer, viviendo con ellos contento y alegre hasta el fin de sus días.
A pesar de que eran honrados y laboriosos, el bienestar no acudía a su hogar, aunque ambos se conformaban con bien poco, agradeciendo a Dios fervientemente sus pequeñas bondades y rogándole diariamente que acudiera en su auxilio.
Un día, cuando la mujer, después del trabajo de la tarde, volvió a casa y empezó a remover las cenizas para encender el fuego, encontró entre aquéllas un duendecillo que dormía apaciblemente.
Ya había oído decir repetidas veces que un duendecillo traía suerte, por lo que lo llevó cuidadosamente a su propio lecho y lo acostó, arropándolo amorosamente.
Tan pronto como llegó su esposo, le contó lo sucedido y lo condujo a que viese el duendecillo, dormido aún.
El ex criado quedó asombrado pues jamás había tenido ocasión de ver una criatura tan minúscula.
Al cabo de algunas horas el extraño ser se despertó. Los dos esposos lo sentaron entonces a la mesa con ellos y le dieron un dedalito lleno de leche con sopas, tras lo cual la mujer lo volvió a llevar al lecho que había preparado expresamente para él, con el objeto de que pudiese pasar la noche cómodo y blando.
Cuando a la mañana siguiente se despertó el matrimonio, observaron que el duendecillo había desaparecido, por lo que quedaron compungidos, preguntándose extrañados qué motivos podían haber dado a la liliputiense criatura para que los abandonara sin decir nada.
Pero he aquí que, al ir la mujer al establo para ordeñar la vaca, vio que se le habían adelantado, y, que en vez del acostumbrado cubo de leche, habían sacado de las ubres del doméstico animal nada menos que tres cubos bien repletos.
La gallina empezó a cacarear en su nido. Acudió presurosa la mujer y se dio cuenta de que había puesto cinco huevos en vez de uno solo como era su hábito.
Inmediatamente fue a contárselo a su marido, éste le respondió:
- Todo eso es obra del duendecillo. Es su modo de agradecer nuestra buena acción.
La suerte entró a raudales en aquella casa. Todo cuanto emprendían obtenía un éxito insospechado, doblando y hasta triplicando el dinero que arriesgaban en su empresa, convirtiéndose, al cabo de algún tiempo, en granjeros acomodados.
Todas las noches llegaba el duendecillo, sentábase a la mesa con ellos, comíase sus sopitas de leche, se acostaba en su linda camita y a la mañana siguiente desaparecía como por ensalmo.
Cuando los felices esposos lograron reunir dinero bastante, se construyeron una casa mucho más grande, adquirieron un gran jardín, mucho más terreno de labor, prados y animales domésticos y tomaron a su servicio varios criados y doncellas.
En el momento en que se disponían a trasladar los muebles a la nueva casa, saltó el duendecillo al carro en que los transportaban y empezó a cantar:
- Nos vamos a un gran palacio
desde una humilde cabaña.
¡Oh, bueyes, andad despacio,
que la suerte os acompaña!
Todo le fue bien a la feliz pareja en su nuevo hogar. Tuvieron todo cuanto desearon, cada día aumentaban sus ingresos. Y durante las noches, el agradecido duendecillo iba a tomarse sus sopitas de leche en la misma mesa en que ellos cenaban y de allí se dirigía a su minúsculo lecho construido por la mujer, viviendo con ellos contento y alegre hasta el fin de sus días.
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