sábado, 4 de febrero de 2012

El grano de trigo "cuento bohemio"

Érase una vez un niño muy pobre que, a la muerte de su madre, no recibió de ella en herencia más que un minúsculo grano de trigo. Huérfano y solo en el mundo, decidió el infeliz muchacho abandonar la aldea que le vio nacer en busca de fortuna, para lo cual, después de meter el granito de trigo en una bolsa, fuése al cementerio a rezar sobre la tumba de sus padres y emprendió la marcha lleno de esperanzas y casi muerto de hambre.
Ya había recorrido un buen trecho cuando se encontró con un anciano tocado de amplísimo sombrero y cubierto con una capa gris, que le pareció una excelente persona, por lo que le saludó amablemente diciendo:
- Dios os guarde, abuelo.
El viejo le respondió:
- Igualmente, hijo mío, ¿A dónde te diriges?
- Adonde me lleven los pies, buen anciano. No tengo a nadie en este mundo y voy en busca de fortuna. ¿Quiere decirme, si no le molesta, si cree probable que alguien me robe lo que llevo en esta bolsita, que es todo cuando he heredado de mi pobre madre?
- ¿Qué es? - preguntó con gran interés, el anciano.
- Un grano de trigo.
El viejo sonrió; acarició paternalmente al muchacho y contestó:
- No tengas miedo, hijo mío. Lo perderás varias veces, pero saldrás beneficiado en todas ellas.
El muchacho continuó, pensativo, su camino y llegar la noche se encontró frente a la casa de un campesino acomodado. Llamó a la puerta y cuando la esposa del dueño acudió a abrir, le pidió autorización para pasar la noche en el granero.
Concediósele de buena gana lo que solicitaba. El mismo labriego lo acompañó hasta su dormitorio. Cuando el muchacho se estaba desnudando, sacó la bolsita en que llevaba el grano de trigo y, poniéndola en la ventana, dijo al rústico.
- Aquí dentro está todo cuanto poseo en este mundo, buen hombre. ¿No habrá cuidado de que me lo roben? Lamentaría mucho perderlo.
- Duérmete tranquilo, hijo mío. En mi casa no hay ladrones.
Pero a la mañana siguiente, cuando el sol acarició la ventana con sus rayos de fuego, un hermoso gallo, atraído por el brillo de la bolsa, saltó al alféizar y empezó a picotearla.
A los pocos instantes había conseguido abrirla y el grano de trigo pasó en un momento a su buche.
El muchacho, que se había despertado y pudo sorprender al gallo cuando se tragaba su herencia, empezó a gritar con todas sus fuerzas:
- ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
A sus voces acudió el labriego, que le pregunto:
- ¿Qué ha sucedido?
- Que el gallo me ha robado mi fortuna y se la ha tragado - respondió el niño llorando.
El campesino lo acarició y le dijo:
- Seca tus lágrimas. Puesto que el gallo tiene tu propiedad en la barriga, tuyo es.
El niño cesó de llorar, cogió el gallo, alegremente, y prosiguió su camino dando brincos de júbilo.
Al anochecer llegó a una aldea y pidió asilo en una posada. El posadero, después de darle de cenar, le condujo al establo, acondicionándolo un montón de heno para que durmiera.
El huérfano ató las patas al gallo para que no se escapara, lo colocó en un rincón y dijo al posadero:
- Esta ave es todo cuanto poseo en este mundo, señor. ¿No habrá miedo de que me la roben?.
- Nada de eso, hijo mío - repuso el buen hombre, sonriendo. - En mi posada no puede sucederte nada malo.
Sin embargo mientras que el niño dormía, el gallo se debatió tan enérgicamente que consiguió libertarse de sus ligaduras, dirigiéndose inmediatamente al corral a buscar alimento.
Un cerdo que tenía el posadero en el patio, al distinguir el gallo, se abalanzó sobre él y sin darle tiempo a huir lo mató de un mordisco.
Cuando a la mañana siguiente se levantó el muchacho y vio a su gallo rígido inmóvil, con la cabeza medio destrozada, adivinó lo sucedido y se echó a llorar amargamente.
El posadero acudió al oír sus lamentos.
- ¿Qué ha sucedido? - le preguntó.
- Que vuestro cerdo ha asesinado a mi gallo - respondió el niño sin dejar de llorar.
- Seca tus lágrimas, hijo mío - repuso el bondadoso hombre; - puesto que el cerdo ha causado la muerte de tu gallo, tuyo es.
Y esto diciendo, ató una cuerda a la pata delantera del puerco y se la entregó al niño, añadiendo:
- Llévatelo y que Dios te acompañe.
Enajenado de gozo por su buena suerte, el niño prosiguió su camino, llegando al cabo de muchas horas de viaje a una hermosa casa de campo, en la cual pidió albergue.
Recibióle el propietario cariñosamente y, cuando después de haberle dado de cenar, lo acompañó a la habitación que le había destinado, el niño le dijo:
- Este cerdo que habéis visto, señor, constituye toda mi fortuna ¿No habrá miedo de que me lo roben?
- Nada de eso - respondió el granjero. - Duerme tranquilo que en mi granja no puede sucederte nada malo.
Pero, a la mañana siguiente, una vaca traviesa que descubrió al cerdo atado en un rincón del establo, se lanzó sobre él y lo acribilló a cornadas.
Cuando se despertó el pobre muchacho y fue a dar los buenos días a su cerdo, comprobó espantado que su querido animal estaba muerto.
Sus gritos desesperados desvelaron al granjero, que acudió corriendo a preguntar qué sucedía.
- Mirad, señor, lo que ha hecho vuestra vaca - díjole el zagal vertiendo amargas lágrimas. - Bien, bien - repuso el buen hombre. - No llores. Puesto que mi vaca ha asesinado traidoramente a tu indefenso cerdo, tómala, tuya es.
Y así diciendo ató la vaca por los cuernos con una cuerda y entregó el otro extremo al muchacho, diciéndole:
- Llévatela y buena suerte.
El muchacho continuó su camino cantando alegremente, seguido por la vaca que lo miraba con sus dulces ojos, como si no hubiera hecho nada malo en toda su vida,
Al atardecer llegó a las puertas de un castillo, donde rogó que le permitieron pasar la noche, petición que le fue concedida en el acto.
El mismo castellano estuvo hablando con él atentamente, preguntándole el motivo de su viaje y enterneciéndose al saber que era huérfano de padre y madre.
- No me queda ya nada más que esta vaca, señor - terminó diciendo el muchacho. - ¿Verdad que no podrán robármela en vuestro castillo?
- Claro que no - respondió el noble.- Aquí dentro no podrá jamás sucederte nada desagradable.
Tranquilizado, el buen muchacho se fue a dormir en el suntuoso cuarto que el castellano había hecho preparar para él, mientras un palafrenero conducía la vaca a la cuadra, donde había varios caballos de pura raza, propiedad del noble señor del castillo que era muy aficionado a ellos.
Todos dormían, cuando, de repente fueron despertados por un mugido sordo, seguido de varios golpes que retumbaron en el silencio.
Acudieron a la cuadra, de donde parecían proceder los ruidos y vieron que el caballo favorito del noble, extrañado de la presencia de la vaca, la había coceado tan cruelmente que casi le había deshecho la cabeza con sus cascos.
El muchacho, que también había descendido al oír el tumulto, empezó a llorar con terrible desconsuelo.
- ¡Ay, mi vaca! ¡Ay, mi vaca!
El noble castellano, informado de lo que ocurría, se vistió en un santiamén, bajó al patio y se apresuró a consolar al pobre huérfano diciéndole:
- Vete a dormir tranquilo. Puesto que ha sido mi caballo el que te ha dejado sin vaca, puedes llevártelo. Voy a dar órdenes para que mañana, tan pronto como te levantes, lo encuentres ensillado y embridado, con provisiones para el viaje. Buenas noches y buen viaje, hijo mío.
La alegría apenas dejó dormir al afortunado muchacho. Muy de madrugada se vistió, bajó apresuradamente al patio y vio al hermoso corcel ensillado y enjaezado, con dos sacos llenos de provisiones colgados en el arzón y una bolsa de ducados sobre la silla, acompañada de una carta del castellano en la que le daba su bendición y excelentes consejos.
Montó de un salto sobre el lomo del noble bruto, agitó una mano en señal de despedida a los criados que sujetaban el caballo, y emprendió el galope sin saber exactamente adónde iba.
Por las canciones de los juglares sabemos que tomó parte en heroicas hazañas, ascendiendo con su caballo a las Montañas de Cristal y libertando a una princesa que gemía cautiva bajo las garras de un terrible monstruo.
Más tarde se casó con la princesa y, a la muerte del padre de esta última, fue nombrado rey, viviendo felizmente hasta el fin de sus días, amado y respetado por sus súbditos.
Y todo esto por haber saludado amablemente a un pobre anciano, que no era otro que Dios Nuestro Señor, y que, por la inocencia de su alma y la bondad de su corazón, derramó sobre el héroe de nuestro cuento su divina gracia, concediéndole las mercedes que habéis escuchado.

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