Con frecuencia me viene a la memoria el recuerdo de la pequeña chiquilla y del pequeño ratoncito, y pienso entonces en el gran espanto que sufrieron los dos.
La pequeña chiquilla estaba en su cama y proyectaba siluetas con las manitas en la pared, pues la Luna iluminaba como una lámpara. Reinaba un profundo silencio en la habitación y las personas mayores de la casa creían todas que la pequeña chiquilla dormía hacia ya rato. Y, en verdad, no hubieran sabido tampoco que estaba todavía despierta, a no ser por un pequeño ratoncito que, al hacer su paseo nocturno, dio con la naricilla en una migaja de chocolate.
- ¡Cui-cui! - gritó el pequeño ratoncillo, gozoso.
Entonces escuchó atentamente la pequeña chiquilla.
- ¡Cui-cui! - gritó de nuevo el pequeño ratoncillo, con lo cual quería decir: "¿Hay todavía más chocolate ahí?"
Buscó y rebuscó, y caminó con sus cortos pasitos de aquí para allí. De repente se encontró en la gran claridad de la luna, justamente delante de la cama de la pequeña chiquilla.
- ¡Ay, ay! - gritó ella con gran espanto, y saltó por el otro lado fuera de la cama.
El pequeño ratoncillo, sin embargo, al oír tales gritos, trepó, lleno de espanto, por la sábana y se ocultó en el lecho. Entonces gritó de nuevo la pequeña chiquilla con más fuerza que antes. El ratoncillo saltó en amplio círculo al suelo y pasó junto a los desnudos pies de la chiquilla. Entonces resonó tal grito de espanto en la habitación, que al pobre ratoncillo se le detuvo casi el corazón. Buscó desesperado la puertecita de su morada en la pared, mientras la pequeña chiquilla saltaba otra vez a la cama, se tapaba la cabeza con la manta y encogía los pies hasta tocarse la barbilla con las rodillas.
Finalmente, cuando estuvo el pequeño ratoncillo en su casita, sollozó "¡Cui-cui!", y se desplomó tembloroso.
- ¡Pobre hijo mío! - dijo la mamá ratón -. ¿Qué es lo que te ha asustado así?
- Un gigante con una voz espantosa.
"Esto puede curarlo enseguida un pedacito de sebo" pensó la mamá ratón. Fue, pues, a buscar lo que tenía, y lo puso ante la naricilla de su querido hijito. "¡Sí, sí, esto servirá!" Y, en efecto, mientras el ratoncillo roía el sebo, disminuyó su temblor.
Allí enfrente, al lado de la pequeña chiquilla, se hallaba también la madre junto a la cama. Al oír los gritos, lo echó todo a un lado y corrió en su ayuda.
- ¿Qué es lo que te ha asustado, que tiemblas y lloras de esta manera?
- ¡Un gran animal que se me quería comer!
- ¡Pobre hija mía! ¿Será eso verdad? - dijo la madre.
Pero sabía muy bien lo que podía consolar a su hijita. Sacó un pedacito de chocolate del plateado papel y cesaron de fluir al punto las lágrimas. De modo que, mientras lamía la golosina, dejó también de temblar la pequeña chiquilla.
Pronto se quedó dormida la pequeña chiquilla en su camita, y el pequeño ratoncillo se quedó dormido también en su casita. Y con ello quedaba olvidado el grande y terrible espanto con que se habían asustado uno de otro.
La pequeña chiquilla estaba en su cama y proyectaba siluetas con las manitas en la pared, pues la Luna iluminaba como una lámpara. Reinaba un profundo silencio en la habitación y las personas mayores de la casa creían todas que la pequeña chiquilla dormía hacia ya rato. Y, en verdad, no hubieran sabido tampoco que estaba todavía despierta, a no ser por un pequeño ratoncito que, al hacer su paseo nocturno, dio con la naricilla en una migaja de chocolate.
- ¡Cui-cui! - gritó el pequeño ratoncillo, gozoso.
Entonces escuchó atentamente la pequeña chiquilla.
- ¡Cui-cui! - gritó de nuevo el pequeño ratoncillo, con lo cual quería decir: "¿Hay todavía más chocolate ahí?"
Buscó y rebuscó, y caminó con sus cortos pasitos de aquí para allí. De repente se encontró en la gran claridad de la luna, justamente delante de la cama de la pequeña chiquilla.
- ¡Ay, ay! - gritó ella con gran espanto, y saltó por el otro lado fuera de la cama.
El pequeño ratoncillo, sin embargo, al oír tales gritos, trepó, lleno de espanto, por la sábana y se ocultó en el lecho. Entonces gritó de nuevo la pequeña chiquilla con más fuerza que antes. El ratoncillo saltó en amplio círculo al suelo y pasó junto a los desnudos pies de la chiquilla. Entonces resonó tal grito de espanto en la habitación, que al pobre ratoncillo se le detuvo casi el corazón. Buscó desesperado la puertecita de su morada en la pared, mientras la pequeña chiquilla saltaba otra vez a la cama, se tapaba la cabeza con la manta y encogía los pies hasta tocarse la barbilla con las rodillas.
Finalmente, cuando estuvo el pequeño ratoncillo en su casita, sollozó "¡Cui-cui!", y se desplomó tembloroso.
- ¡Pobre hijo mío! - dijo la mamá ratón -. ¿Qué es lo que te ha asustado así?
- Un gigante con una voz espantosa.
"Esto puede curarlo enseguida un pedacito de sebo" pensó la mamá ratón. Fue, pues, a buscar lo que tenía, y lo puso ante la naricilla de su querido hijito. "¡Sí, sí, esto servirá!" Y, en efecto, mientras el ratoncillo roía el sebo, disminuyó su temblor.
Allí enfrente, al lado de la pequeña chiquilla, se hallaba también la madre junto a la cama. Al oír los gritos, lo echó todo a un lado y corrió en su ayuda.
- ¿Qué es lo que te ha asustado, que tiemblas y lloras de esta manera?
- ¡Un gran animal que se me quería comer!
- ¡Pobre hija mía! ¿Será eso verdad? - dijo la madre.
Pero sabía muy bien lo que podía consolar a su hijita. Sacó un pedacito de chocolate del plateado papel y cesaron de fluir al punto las lágrimas. De modo que, mientras lamía la golosina, dejó también de temblar la pequeña chiquilla.
Pronto se quedó dormida la pequeña chiquilla en su camita, y el pequeño ratoncillo se quedó dormido también en su casita. Y con ello quedaba olvidado el grande y terrible espanto con que se habían asustado uno de otro.
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