La clara luz de la Luna llena brillaba a través de la ventana, precisamente junto a la pared donde estaba la camita. Por ello le era imposible dormirse al pequeño Lischen. Continuamente miraba hacia el claro rostro de la Luna. Ésta tenía ojos, que ahora empezaban a parpadear; tenía boca, que comenzaba a moverse de repente.
- Lischen, ¿por qué no duermes aún? - le preguntó la luna.
- Porque tú me contemplas así.
- Entonces no te miraré más - le dijo la Luna, y cubrió su faz con una nube.
Al momento se durmió Lischen. Entonces soñó que la buena luna había partido muy lejos y no volvería ya nunca más.
Lischen se puso a llorar. Entonces apartó la Luna rápidamente la nube que la cubría y se rió del pequeño Lischen.
- ¡Mírame! Aquí estoy yo - dijo.
Pero el pequeño Lischen tenía los ojitos tan llenos de sueño, que no podía ver bien a la luna.
- ¡Acércate! - dijo ella -. ¡Sube hasta mí!
Entonces fue Lischen quien se rió de la Luna y dijo:
- ¿Cómo he de subir si estás tan alta?...
- Te mandaré mis rayos.
Y la luna, en efecto, mandó todos sus rayos, de modo que parecían una carretera de oro. Lischen comenzó a subir por ella, hasta que estuvo muy cerca de su amiga. Pero entonces se hizo gigantesco el rostro de la luna: los ojos eran como lagos, la nariz como una poderosa montaña y la boca como un profundo, muy profundo, valle.
El pequeño Lischen quedó aterrado ante tal vista, y retrocedió corriendo. Pero el camino de rayos había desaparecido y cayó de cabeza hacia la tierra, rodeado por completo de oscuridad. Cuando; llegó abajo, se produjo un fuerte bum-bum. El pequeño Lischen se incorporó aterrado y empezó a llorar fuertemente.
Al oír el llanto, acudió presurosa su madre y tras ella vino su padre, y tras el padre, vino su hermana mayor. Cuando vieron al chiquillo, con su camisita de dormir, sentado al pie de la cama, preguntaron los tres a la vez:
- Lischen, ¿qué ha sucedido?
- He caído de la luna - sollozó el niño.
Entonces se rió el padre, y la hermana se rió también; pero la madre levantó al pobre Lischen y le preguntó:
- ¿Dónde te duele?
- Aquí, en la cabeza - dijo Lischen.
Su madre le acarició el lugar dolorido, mientras le cantaba:
Cúrate pronto,
cúrate ya.
No llores, niño,
no llores más.
Las hadas buenas
pronto vendrán,
y tus dolores te sanarán.
Cúrate pronto,
cúrate ya.
- Bueno, ahora puedes dormirte de nuevo - dijo después -; pero desearía aconsejarte una cosa: ¡no vuelvas a subirte nunca más a la Luna! ¡Está demasiado alta para un hombrecillo tan pequeño como tú!
Lischen lo prometió, firme y seguro, y así lo ha cumplido puntualmente hasta el día de hoy.
- Lischen, ¿por qué no duermes aún? - le preguntó la luna.
- Porque tú me contemplas así.
- Entonces no te miraré más - le dijo la Luna, y cubrió su faz con una nube.
Al momento se durmió Lischen. Entonces soñó que la buena luna había partido muy lejos y no volvería ya nunca más.
Lischen se puso a llorar. Entonces apartó la Luna rápidamente la nube que la cubría y se rió del pequeño Lischen.
- ¡Mírame! Aquí estoy yo - dijo.
Pero el pequeño Lischen tenía los ojitos tan llenos de sueño, que no podía ver bien a la luna.
- ¡Acércate! - dijo ella -. ¡Sube hasta mí!
Entonces fue Lischen quien se rió de la Luna y dijo:
- ¿Cómo he de subir si estás tan alta?...
- Te mandaré mis rayos.
Y la luna, en efecto, mandó todos sus rayos, de modo que parecían una carretera de oro. Lischen comenzó a subir por ella, hasta que estuvo muy cerca de su amiga. Pero entonces se hizo gigantesco el rostro de la luna: los ojos eran como lagos, la nariz como una poderosa montaña y la boca como un profundo, muy profundo, valle.
El pequeño Lischen quedó aterrado ante tal vista, y retrocedió corriendo. Pero el camino de rayos había desaparecido y cayó de cabeza hacia la tierra, rodeado por completo de oscuridad. Cuando; llegó abajo, se produjo un fuerte bum-bum. El pequeño Lischen se incorporó aterrado y empezó a llorar fuertemente.
Al oír el llanto, acudió presurosa su madre y tras ella vino su padre, y tras el padre, vino su hermana mayor. Cuando vieron al chiquillo, con su camisita de dormir, sentado al pie de la cama, preguntaron los tres a la vez:
- Lischen, ¿qué ha sucedido?
- He caído de la luna - sollozó el niño.
Entonces se rió el padre, y la hermana se rió también; pero la madre levantó al pobre Lischen y le preguntó:
- ¿Dónde te duele?
- Aquí, en la cabeza - dijo Lischen.
Su madre le acarició el lugar dolorido, mientras le cantaba:
Cúrate pronto,
cúrate ya.
No llores, niño,
no llores más.
Las hadas buenas
pronto vendrán,
y tus dolores te sanarán.
Cúrate pronto,
cúrate ya.
- Bueno, ahora puedes dormirte de nuevo - dijo después -; pero desearía aconsejarte una cosa: ¡no vuelvas a subirte nunca más a la Luna! ¡Está demasiado alta para un hombrecillo tan pequeño como tú!
Lischen lo prometió, firme y seguro, y así lo ha cumplido puntualmente hasta el día de hoy.
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