Las princesas son, en medio de todo, infelices criaturas. Solamente pueden jugar con sus iguales, de éstos hay, en verdad, muy pocos.
Por eso, la pequeña princesa tenía que lanzar completamente sola su pelota de oro al aire y volverla a coger de nuevo, cuando salía a jugar en el jardín del palacio. Pero esto le aburría.
Un día, desde el otro lado del muro llegó hasta ella el rumor de alegres risas. La princesita escuchó, y luego miró hacia la camarera que la vigilaba. Ésta se hallaba sentada en un banquillo; pero era evidente que estaba a punto de dormirse, pues el tiempo era bochornoso: tan pronto llovía como hacía un calor sofocante. En este momento se cerraron los ojos de la doncella. La pequeña princesa conocía la puertecilla que había en el muro. Pero sabía también que un soldado la guardaba constantemente.
Pero, ¡oh suerte! También el soldado se había dormido un poco en su garita, a causa del bochorno. Así pudo deslizarse la princesita como un ratoncillo, sin ser vista. Con curiosidad miró calle arriba, calle abajo. Un niño y una niña estaban sentados en el bordillo de la acera, entretenidos en hacer correr barquitos de papel en un arroyo de la calle. Con las puntas de los pies descalzos o con bastoncitos de caña, desviaban los barquitos que querían deslizarse en la alcantarilla. Sin embargo, si esto sucedía, reían fuertemente los dos muchachos, y él hacía entonces un nuevo barquito. Nunca había visto la princesa un juego tan agradable y entretenido como aquél.
- ¿Puedo jugar con vosotros? - les rogó la princesita.
- Por mí... - dijo el muchacho.
- Sí, con mucho gusto - dijo la muchacha.
Entonces abrazó la princesa a la muchacha y se sentó junto a ella en el bordillo de la acera. Parecía que ahora empezaba para ella una nueva vida, y esta maravilla duró casi media hora. Hasta que de pronto se oyó gritar detrás del muro:
- ¡Princesa! ¡Princesa!
Al punto se abrazaron las dos muchachas, y la princesa dijo:
- ¡Qué lástima que no pueda quedarme siempre a tu lado!
Acompañada por siete doncellas, regresó de nuevo la hija del rey a palacio, y tras ella marchaba el soldado. En el palacio se llevaban las doncellas las manos a la cabeza y gemían con desconsuelo:
- ¡Ha jugado con niños de la calle! ¡Desnudadla y arrojad todos los vestidos al fuego!...
Después la bañaron cuidadosamente. Pero cuando comenzaron a peinarle los cabellos, lanzó la primera doncella un fuerte grito.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó la princesa, compasiva.
- ¡Terror sobre terror! - lamentó la doncella, y pidió a gritos una bandeja de oro.
Sobre ella colocó un pequeño puntito de color pardo, que se agitaba alegremente.
Luego reunió a las demás doncellas del servicio de la princesa. Todas se inclinaron sobre un diminuto animalillo, y la más vieja sentenció, llena de espanto:
- Es un piojito. Lo ha cogido de la andrajosa muchacha. ¡Al fuego con él!
Pero entonces exclamó la princesita:
- ¡No es ninguna muchacha andrajosa! Es mi amiga. Y el piojillo quiero conservarlo yo. No ha de ir al fuego.
Entonces se desmayaron las siete doncellas al oír semejantes cosas. La princesa, sin embargo, se apresuró a ir con la bandeja de oro hacia la reina:
- Reina, querida madre. ¡Quieren quitarme el piojito, el regalo de mi amiga! - exclamó.
Entonces se desmayó también la reina, y se llamó apresuradamente al rey. Este echóse a reír cuando supo de qué se trataba y dijo:
- Princesa, princesa, ¡Ese pequeño animalito muerde!
Hizo una seña a un soldado, v éste se llevó la bandeja de oro en que estaba el piojito. La princesita, entonces, comenzó a llorar amargamente, y no había manera de consolarla.
Como al tercer día aun siguiera llorando, hizo venir el rey a su orfebre, que era un hombre hábil y famoso en su oficio. El rey le ordenó que hiciera para la princesa un piojo de oro, el cual resultó en extremo maravilloso. Pero la princesita arrugó, al verle, la naricilla y dijo:
- Éste no puede andar.
Entonces ordenó el rey al orfebre que hiciera otro piojillo de oro que pudiera caminar. El orfebre se dio gran maña y, después de siete días de trabajo, pudo regalar el rey a su hija un magnífico piojillo que corría con sus seis ligeras patas. La princesita gritó de júbilo, y puso el piojillo sobre sus rizos. ¡Oh! ¡Cómo cosquilleaba! La princesita reía, y el rey exclamaba lleno de alegría:
- ¡Orfebre, tú has de hacer cien de estos piojitos para la princesa!
Así se hizo, como el rey mandaba, y nadie se sentía más feliz que la princesa. Pero sólo duró tres días esta felicidad. Al cuarto día, dejó caer la triste cabecita y se lamentó:
- Mis piojitos pueden caminar, pero no pueden morder. ¡Qué bien lo tienen los niños que viven fuera del palacio!... Sus piojillos muerden.
En su terquedad, no quiso ver ya siquiera los cien dorados animalitos que traía el orfebre. Los encerró todos en una cajita y los lanzó en amplio circulo por encima del muro del palacio.
Allí estaban jugando como siempre los dos pilletes: el niño y la niña de las barquitas de papel. La chiquilla abrió la cajita y comenzaron a huir de allí todos los piojitos de oro. Tan rápidos corrían, que cada uno de los dos muchachos sólo pudo atrapar a uno de ellos. Luego los llevaron a sus padres.
¡Cómo se asombraron éstos del hallazgo! Los dos piojitos de oro no sólo podían caminar, sino también buscarse para bailar los dos juntos. El padre, un diestro afilador de cuchillos y tijeras, se dio cuenta enseguida de que estos animalitos eran muy valiosos. Por temor de que el rey pudiera hacerlos buscar de nuevo, se trasladó con su familia a otro país. Esto le era fácil, pues vivían en un carro, y medios para poder vivir apilando cuchillos y tijeras los hay en todos partes.
En el país extranjero a que llegaron fueron admirados también grandemente los habilidosos animalitos. Tanto, que el rey de aquel país oyó hablar de ellos como de algo maravilloso. Entonces mandó llamar al afilador de tijeras y le compró por una gran suma los dorados piojitos bailadores.
¿Podéis imaginaros lo que, ante todo, se compraron los vagabundos con este dinero? Un peine muy fino. Con él peinó la madre los cabellos de sus hijos y sacó de ellos todos los piojitos. Desde entonces no tuvieron ya que rascarse más y pudieron dormir en adelante tranquilos. No podía negarse que eran la gente más feliz de este mundo.
La princesa lamentó, sin embargo, durante toda su vida que el orfebre del rey no fuera capaz de fabricar piojitos que no sólo caminaran y bailaran, sino que pudieran también morder.
Sí, sí; así son las princesas.
Por eso, la pequeña princesa tenía que lanzar completamente sola su pelota de oro al aire y volverla a coger de nuevo, cuando salía a jugar en el jardín del palacio. Pero esto le aburría.
Un día, desde el otro lado del muro llegó hasta ella el rumor de alegres risas. La princesita escuchó, y luego miró hacia la camarera que la vigilaba. Ésta se hallaba sentada en un banquillo; pero era evidente que estaba a punto de dormirse, pues el tiempo era bochornoso: tan pronto llovía como hacía un calor sofocante. En este momento se cerraron los ojos de la doncella. La pequeña princesa conocía la puertecilla que había en el muro. Pero sabía también que un soldado la guardaba constantemente.
Pero, ¡oh suerte! También el soldado se había dormido un poco en su garita, a causa del bochorno. Así pudo deslizarse la princesita como un ratoncillo, sin ser vista. Con curiosidad miró calle arriba, calle abajo. Un niño y una niña estaban sentados en el bordillo de la acera, entretenidos en hacer correr barquitos de papel en un arroyo de la calle. Con las puntas de los pies descalzos o con bastoncitos de caña, desviaban los barquitos que querían deslizarse en la alcantarilla. Sin embargo, si esto sucedía, reían fuertemente los dos muchachos, y él hacía entonces un nuevo barquito. Nunca había visto la princesa un juego tan agradable y entretenido como aquél.
- ¿Puedo jugar con vosotros? - les rogó la princesita.
- Por mí... - dijo el muchacho.
- Sí, con mucho gusto - dijo la muchacha.
Entonces abrazó la princesa a la muchacha y se sentó junto a ella en el bordillo de la acera. Parecía que ahora empezaba para ella una nueva vida, y esta maravilla duró casi media hora. Hasta que de pronto se oyó gritar detrás del muro:
- ¡Princesa! ¡Princesa!
Al punto se abrazaron las dos muchachas, y la princesa dijo:
- ¡Qué lástima que no pueda quedarme siempre a tu lado!
Acompañada por siete doncellas, regresó de nuevo la hija del rey a palacio, y tras ella marchaba el soldado. En el palacio se llevaban las doncellas las manos a la cabeza y gemían con desconsuelo:
- ¡Ha jugado con niños de la calle! ¡Desnudadla y arrojad todos los vestidos al fuego!...
Después la bañaron cuidadosamente. Pero cuando comenzaron a peinarle los cabellos, lanzó la primera doncella un fuerte grito.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó la princesa, compasiva.
- ¡Terror sobre terror! - lamentó la doncella, y pidió a gritos una bandeja de oro.
Sobre ella colocó un pequeño puntito de color pardo, que se agitaba alegremente.
Luego reunió a las demás doncellas del servicio de la princesa. Todas se inclinaron sobre un diminuto animalillo, y la más vieja sentenció, llena de espanto:
- Es un piojito. Lo ha cogido de la andrajosa muchacha. ¡Al fuego con él!
Pero entonces exclamó la princesita:
- ¡No es ninguna muchacha andrajosa! Es mi amiga. Y el piojillo quiero conservarlo yo. No ha de ir al fuego.
Entonces se desmayaron las siete doncellas al oír semejantes cosas. La princesa, sin embargo, se apresuró a ir con la bandeja de oro hacia la reina:
- Reina, querida madre. ¡Quieren quitarme el piojito, el regalo de mi amiga! - exclamó.
Entonces se desmayó también la reina, y se llamó apresuradamente al rey. Este echóse a reír cuando supo de qué se trataba y dijo:
- Princesa, princesa, ¡Ese pequeño animalito muerde!
Hizo una seña a un soldado, v éste se llevó la bandeja de oro en que estaba el piojito. La princesita, entonces, comenzó a llorar amargamente, y no había manera de consolarla.
Como al tercer día aun siguiera llorando, hizo venir el rey a su orfebre, que era un hombre hábil y famoso en su oficio. El rey le ordenó que hiciera para la princesa un piojo de oro, el cual resultó en extremo maravilloso. Pero la princesita arrugó, al verle, la naricilla y dijo:
- Éste no puede andar.
Entonces ordenó el rey al orfebre que hiciera otro piojillo de oro que pudiera caminar. El orfebre se dio gran maña y, después de siete días de trabajo, pudo regalar el rey a su hija un magnífico piojillo que corría con sus seis ligeras patas. La princesita gritó de júbilo, y puso el piojillo sobre sus rizos. ¡Oh! ¡Cómo cosquilleaba! La princesita reía, y el rey exclamaba lleno de alegría:
- ¡Orfebre, tú has de hacer cien de estos piojitos para la princesa!
Así se hizo, como el rey mandaba, y nadie se sentía más feliz que la princesa. Pero sólo duró tres días esta felicidad. Al cuarto día, dejó caer la triste cabecita y se lamentó:
- Mis piojitos pueden caminar, pero no pueden morder. ¡Qué bien lo tienen los niños que viven fuera del palacio!... Sus piojillos muerden.
En su terquedad, no quiso ver ya siquiera los cien dorados animalitos que traía el orfebre. Los encerró todos en una cajita y los lanzó en amplio circulo por encima del muro del palacio.
Allí estaban jugando como siempre los dos pilletes: el niño y la niña de las barquitas de papel. La chiquilla abrió la cajita y comenzaron a huir de allí todos los piojitos de oro. Tan rápidos corrían, que cada uno de los dos muchachos sólo pudo atrapar a uno de ellos. Luego los llevaron a sus padres.
¡Cómo se asombraron éstos del hallazgo! Los dos piojitos de oro no sólo podían caminar, sino también buscarse para bailar los dos juntos. El padre, un diestro afilador de cuchillos y tijeras, se dio cuenta enseguida de que estos animalitos eran muy valiosos. Por temor de que el rey pudiera hacerlos buscar de nuevo, se trasladó con su familia a otro país. Esto le era fácil, pues vivían en un carro, y medios para poder vivir apilando cuchillos y tijeras los hay en todos partes.
En el país extranjero a que llegaron fueron admirados también grandemente los habilidosos animalitos. Tanto, que el rey de aquel país oyó hablar de ellos como de algo maravilloso. Entonces mandó llamar al afilador de tijeras y le compró por una gran suma los dorados piojitos bailadores.
¿Podéis imaginaros lo que, ante todo, se compraron los vagabundos con este dinero? Un peine muy fino. Con él peinó la madre los cabellos de sus hijos y sacó de ellos todos los piojitos. Desde entonces no tuvieron ya que rascarse más y pudieron dormir en adelante tranquilos. No podía negarse que eran la gente más feliz de este mundo.
La princesa lamentó, sin embargo, durante toda su vida que el orfebre del rey no fuera capaz de fabricar piojitos que no sólo caminaran y bailaran, sino que pudieran también morder.
Sí, sí; así son las princesas.
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