Nunca vimos en los animales de casa orgullo mayor que el que sintió nuestra gata cuando le dimos a amamantar una tigrecita recién nacida.
La olfateó largos minutos por todas partes hasta volverla de vientre; y por más largo rato aún, la lamió, la alisó y la peinó sin parar mientes en el ronquido de la fierecilla, que, comparado con la queja maullante de los otros gatitos, semejaba un trueno.
Desde ese instante y durante los nueve días en que la gata amamantó a la fiera, no tuvo ojos más que para aquella espléndida y robusta hija llovida del cielo.
Todo el campo mamario pertenecía de hecho y derecho a la roncante princesa. A uno y otro lado de sus tensas patas, opuestas como vallas infranqueables, los gatitos legítimos aullaban de hambre.
La tigrecita abrió por fin los ojos y desde ese momento, entró a nuestro cuidado. Pero, ¡qué cuidado! Mamaderas entibiadas, dosificadas y vigiladas con atención extrema; imposibilidad para incorporarnos libremente, pues la tigrecita estaba siempre entre nuestros pies. Noches en vela, más tarde, para atender los dolores de vientre de nuestra pupila, que se revolcaba con atroces calambres y sacudía las patas con una violencia que parecía iba a romperlas. Y, al final, sus largos quejidos de extenuación, absolutamente humanos. Y los paños calientes, y aquellos minutos de mirada atónita y velada por el aplastamiento, durante los cuales no nos reconocía.
No es de extrañar, así, que la salvaje criatura sintiera por nosotros toda la predilección que un animal siente por lo único que desde nacer se vio a su lado.
Nos seguía por los caminos, entre los perros y un coatí, ocupando siempre el centro de la calle.
Caminaba con la cabeza baja, sin parecer ver a nadie, y menos todavía a los peones, estupefactos ante su presencia bien insólita en una carretera pública.
Y mientras los perros y el coatí se revolvían por las profundas cunetas del camino, ella, la real fiera de dos meses, seguía gravemente a tres metros detrás de nosotros, con su gran lazo celeste al cuello y sus ojos del mismo color.
Con los animalitos de presa se suscita, tarde o temprano, el problema de la alimentación con carne viva.
�
Nuestro problema, retardado por una constante vigilancia, estalló un día, llevándose la vida de nuestra predilecta con él.
La joven tigrecita no comía sino carne cocida. Jamás había probado otra cosa. Aún más; desdeñaba la carne cruda, según lo verificamos una y otra vez. Nunca le notamos interés alguno por las ratas del campo que de noche cruzaban el patio y menos aún, por las gallinas, rodeadas entonces de pollos.
Una gallina nuestra, gran preferida de la casa, criada al lado de las tazas de café con leche, sacó en esos días pollitos. Como madre, era aquella gallina única; no perdía jamás un pollo. La casa, pues, estaba de parabienes.
Un mediodía de esos, oímos en el patio los estertores de agonía de nuestra gallina, exactamente como si la estrangularan. Salté afuera y vi a nuestra tigrecita, erizada y espumando sangre por la boca, prendida con garras y dientes del cuello de la gallina.
Más nervioso de lo que yo hubiera querido estar, cogí a la fierecilla por el cuello y la arrojé rodando por el piso de arena del patio y sin intención de hacerle daño.
Pero no tuve suerte. En un costado del mismo patio, entre dos palmeras, había ese día una piedra. Jamás había estado allí. Era en casa un rígido dogma el que no hubiera nunca piedras en el patio. Girando sobre sí misma, nuestra tigrecita alcanzó hasta la piedra y golpeó contra ella la cabeza. La fatalidad procede a veces así.
Dos horas después nuestra pupila moría. No fue esa tarde un día feliz para nosotros.
Cuatro años más tarde, hallé entre los bambúes de casa, pero no en el suelo, sino a varios metros de altura, mi cuchillo de monte con que mis chicos habían cavado la fosa para la tigrecita y que ellos habían olvidado de recoger después del entierro.
Había quedado, sin duda, sujeto entre los gajos nacientes de algún pequeño bambú. Y, con su crecimiento de cuatro años, la caña había arrastrado mi cuchillo hasta allá.
La olfateó largos minutos por todas partes hasta volverla de vientre; y por más largo rato aún, la lamió, la alisó y la peinó sin parar mientes en el ronquido de la fierecilla, que, comparado con la queja maullante de los otros gatitos, semejaba un trueno.
Desde ese instante y durante los nueve días en que la gata amamantó a la fiera, no tuvo ojos más que para aquella espléndida y robusta hija llovida del cielo.
Todo el campo mamario pertenecía de hecho y derecho a la roncante princesa. A uno y otro lado de sus tensas patas, opuestas como vallas infranqueables, los gatitos legítimos aullaban de hambre.
La tigrecita abrió por fin los ojos y desde ese momento, entró a nuestro cuidado. Pero, ¡qué cuidado! Mamaderas entibiadas, dosificadas y vigiladas con atención extrema; imposibilidad para incorporarnos libremente, pues la tigrecita estaba siempre entre nuestros pies. Noches en vela, más tarde, para atender los dolores de vientre de nuestra pupila, que se revolcaba con atroces calambres y sacudía las patas con una violencia que parecía iba a romperlas. Y, al final, sus largos quejidos de extenuación, absolutamente humanos. Y los paños calientes, y aquellos minutos de mirada atónita y velada por el aplastamiento, durante los cuales no nos reconocía.
No es de extrañar, así, que la salvaje criatura sintiera por nosotros toda la predilección que un animal siente por lo único que desde nacer se vio a su lado.
Nos seguía por los caminos, entre los perros y un coatí, ocupando siempre el centro de la calle.
Caminaba con la cabeza baja, sin parecer ver a nadie, y menos todavía a los peones, estupefactos ante su presencia bien insólita en una carretera pública.
Y mientras los perros y el coatí se revolvían por las profundas cunetas del camino, ella, la real fiera de dos meses, seguía gravemente a tres metros detrás de nosotros, con su gran lazo celeste al cuello y sus ojos del mismo color.
Con los animalitos de presa se suscita, tarde o temprano, el problema de la alimentación con carne viva.
�
Nuestro problema, retardado por una constante vigilancia, estalló un día, llevándose la vida de nuestra predilecta con él.
La joven tigrecita no comía sino carne cocida. Jamás había probado otra cosa. Aún más; desdeñaba la carne cruda, según lo verificamos una y otra vez. Nunca le notamos interés alguno por las ratas del campo que de noche cruzaban el patio y menos aún, por las gallinas, rodeadas entonces de pollos.
Una gallina nuestra, gran preferida de la casa, criada al lado de las tazas de café con leche, sacó en esos días pollitos. Como madre, era aquella gallina única; no perdía jamás un pollo. La casa, pues, estaba de parabienes.
Un mediodía de esos, oímos en el patio los estertores de agonía de nuestra gallina, exactamente como si la estrangularan. Salté afuera y vi a nuestra tigrecita, erizada y espumando sangre por la boca, prendida con garras y dientes del cuello de la gallina.
Más nervioso de lo que yo hubiera querido estar, cogí a la fierecilla por el cuello y la arrojé rodando por el piso de arena del patio y sin intención de hacerle daño.
Pero no tuve suerte. En un costado del mismo patio, entre dos palmeras, había ese día una piedra. Jamás había estado allí. Era en casa un rígido dogma el que no hubiera nunca piedras en el patio. Girando sobre sí misma, nuestra tigrecita alcanzó hasta la piedra y golpeó contra ella la cabeza. La fatalidad procede a veces así.
Dos horas después nuestra pupila moría. No fue esa tarde un día feliz para nosotros.
Cuatro años más tarde, hallé entre los bambúes de casa, pero no en el suelo, sino a varios metros de altura, mi cuchillo de monte con que mis chicos habían cavado la fosa para la tigrecita y que ellos habían olvidado de recoger después del entierro.
Había quedado, sin duda, sujeto entre los gajos nacientes de algún pequeño bambú. Y, con su crecimiento de cuatro años, la caña había arrastrado mi cuchillo hasta allá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario