Éranse un rey y una reina que, después de solicitarlo mucho al cielo, tuvieron una hija, a la que decidieron poner de nombre Margalida. Al bautizo fueron invitadas todas las hadas del país, menos una, llamada Isaura, de la que no tenían la menor noticia.
Todas las hadas invitadas colmaron a la infantita de preciosos dones: una le deseó belleza, otra salud, otra bondad, otra sabiduría, otra alegría.
Pero, Isaura, furiosa por no haber sido invitada al bautizo, entró en la alcoba de la princesita y pronunció un voto funesto:
Dijo con voz ronca:
- Cuando llegues a la edad de casarte, Margalida, te convertirás en almendro.
El hada madrina, la bondadosa Mafalda, se acercó a la cuna en que dormía inocentemente su ahijada la infantita. Y como no podía destruir por completo el maleficio de la despechada Isaura, quiso neutralizarlo con un voto supremo y dijo:
- Sí, te convertirás en árbol al llegar a la edad de casarte, ahijada mía pero recuperarás la forma en cuanto encuentres novio...
Pasaron quince años.
La infantita salió una tarde a cazar mariposas al jardín y... no volvió a palacio.
Se había convertido en almendro.
Sus padres, aunque consternados no se desesperaron. Habíase cumplido el vaticinio de Isaura, el hada mala. También se realizaría el de Mafalda, el hada buena.
Una mañana de primavera pasaba un pastor por debajo de un almendro en flor y oyó decir al árbol:
- Pastorcito, pastorcito... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Alzó el pastorcillo la vista y vio surgir, entre las rosadas flores del almendro, la rubia cabecita de la infantita. Asustado, echó a correr.
A mediodía pasó por el mismo lugar un escudero y oyó que el almendro le decía:
- Escudero, escudero... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Levantó la cabeza el escudero y vio el hermoso rostro y las doradas trenzas de la infantita.
- Sí, quiero, mi princesa; pero antes he de obtener la venia de mis padres.
Por la tarde pasó un caballero bajo el almendro en flor.
El almendro le dijo:
- Caballero, caballero... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Alzó la mirada el caballero y, descubriendo la cabecita de la infantita entre las rosadas flores del árbol, respondió:
- Sí, quiero; pero antes he de verte en forma humana... No permito a nadie que me engañe...
Y se alejó lentamente, volviendo de vez en cuando la cabeza.
Por la noche pasó por debajo del almendro un príncipe azul y oyó decir al árbol:
- Príncipe, príncipe... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Levantó el príncipe los ojos hacia el árbol y no bien hubo descubierto la cabecita angelical de la infantita, cayó rodillas y exclamó:
- Sí, quiero.
La infantita salió entonces del tronco del árbol, vestida con una túnica blanca cubierta de estrellas y la cabeza coronada de flores de almendro.
Cuando se dirigía a palacio, acompañada de su novio, el príncipe azul, encontró en su camino al pastorcito, al escudero y al caballero.
Los tres volvían a buscarla.
Al pastorcito le dijo, sonriendo:
- Ya es tarde, mi buen pastorcito.
Al escudero, muy seria:
- No has llegado a tiempo; vuélvete.
Y al caballero no le dijo nada, sino que volvió la cabeza al otro lado, como si hubiese visto un basilisco.
Todas las hadas invitadas colmaron a la infantita de preciosos dones: una le deseó belleza, otra salud, otra bondad, otra sabiduría, otra alegría.
Pero, Isaura, furiosa por no haber sido invitada al bautizo, entró en la alcoba de la princesita y pronunció un voto funesto:
Dijo con voz ronca:
- Cuando llegues a la edad de casarte, Margalida, te convertirás en almendro.
El hada madrina, la bondadosa Mafalda, se acercó a la cuna en que dormía inocentemente su ahijada la infantita. Y como no podía destruir por completo el maleficio de la despechada Isaura, quiso neutralizarlo con un voto supremo y dijo:
- Sí, te convertirás en árbol al llegar a la edad de casarte, ahijada mía pero recuperarás la forma en cuanto encuentres novio...
Pasaron quince años.
La infantita salió una tarde a cazar mariposas al jardín y... no volvió a palacio.
Se había convertido en almendro.
Sus padres, aunque consternados no se desesperaron. Habíase cumplido el vaticinio de Isaura, el hada mala. También se realizaría el de Mafalda, el hada buena.
Una mañana de primavera pasaba un pastor por debajo de un almendro en flor y oyó decir al árbol:
- Pastorcito, pastorcito... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Alzó el pastorcillo la vista y vio surgir, entre las rosadas flores del almendro, la rubia cabecita de la infantita. Asustado, echó a correr.
A mediodía pasó por el mismo lugar un escudero y oyó que el almendro le decía:
- Escudero, escudero... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Levantó la cabeza el escudero y vio el hermoso rostro y las doradas trenzas de la infantita.
- Sí, quiero, mi princesa; pero antes he de obtener la venia de mis padres.
Por la tarde pasó un caballero bajo el almendro en flor.
El almendro le dijo:
- Caballero, caballero... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Alzó la mirada el caballero y, descubriendo la cabecita de la infantita entre las rosadas flores del árbol, respondió:
- Sí, quiero; pero antes he de verte en forma humana... No permito a nadie que me engañe...
Y se alejó lentamente, volviendo de vez en cuando la cabeza.
Por la noche pasó por debajo del almendro un príncipe azul y oyó decir al árbol:
- Príncipe, príncipe... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Levantó el príncipe los ojos hacia el árbol y no bien hubo descubierto la cabecita angelical de la infantita, cayó rodillas y exclamó:
- Sí, quiero.
La infantita salió entonces del tronco del árbol, vestida con una túnica blanca cubierta de estrellas y la cabeza coronada de flores de almendro.
Cuando se dirigía a palacio, acompañada de su novio, el príncipe azul, encontró en su camino al pastorcito, al escudero y al caballero.
Los tres volvían a buscarla.
Al pastorcito le dijo, sonriendo:
- Ya es tarde, mi buen pastorcito.
Al escudero, muy seria:
- No has llegado a tiempo; vuélvete.
Y al caballero no le dijo nada, sino que volvió la cabeza al otro lado, como si hubiese visto un basilisco.
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