Habitaba en la Pampa un pobre gaucho
con su mujer y su hijo, en la más completa miseria.
Había sido despedido de su trabajo, y enfermo, y sin
recurso alguno, tenían todos que mendigar alimento en
los ranchos vecinos, y refugiarse en una choza abandonada
y en ruinas, que apenas les defendía contra las
inclemencias del tiempo.
Un día en que el infeliz matrimonio se lamentaba de su mala suerte, oyeron de repente los ladridos descompuestos de los perros, que entraban en la casa presos de terror. El marido se asomó a la puerta, para indagar la causa, y vio aun distinguido caballero ricamente vestido que se apeaba de su caballo y preguntaba por él. Sorprendido quedó el pobre gaucho ante aquella importante visita. Le hizo entrar, lamentándose de que, en su absoluta pobreza, nada tenía para obsequiarle. Pero el caballero ya conocía su triste situación y venía precisamente por ello, a remediar sus necesidades y a ofrecerles una cuantiosa fortuna. Podían ser inmensamente ricos y vivir rodeados de lujo y comodidades, a cambio de una pequeña concesión. El marido le pidió que les explicara los medios de conseguirlo, y el caballero dijo:
- No os tenéis que preocupar por nada; todo os lo proporcionaré yo a cambio del alma de vuestro hijo.
La mujer, al oírlo, dándose cuenta que era Mandinga, se santiguó, horrorizada, y en el acto desapareció el caballero, dejando la cabaña impregnada de fuerte olor a azufre. El gaucho y su esposa se quedaron comentando el extraño suceso. Ellos eran cristianos y por nada del mundo venderían el alma de su querido hijo. Pero la oferta no dejaba de ser tentadora en aquella miseria en que se encontraban. Discurriendo cómo se podrían compaginar las dos cosas, al marido se le ocurrió una idea luminosa, y, tomando su caballo, partió veloz a ponerla en práctica.
Existía en las cercanías una capilla de la Virgen, que ellos frecuentaban. Llegó a ella el gaucho, y, postrándose de rodillas ante la imagen, le suplicó fervorosamente que le aclarase lo que debía hacer. La Virgen le aconsejó que no tuviera miedo de tratar con el diablo, ni de vender el alma del niño, si la dejaba intervenir a Ella; que le llevase allí el niño y le abandonara en sus manos, y que hiciera el pacto en su presencia. En unos minutos estaba de vuelta el padre con el hijo, e invocando al diablo, éste se apareció, llevando en la mano una bolsa llena de monedas de oro, que entregó al hombre, mientras reclamaba su pacto. La Virgen intervino, y con voz dulce dijo que el niño era suyo. Pero el diablo protestó insolente, y juró. Al momento se vio salpicado de agua bendita, que le produjo terribles heridas, y calló, La Virgen propuso que cedieran los dos y se repartieran el niño, y ante las protestas diabólicas, le cortó, de arriba abajo, en dos partes iguales. Eligió la derecha, y dio la izquierda al demonio, que marchó iracundo a los infiernos.
El hijo recibió de la Virgen el nombre de Media-Res, y un talismán, con el que vencería siempre, que era un escapulario. Alegre, marchó a su casa, en donde sus padres contemplaron apenados a su medio hijo. Pero él, animoso, les consoló, asegurándoles que pronto recuperaría la otra mitad, a cuya conquista se marchó en aquel momento. Entre todos, hicieron rápidamente los preparativos del viaje, le proporcionaron un soberbio caballo, buenos trajes, y, armado de cuchillo, lazo y una pesada maza, después de recibir la bendición paterna, partió en busca de su otra mitad.
Al atravesar una extensa llanura, vio venir hacia él un toro bravo, de aspecto amenazador, echando fuego por las fauces. El muchacho no se acobardó y con gran habilidad le echó el lazo, y cuando le tuvo sujeto por los cuernos, le clavó su cuchillo en el cuello, matándole. Desmontó él entonces y se hizo del cuero una larguísima correa, que engrasó bien con sebo del toro.
Llegó a un espeso bosquecillo, de cuyas matas salía un tigre, que, al verle, rugía enseñándole los dientes. El muchacho esperó a que se acercara, y cuando le tuvo a su alcance, le dio en la cabeza con la maza, dejándole muerto en el acto. Le arrancó la piel, con la que cubrió su montura.
Continuando el camino, se vio rodeado de un círculo de llamas que salían de la tierra; sacó su escapulario y al instante desaparecieron.
A los pocos pasos vio que el sendero estaba cortado por una sima profunda, de la que salían pavorosos rugidos. El joven, decidido, se enrolló a su cuerpo la piel de tigre, y atando a su caballo la correa sacada del cuero del toro, deslizándose por ella descendió a aquella profundidad, que parecía llegar hasta el centro de la tierra. Al llegar al fondo, se encontró en una caverna, junto al toro y al tigre que él había matado y quitado la piel. A tientas, encontró una puerta, y llamó en ella. Salió a abrir una joven bellísima, pero pobremente vestida y con el sufrimiento reflejado en el rostro. El muchacho dijo que era Media-Res. Ella, asustada, le aconsejó que huyera, pues su dueño era el diablo y le mataría. Le descubrió que era hija de un rey y que el diablo la había aprisionado desde niña. Media-Res le prometió su libertad y devolverla al Rey, su padre. La princesa, sintiéndose atraída por él le prometió ser su esposa.
Llegó el joven a la presencia del diablo y le ofreció sus servicios, siendo encargado de domar potros salvajes. Al día siguiente le mandaron domar un caballo feroz, con la crin erizada y aliento de fuego, que se encabritaba sobre el muchacho, queriendo aplastarle. Con gran maestría le echó el lazo, y cuando le tuvo bien sujeto, le ensilló y montó, golpeándole con su maza, hasta dejarlo domado.
Por la tarde tuvo que encargarse del mismo diablo, transformado en caballo, que Media-Res montó, castigándole con saña. El caballo emprendió un galope, intentando arrojar a un lago de fuego al jinete, que, golpeándole con fuerza, le obligó a saltar sobre el lago, cayendo en la otra orilla. Allí, con su cuchillo, cortó la oreja del animal, que volvió a tomar su figura del diablo, y, al verse sin ella, llorando, le suplicaba que se la devolviera. ¡Era la mayor deshonra para un demonio presentarse en el infierno sin oreja!. Media-Res lo aprovechó para pedirle, a cambio, su otra mitad, que con juramentos le negaba, pero que al fin no tuvo más remedio que entregarle, quedando al instante convertido en un bello y arrogante mancebo. Fue en busca de la princesa, que quedó enamorada al verle tan hermoso, y huyó con él en un caballo veloz como un rayo y llegaron al palacio del Rey, su padre, que se abrazó a su hija llorando de emoción.
Al héroe le recompensó dándole por esposa a la princesa, y le nombró heredero de todo su reino.
Un día en que el infeliz matrimonio se lamentaba de su mala suerte, oyeron de repente los ladridos descompuestos de los perros, que entraban en la casa presos de terror. El marido se asomó a la puerta, para indagar la causa, y vio aun distinguido caballero ricamente vestido que se apeaba de su caballo y preguntaba por él. Sorprendido quedó el pobre gaucho ante aquella importante visita. Le hizo entrar, lamentándose de que, en su absoluta pobreza, nada tenía para obsequiarle. Pero el caballero ya conocía su triste situación y venía precisamente por ello, a remediar sus necesidades y a ofrecerles una cuantiosa fortuna. Podían ser inmensamente ricos y vivir rodeados de lujo y comodidades, a cambio de una pequeña concesión. El marido le pidió que les explicara los medios de conseguirlo, y el caballero dijo:
- No os tenéis que preocupar por nada; todo os lo proporcionaré yo a cambio del alma de vuestro hijo.
La mujer, al oírlo, dándose cuenta que era Mandinga, se santiguó, horrorizada, y en el acto desapareció el caballero, dejando la cabaña impregnada de fuerte olor a azufre. El gaucho y su esposa se quedaron comentando el extraño suceso. Ellos eran cristianos y por nada del mundo venderían el alma de su querido hijo. Pero la oferta no dejaba de ser tentadora en aquella miseria en que se encontraban. Discurriendo cómo se podrían compaginar las dos cosas, al marido se le ocurrió una idea luminosa, y, tomando su caballo, partió veloz a ponerla en práctica.
Existía en las cercanías una capilla de la Virgen, que ellos frecuentaban. Llegó a ella el gaucho, y, postrándose de rodillas ante la imagen, le suplicó fervorosamente que le aclarase lo que debía hacer. La Virgen le aconsejó que no tuviera miedo de tratar con el diablo, ni de vender el alma del niño, si la dejaba intervenir a Ella; que le llevase allí el niño y le abandonara en sus manos, y que hiciera el pacto en su presencia. En unos minutos estaba de vuelta el padre con el hijo, e invocando al diablo, éste se apareció, llevando en la mano una bolsa llena de monedas de oro, que entregó al hombre, mientras reclamaba su pacto. La Virgen intervino, y con voz dulce dijo que el niño era suyo. Pero el diablo protestó insolente, y juró. Al momento se vio salpicado de agua bendita, que le produjo terribles heridas, y calló, La Virgen propuso que cedieran los dos y se repartieran el niño, y ante las protestas diabólicas, le cortó, de arriba abajo, en dos partes iguales. Eligió la derecha, y dio la izquierda al demonio, que marchó iracundo a los infiernos.
El hijo recibió de la Virgen el nombre de Media-Res, y un talismán, con el que vencería siempre, que era un escapulario. Alegre, marchó a su casa, en donde sus padres contemplaron apenados a su medio hijo. Pero él, animoso, les consoló, asegurándoles que pronto recuperaría la otra mitad, a cuya conquista se marchó en aquel momento. Entre todos, hicieron rápidamente los preparativos del viaje, le proporcionaron un soberbio caballo, buenos trajes, y, armado de cuchillo, lazo y una pesada maza, después de recibir la bendición paterna, partió en busca de su otra mitad.
Al atravesar una extensa llanura, vio venir hacia él un toro bravo, de aspecto amenazador, echando fuego por las fauces. El muchacho no se acobardó y con gran habilidad le echó el lazo, y cuando le tuvo sujeto por los cuernos, le clavó su cuchillo en el cuello, matándole. Desmontó él entonces y se hizo del cuero una larguísima correa, que engrasó bien con sebo del toro.
Llegó a un espeso bosquecillo, de cuyas matas salía un tigre, que, al verle, rugía enseñándole los dientes. El muchacho esperó a que se acercara, y cuando le tuvo a su alcance, le dio en la cabeza con la maza, dejándole muerto en el acto. Le arrancó la piel, con la que cubrió su montura.
Continuando el camino, se vio rodeado de un círculo de llamas que salían de la tierra; sacó su escapulario y al instante desaparecieron.
A los pocos pasos vio que el sendero estaba cortado por una sima profunda, de la que salían pavorosos rugidos. El joven, decidido, se enrolló a su cuerpo la piel de tigre, y atando a su caballo la correa sacada del cuero del toro, deslizándose por ella descendió a aquella profundidad, que parecía llegar hasta el centro de la tierra. Al llegar al fondo, se encontró en una caverna, junto al toro y al tigre que él había matado y quitado la piel. A tientas, encontró una puerta, y llamó en ella. Salió a abrir una joven bellísima, pero pobremente vestida y con el sufrimiento reflejado en el rostro. El muchacho dijo que era Media-Res. Ella, asustada, le aconsejó que huyera, pues su dueño era el diablo y le mataría. Le descubrió que era hija de un rey y que el diablo la había aprisionado desde niña. Media-Res le prometió su libertad y devolverla al Rey, su padre. La princesa, sintiéndose atraída por él le prometió ser su esposa.
Llegó el joven a la presencia del diablo y le ofreció sus servicios, siendo encargado de domar potros salvajes. Al día siguiente le mandaron domar un caballo feroz, con la crin erizada y aliento de fuego, que se encabritaba sobre el muchacho, queriendo aplastarle. Con gran maestría le echó el lazo, y cuando le tuvo bien sujeto, le ensilló y montó, golpeándole con su maza, hasta dejarlo domado.
Por la tarde tuvo que encargarse del mismo diablo, transformado en caballo, que Media-Res montó, castigándole con saña. El caballo emprendió un galope, intentando arrojar a un lago de fuego al jinete, que, golpeándole con fuerza, le obligó a saltar sobre el lago, cayendo en la otra orilla. Allí, con su cuchillo, cortó la oreja del animal, que volvió a tomar su figura del diablo, y, al verse sin ella, llorando, le suplicaba que se la devolviera. ¡Era la mayor deshonra para un demonio presentarse en el infierno sin oreja!. Media-Res lo aprovechó para pedirle, a cambio, su otra mitad, que con juramentos le negaba, pero que al fin no tuvo más remedio que entregarle, quedando al instante convertido en un bello y arrogante mancebo. Fue en busca de la princesa, que quedó enamorada al verle tan hermoso, y huyó con él en un caballo veloz como un rayo y llegaron al palacio del Rey, su padre, que se abrazó a su hija llorando de emoción.
Al héroe le recompensó dándole por esposa a la princesa, y le nombró heredero de todo su reino.
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