El día había amanecido hermoso. Ninguna nube se apreciaba en el cielo. Las flores abrían sus pétalos y las aves tocaban sus acostumbrados canticos mañaneros. De repente las aves se quedaron calladas. Tarandón había irrumpido en el valle. Por varios minutos olisqueó el suelo de un lado a otro. De pronto se quedó quieto, igual como una roca. Sin mover un musculo observaba a tres ardillas que jugaban animadamente. El zorro las miraba indeciso. Nunca en su vida había comido a una ardilla. Detestaba su esponjosa cola y sus movimientos nerviosos. Pero otra cosa era estar con hambre. Un hambre tan voraz que había convertido a su pacífica panza en una panza rabiosa.
“¿Qué esperas zorro orejón? ¡Salta y atrapa a una! ¡No te das cuenta que tengo hambre!”, dijo la odiosa panza aguijoneándolo con el cuchillo y el tenedor.
Obedeciendo a su enojosa panza el zorro se agazapó tras un arbusto y se preparó para emboscar a las ardillas.
“¡Vamos, caza de una vez! No he probado bocados en días”, chilló la impaciente panza haciendo sonar sus tripas en forma ruidosa.
“¡Groooiiiuuuurr, groooiiiuuuurr!”
Tomando impulso Tarandón dio un tremendo brinco y se abalanzó sobre las ardillas. Pero los animalitos no se dejaron sorprender. Apenas divisaron al zorro corrieron raudas a refugiarse a un fornido roble.
Mientras trataba de hacer callar a su panza por la perdida de tan jugosas presas, Tarandón divisó a una ardilla de pelaje rojizo que recogía distraídamente bellotas en una hondonada.
“Hazlo bien, que no huya esta vez”, le aconsejó la panza.
“¡Cállate, que sé hacer mi trabajo!”
Tarandón se puso en posición. Sigilosamente se fue aproximando al descuidado animalito. Cuando se encontraba lo bastante cerca dio un tremendo brinco y calló sobre la desprevenida ardilla.
“¡Esoooo! ¡Así se hace!”, gritó eufórica la panza rabiosa.
Pero al levantar las zarpas el zorro sólo encontró una rama seca. La ardilla se le había escabullido en el último momento.
“¿Dónde está? ¿Dónde está?”, decía mirando a todos lados.
“¡Cerca del arbusto!”, alertó la panza. “¡Síguela, síguela!…Y esta vez no la dejes escapar”.
Por un buen rato el zorro corrió tras la ardilla. Pero por más que trataba de cazarla, el animalito siempre se le escabullía, burlándolo una y otra vez.
“¡Vamos zorrito, no soporto el hambre! ¡Corre más, que no se te escape, que huele deliciosa!”, gritaba eufórica la panza.
De pronto la ardilla se dirigió veloz hacia al roble. Temiendo que se le escapara, Tarandón empezó a correr más de prisa. Y tan a prisa corría que no se dio cuenta cuando la pequeña ardilla trepó al árbol. Cuando quiso frenar ya era tarde, el grueso tronco se le vino encima, impactando su cabeza.
“Zorro, zorro, me oyes! ¿Estás bien?”, chillaba la panza.
Tarandón no escuchaba nada. La cabeza le daba vueltas como un trompo.
Llena de curiosidad la pequeña ardilla se asomó a una rama y miró al zorro.
“Pobrecito, se golpeó la cabezota”, dijo riéndose.
Abajo del árbol la panza chillaba de rabia. Haciendo sobresalir el tenedor y el cuchillo por debajo de la piel amenazó a la burlona ardilla.
“¡Ya vas a ver a quién le va a doler la cabeza cuando me la coma!”
“¡Vete de aquí, panza rabiosa! ¡Aprende a comer tréboles y nueces para que no tengas hambre!”, le gritaban las otras ardillas sacándole la lengua.
“¡Blagh! Jamás comería tréboles, nueces o cualquiera cosa parecida. Esos bocadillos son para animales de segunda categoría. ¡Y tú, zorro estúpido! ¡Levántate de una vez! ¡Sube al árbol y cómete a esa mal educada ardilla!”, decía la panza rabiosa haciendo sonar las tripas.
“¡Groooiiiuuuurr, groooiiiuuuurr!”
A duras penas el zorro se puso de pie. Obedeciendo a su enojona panza comenzó a trepar el roble. Las ardillas quedaron desconcertadas. Asustada veían como Tarandón subía y subía. Ninguna quería imaginar que sucedería si lograba llegar hasta donde ellas estaban.
Dejando a sus confundidas hermanas que chillaban de horror, la pequeña ardilla fue a buscar una bellota y se la arrojó al zorro. Siguiendo el ejemplo las demás ardillas dejaron de lamentarse y fueron a buscar las bellotas que tenían reunidas para el invierno y empezaron a arrojárselas al intruso. Tantas bellotas le lanzaron al pobre zorro que no pudo soportar el incesante bombardeo. Dando un impulso saltó al suelo y corrió a protegerse bajo los arbustos.
“¿Qué haces zorro tonto, zorro estúpido? ¿Acaso no recuerdas las enseñanzas de tu madre? Ella sí que era una buena cazadora. Aún rememoro los estofados de conejo que nos hacía cuando eras cachorro”, suspiró la panza. “¡Y ahora, vuelve a subirte al árbol. Te lo ordeno!”
“¡No quiero volver!”, contestó enfurruñado Tarandón.
“¡Súbete al árbol, te digo!”, ordenó otra vez la panza.
“Te digo que no lo haré, y déjate de ordenarme, panza pulgosa”.
“Te advierto que si no lo haces, llenaré de tantos hoyos tu piel que no te servirá para nada”, amenazó la panza rabiosa aguijoneándolo con el tenedor.
Cansado que su iracunda panza lo aguijoneara, Tarandón recogió algunas bellotas que le habían arrojado las ardillas y comenzó a masticarlas.
“Noooooo… No hagas eeeso querido amiiiigo. Recuerdas cuántas cosas hemos pasado juuuuntos”, dijo asustada la panza rabiosa. “Las bellotas son amaaaargas y duuuuras… Nooooo, no las comas, por favooor… No me nutraasss con alimentooos de segun…da ca… te… go……ri……..a…….”
Poco a poco la panza rabiosa se fue quedando en silencio. Tarandón había dejado de sentir hambre. Y para admiración de las ardillas, que lo miraban asustadas, siguió comiendo bellotas durante toda la mañana, hasta quedar satisfecho.
Las ardillas bajaron a penas el alegre zorro se perdió en la quebrada. Todas se pusieron tristes, algunas se pusieron llorar. No había quedado una sola bellota en el prado. Ni siquiera una chiquita que le sirviera para engatusar a sus pequeñitas pancitas vacías que ya se estaban poniendo rabiosas.
Fin