domingo, 7 de febrero de 2010

El mostruo del lago "cuento africano"

Érase una vez la hija de un poderoso rey. Se llamaba Untombina y era muy valiente.
En el país en que ella habitaba existía un lago encantado al que ningún ser humano se acercaba. En el lago vivía un Monstruo que, sin compasión ni piedad, se llevaba al fondo a cuantos se extraviaban por aquella región y a los que equivocadamente intentaban bañarse en las claras aguas del lago.
Untombina había oído hablar con frecuencia del Monstruo y también sabía dónde estaba el lago que aquél habitaba.
Sucediéronse lluvias torrenciales y muy continuas en todo el país, y las tierras quedaron inundadas; entonces Untombina dijo a sus padres:
- Yo quiero ir a ver al Monstruo del lago para preguntarle si podría hacer cesar esta lluvia pertinaz.
Pero su padre, el Rey, se lo prohibió, y su madre derramó abundantes lágrimas a la sola idea de lo que pudiese suceder, ya que era terca Untombina, y lo más fácil de suponer era que el Monstruo la devorase.
En consecuencia, la muchacha permaneció en casa, más que por la prohibición paterna y los llantos de la madre, porque, estando el país inundado, se hacían los caminos intransitables.
Pero, al año siguiente, empezó a llover de nuevo y las aguas llegaron hasta lo más alto de los más altos muros que rodeaban el poblado, y Untombina no pudo contenerse por más tiempo. Quiso ir a toda costa al lago encantado y fue imposible disuadirla; ya ni escuchó la voz autorizada del padre, ni las lágrimas de desconsuelo de la madre la cambiaron de propósito.
Convocó a todas las muchachas del pueblo y eligió, de entre todas, a doscientas para que la acompañasen en el viaje. Vistióse como una novia. Siguiendo su ejemplo, las muchachas ataviáronse con sus mejores galas y sus más preciadas joyas.
Salieron juntas por las puertas del poblado. Untombina en medio y cien muchachas a cada lado del camino, formando como una Corte de honor. Riendo y cantando caminaban las jóvenes, como si llevaran a la novia al novio, y cuando encontraban por el camino a los mercaderes que, en grandes carretas tiradas por bueyes, recorrían el país, llamábanlos con voces joviales y gozosas y preguntábanles cuál, de entre todas, era la más bella.
Los hombres se acercaban y contestaban que ellos encontraban a todas muy lindas, pero ninguna comparable con Untombina.
- Pues - decían los mercaderes - la hija de vuestro rey es esbelta como el árbol de la altura y tan lozana coma la fresca hierba que brota después de las lluvias fecundas.
Cuando las otras jóvenes oían estas palabras se enfadaban tanto que maltrataban a los mercaderes y los llenaban de improperios. Luego proseguían su camino. Era un alegre espectáculo ver a aquellas encantadoras jóvenes caminando jovialmente, ataviadas con primor y luciendo sus mejores joyas, refulgentes al sol, y sus collares y brazaletes de ricas perlas.
Declinaba el día cuando las bellas muchachas llegaron al encantado lago. Y, al llegar, despojáronse de todas sus galas y saltaron al agua fresca y cristalina para bañarse a los últimos rayos del sol.
¡Qué alegres estaban las lindas negritas! Chapoteaban, tirábanse unas a otras agua del lago, brincaban, saltaban y nadaban alborozadas.
Desapareció el sol y tuvieron que buscar un sitio donde pudieran dormir. Realmente ya era hora de abandonar el placer del lago. Así lo hicieron, pero podéis imaginaros su espanto cuando advirtieron la falta de sus lindas sayas y vestidos, de los aros de los tobillos, collares y brazaletes.
- ¡Oh, oh, oh! - gritaron a una - ¡Mira, Untombina, el Monstruo del lago nos ha robado todas nuestras prendas y joyas! ¿Qué hacemos ahora?... Oh, Untombina, ¿qué hacemos ahora?
Gritaban tan fuerte como podían; tan sólo Untombina permanecía indiferente y altiva, contemplando a las muchachas asustadas.
Al fin la más atrevida de todas dijo gritando:
- ¡La culpa es tuya, Untombina; sólo tú nos has traído esta desgracia!
Otra, muy piadosa por cierto, propuso que todas se arrodillaran y suplicaran al Monstruo que les devolviera lo que les había robado.
Pero Untombina rehusó, altiva, la proposición.
- Yo soy la hija del rey - dijo - y no pienso humillarme ante el Monstruo.
Y diciendo esto se apartó de las otras muchachas que, entre lágrimas y sollozos, suplicaban al Monstruo les devolviese sus tesoros.
- ¡Oh, señor de este lago - clamaron - devuélvenos nuestras preciosas joyas y ricos vestidos! No quisimos hacerte ofensa ni daño. Fue Untombina, la hija de nuestro rey, la que aquí nos trajo. Solamente ella tiene toda la culpa.
Y entonces, de repente, vestido tras vestido, aro tras aro, collar tras collar, brazalete tras brazalete, empezaron a caer como llovidos del cielo sobre la orilla del lago.
Y, al cabo de un corto espacio de tiempo, las doscientas muchachas que habían acompañado a Untombina estaban vestidas y dispuestas a regresar al poblado.
Tan sólo Untombina no se había vestido. Altiva, permanecía erguida con los brazos cruzados sobre su pecho y, cuando las muchachas le rogaban que pidiera al Monstruo que le devolviese sus vestidos y sus joyas, ninguna palabra salió de sus labios.
- Oh, Untombina, hazlo, por favor. Pídeselos, Untombina - le suplicaban las muchachas.
Pero Untombina irguióse más altiva y más orgullosa aún, tanto que a los ojos de sus compañeras no parecía tan linda, y contestó:
- Jamás. Yo soy la hija de un rey y no suplico a nadie.
Cuando el Monstruo del lago oyó estas palabras, salió a flor de agua, apoderóse de la orgullosa muchacha y se la tragó.
Lanzando gritos de terror las muchachas huyeron como galgos y al llegar al poblado contaron lo que le había ocurrido a la hija del rey.
- ¡Oh! - sollozó el desventurado padre; - yo se lo había advertido innumerables veces, pero ella no quiso escucharme. Pero aguardad, muy pronto, la libertaremos de las garras del Monstruo.
Y ordenó:
- ¡Mis guerreros, armaos de vuestros escudos, lanzas, hondas, arcos y agudas flechas! ¡Vamos a libertar a mi hija!
Pronto todo un ejército de guerreros negros se puso en marcha hacia el lago encantado.
El Monstruo asomó la cabeza fuera del agua, y al ver a tantos guerreros, abrió su descomunal y gigantesca boca y se tragó a un sinfín de ellos con la facilidad con que antes se tragara a Untombina. Su enorme cuerpo parecía que iba agrandándose por momentos, y era verdaderamente espantoso ver cómo perseguía a los que intentaban salvarse; y así fue la persecución hasta las mismas puertas del poblado.
Pero junto a la puerta estaba el rey con la más aguda de las lanzas que poseía y se enfrentó con el Monstruo, cuyo cuerpo se extendía por casi sobre una legua de distancia, ¡tan enormes eran sus proporciones!
El viejo rey era un valiente guerrero muy diestro en el arte de batallar, y supo al instante dónde tenía que atacar a su enemigo. Primero le hundió la lanza en la garganta y luego le hizo un agujero en un costado. Por este costado empezaron a salir todos sus guerreros y finalmente la valerosa Untombina, más altiva que nunca.
El rey la tomó de la mano y la acompañó en triunfo hasta su madre, que tanto había llorado por ella.
Afortunadamente el Monstruo fue muerto, y el lago donde habitaba quedó, desde aquel instante, desencantado.

viernes, 5 de febrero de 2010

Las Alas robadas "cuentos africanos"

Érase una vez un príncipe llamado Sakaye Macina que viajaba por placer. Y he aquí que llegó a una ciudad en un día de feria.
Al apearse de su caballo oyó a un viejo que voceaba:
- ¿Quién quiere, por una jornada de trabajo, ganar cien monedas de oro?
Sakaye se acercó al anciano y le dijo:
- Yo estoy dispuesto a trabajar todo un día por ese salario.
El viejo era un guinarúgenio que frecuentaba los mercados con el único propósito de engañar a algún forastero y llevárselo a su choza para comérselo.
Respondió:
- Pues bien, Sakaye Macina. Deja tu caballo aquí y ven conmigo hasta el pie de aquella alta montaña. Allí encontrarás la faena que has de hacer.
Sakaye siguió, sin pronunciar palabra, al guinarú, que había tomado el camino de la montaña indicado. Así que llegaron a las estribaciones del monte altísimo, el guinarú dijo:
- Sube a la cúspide. Arriba hallarás a tus compañeros ocupados ya en la labor.
- Pero, ¿por dónde puedo escalar la cima? - preguntó Sakaye. - No veo la posibilidad. ¡Si está cortada casi a cuchillo!
- Yo te proporcionaré una montura que te llevará a destino - respondió el viejo guinarú.
Palmoteo éste y al punto apareció una tórtola gigantesca ensillada.
- Monta este corcel - ordenó el viejo.
Sakaye obedeció y el pájaro se elevó hasta la cima de la alta montaña. Una vez allí, depositó a su jinete sobre una enorme roca y desapareció.
Sakaye miró en derredor y vio una choza amarilla. Esta choza era de oro puro.
Aproximóse y con asombro observó la presencia de un anciano cuyos ojos eran tan grandes y amarillos como el sol de mediodía.
Y divisó, cuando se dirigía hacia este viejo, a lo lejos y por encima de él, el Universo entero, pues la montaña sobre la cual se encontraba era la más alta de toda la tierra.
Muy cerca de este viejo de "los ojos de sol" vio una gran cantidad de cráneos humanos esparcidos por el suelo.
Preguntó al viejo de quién era la choza de oro y quién había matado a los dueños de aquellos cráneos.
Preguntóle también por que razón un hombre tan viejo como él se encontraba en un lugar tan espantoso, mayormente cuando, según todas las apariencias, era el único ser que moraba en aquella soledad altísima.
- Sakaye Macina - respondió el anciano, - yo soy el guardián de esta choza. Los que aquí habitan son yébem, devoradores de hombres. ¡He aquí que tú estás en poder de ellos y no te escaparás! El padre de ellos te ha encontrado en el mercado y te sedujo con la esperanza de poseer el oro que te ofreció por un jornal. En consecuencia, espera aquí tu fin, porque dentro de un instante caerás en sus manos, donde hallarás la muerte. Te devorarán tan pronto el yébem que te ha encontrado esté de regreso. ¡Y no tardará mucho!
- ¿Tú también eres un devorador de hombres? - preguntóle Sakaye.
- ¿Yo? - exclamó el anciano. - ¡No! Yo soy un yébem, pero en ningún modo de los devoradores de hombres. Yo pertenezco a otra raza diferente. Me obligan a permanecer aquí en virtud de un sortilegio que me priva del uso de las piernas; a no ser por esto, hace mucho tiempo que habría regresado al lado de los míos. Delante de la choza les sirvo de guardián y me es imposible escapar.
- Muy bien, anciano. ¿Y dónde están en este momento esos ogros propietarios de la choza de oro y dueños de tus piernas?
- Están de caza y volverán al mismo tiempo que su padre, a quien tú ya conoces.
- Entonces, ¿ahora no hay nadie en la vivienda?
- Nadie, a excepción de unos yébem muy jóvenes que se distraen jugando a las conchas.
- Entraré, pues, y me esconderé en algún granero en espera de la noche para escapar.
- Te suplico que no hagas tal cosa - gritó el viejo. - Tú serías la causa de mi perdición, pues los yébem, a su regreso, me matarían sin compasión al oler carne humana en su casa.
Sakaye, que sabía que el guinarú de los "ojos de sol" no podía nada contra él, porque el sortilegio le impedía el uso de las piernas, entró precipitadamente, sin hacer caso de sus advertencias y súplicas.
Al ver al intruso, los jóvenes yébem, que estaban jugando y se habían quitado las alas para estar más desembarazados, se asustaron y se metieron de un salto en un gran agujero que había en el centro de la guarida. Pero tuvieron tiempo de recoger sus alas.
Tan sólo la hermana, una muchacha muy jovencita, abandonó las suyas en la precipitación de la huida.
Cuando ella se encontró en medio de sus hermanos, éstos le dijeron:
- Pequeña, has dejado tus alas a la discreción del intruso. Anda por ellas, aunque ello te cueste la libertad. Debes intentar recuperarlas, pues jamás se ha dado el caso de que una yébem haya dejado sus alas en poder de un humano.
La joven yébem, a pesar de su espanto, regresó a la choza y, dirigiéndose a Sakaye, le dijo:
- ¡Humano, yo te suplico que me devuelvas mis alas!
- Te las devolveré con una condición - respondió el príncipe. - Quiero que me lleves a mi pueblo.
- Te lo prometo - dijo ella.
Entonces Sakaye le devolvió las alas y ella se las puso en lugar adecuado. Hecho esto, el príncipe montó sobre la espalda de la joven yébem y voló tan alto, tan alto, que ya no podía distinguir siquiera la tierra.
Ella lo depositó delante de la puerta del palacio del rey y quiso, inmediatamente, regresar a la choza de la alta cumbre, pero Sakaye la retuvo a la fuerza. Para lograrlo, le quitó las alas y las escondió en los almacenes del rey.
Y acaeció luego, que la tomó por esposa. Desposados, vivieron así algunos años, y la joven yébem dio a luz tres hijos, todos derechos como un huso y lindos como flores.
A pesar de la alegría que ella sentía de ser madre la yébem tenía el corazón apesadumbrado. Añoraba y sentía nostalgia de la soledad de las altas cumbres.
Una noche, mientras su marido y sus hijos dormían, se transformó en un ratoncillo y, por un diminuto agujero, penetró en el almacén de su suegro el rey. Cogió las alas y se las ajustó a sus hombros. Luego, volvió para buscar a sus hijos, los ocultó bajo sus alas y, remontando el vuelo, se dirigió rauda hasta la montaña de sus amores.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Analia Tubarí y Samba Gana "Cuentos Africanos"

En el país de Wagana reinaba la hermosa Analia Tubarí. El padre de la bella reinante había sido el rey de Wagana. Vencido en la guerra, tuvo que entregar una de sus ciudades. Su orgullo no pudo soportar aquel baldón y murió de pesar. Y la hermosa Analia Tubarí heredó el reino de su padre.
Apuestos y gallardos caballeros y guerreros de renombre presentáronse en la ciudad de Wagana a solicitar su mano, pero ella les exigía que reconquistaran la ciudad perdida y que ganaran, además, otras cien ciudades.
Ningún pretendiente, con ser incontables, se atrevió a emprender hazaña tan singular. Y pasaron los años y la hermosa Analia Tubarí perdió toda su alegría; cada día estaba más triste pero con la melancolía aumentaba su encanto.
Y en aquellos mismos días reinaba en un país vecino un rey que tenía un hijo llamado Samba Gana.
Gana era joven y de carácter jovial. Cuando fue mayor salió un día, acompañado de un trovador y varios escuderos, a recorrer el ancho mundo, en busca de aventuras maravillosas.
Y un día Samba Gana se batió con el príncipe de una ciudad. Todos sus habitantes presenciaron el rudo combate. Venció Samba Gana. El príncipe vencido le pidió que le perdonara la vida y le ofreció su ciudad.
Samba Gana se echó a reír y dijo:
- Tu ciudad nada me importa; quédate con ella.
Y Samba Gana siguió, alegre y risueño, su camino.
Venció, uno tras otro, a todos los príncipes vecinos, y los príncipes vencidos le ofrecían, como premio de su brillante victoria, una ciudad.
Pero Samba Gana les contestaba siempre con idénticas palabras:
- Tu ciudad no me importa nada; quédate con ella.
Y poníase de nuevo, alegre y risueño, en camino, en busca de nuevas y mayores aventuras.
Descansaba un día con su trovador a orillas del Níger, cuando el trovador cantó la canción de la hermosa Tubarí, triste y solitaria. Y el canto decía:
- Ganará a Analia Tubarí y la hará sonreír el caballero que conquiste cien ciudades.
Cuando Samba Gana oyó la canción púsose en pie súbitamente, y gritó:
- ¡Vamos al punto al país de Analia Tubarí!
Montaron a caballo y Samba Gana rompió la marcha con su trovador y sus escuderos.
Cabalgaron siete días y siete noches sin cesar, y llegaron a la bella ciudad de la hermosa Analia Tubarí, flor triste y solitaria.
Al verla, tan hermosa y tan triste, Samba Gana exclamó:
- ¡Analia Tubarí: yo conquistaré las cien ciudades para ti!
Y antes de partir a la conquista ordenó al trovador:
- Quédate con la hermosa Analia Tubarí. Cántale, distráela, hazla reír.
Y quedóse el trovador en la ciudad junto a la hermosa. Todos los días le cantaba canciones de los héroes de su país, de sus bellas ciudades, y de la serpiente del río que hace crecer su cauce a capricho, fecundando las tierras abundantes en cosechas de arroz, sostén de sus habitantes, o condenando a éstos a la miseria y el hambre...
La hermosa Analia Tubarí escuchaba, triste y silenciosa.
Samba Gana batióse cien veces con cien príncipes diestros y a todos abatió. Y a todos los vencidos así hablaba:
- Preséntate a la hermosa Analia Tubarí y dile que tu ciudad le pertenece.
Los cien príncipes y numerosos guerreros presentáronse ante Analia Tubarí a hacer acto de sumisión. Y la hermosa Analia Tubarí reinaba sobre todos los príncipes y guerreros de la vasta región.
Samba Gana se presentó entonces a Analia Tubarí y le dijo:
- Ya son tuyas las cien ciudades.
Analia Tubarí respondió:
- Has triunfado y seré tu esposa.
Samba Gana repuso:
- ¿Por qué estás tan triste, hermosa Analia Tubarí? No me casaré contigo hasta que logre verte sonreír.
- Antes entristecíame la vergüenza de mi padre vencido - respondió Analia. - Ahora no puedo sonreír, porque nadie puede cumplir mi deseo.
Samba Gana preguntó:
- ¿Cuál es tu deseo, hermosa Analia Tubarí? Indícame lo que debo hacer.
- Mata a la serpiente del río, que un año trae abundancia y otro escasez y miseria, y me verás sonreír.
Samba Gana repuso:
- Nadie se ha atrevido a hacerlo, pero yo lo haré.
Encaminóse al río y buscó a la poderosa serpiente. Anda que te anda, llegó a una ciudad que bañaba el río; no encontró a la serpiente y siguió río arriba. Llegó a otra ciudad, pero tampoco allí estaba la serpiente y prosiguió su persecución, río arriba siempre.
Por fin encontró a la poderosa serpiente y luchó con ella. Tan pronto vencía el infernal reptil como Samba Gana. La caudalosa corriente iba ya en una dirección, ya en otra. Las grandes y altísimas montañas se desplomaban y la ancha tierra se abría.
Siete años luchó Samba Gana con la infernal serpiente, al cabo de los cuales, después de titánicos esfuerzos, la venció. Durante, estos años de lucha, Samba Gana perdió mil lanzas y cien espadas; una espada y una lanza ensangrentadas le quedaban tan sólo.
Y dio al trovador la última de sus lanzas, ensangrentada con la sangre de la victoria, diciendo:
- Lleva esta lanza a la hermosa Analia Tubarí; dile que he vencido a la serpiente y observa si sonríe.
El trovador entregó la lanza a la hermosa Analia Tubarí.
Ésta le dijo:
- Dile a Samba Gana que traiga la serpiente para que, como esclava mía, sea yo la que conduzca el cauce del río a mi placer y antojo. Cuando yo vea a Samba Gana con la serpiente a cuestas, sonreiré.
Fue el trovador y transmitió el deseo de Analia Tubarí a Samba Gana, y cuando éste oyó las palabras de la hermosa, dijo:
- ¡Es excesivo el antojo!
Y cogió la ensangrentada espada y se la clavó en el pecho; sonrió el héroe por última vez y cayó muerto.
Recogió con devota unción el trovador la ensangrentada espada y se presentó ante Analia Tubarí, la hermosa, a quien dijo:
- Ésta es la espada de Samba Gana. Teñida está de sangre, ¡oh, bella entre las más bellas! Sangre es ésta de la serpiente y del héroe que la batió. ¡Samba Gana ha sonreído ya por última vez!
Analia Tubarí reunió a todos los príncipes y guerreros, y montados a caballo llegaron a donde estaba el cadáver de Samba Gana.
Entonces la hermosa dijo:
- Fue el más sublime de todos los héroes. ¡Levantadle una tumba alta como jamás se haya levantado para príncipe, rey, emperador y héroe conocido!
Diez veces mil hombres cavaron la tierra. Cien veces mil hombres edificaron una colosal pirámide. Cien veces mil hombres amontonaron tierra sobre la colosal pirámide. Y la pirámide subía, subía...
Todas las mañanas la hermosa Analia Tubarí ascendía con sus príncipes y guerreros a la cima de la colosal pirámide. Todas las mañanas cantaba el trovador la canción de Samba Gana, el héroe inmortal que batió a la serpiente del río.
Todas las mañanas la hermosa Analia Tubarí decía:
- La pirámide no es bastante alta. ¡Levantadla hasta que se pueda divisar mi ciudad de Wagana!
Cien veces mil hombres siguieron acarreando tierra y la aplanaban. Siete años siguió subiendo, subiendo la pirámide. Y al fin del séptimo año salió el sol.
Entonces el trovador miró en torno suyo y gritó un canto de júbilo:
- ¡Analia Tubarí, la muy hermosa: hoy se divisa Wagana!
Y Analia Tubarí miró hacia el Oeste y exclamó:
- ¡Ya veo Wagana! ¡El sepulcro de Samba Gana, el héroe de los siglos inmortales, es todo lo grande que su nombre merece!
Y la hermosa, en un transporte de divino arrobo, sonrió. Sonrió y ordenó:
- ¡Ahora, príncipes y guerreros, dispersaros por toda la faz de la tierra y sed héroes como Samba Gana!
Y nuevamente sonrióse la bella, por última vez, y cayó muerta.
Enterraron a la hermosa Analia Tubarí en la cripta de la colosal pirámide, junto a Samba Gana, el héroe inmortal por los siglos de los siglos.

lunes, 1 de febrero de 2010

Las tres hermanas e Itrimubé "cuentos africanos"

Érase una vez un hombre y una mujer que tenían tres hijas. La más pequeña llamábase Ifara y era entre todas la más bonita. Una noche Ifara soñó y, al despertar del día siguiente, contó el sueño a sus hermanas.
- Yo soñé - les dijo - con el Hijo del Sol, que descendía de los cielos para buscar esposa en la tierra y, ¿lo creeréis?, fui yo la elegida por esposa entre todas las mujeres.
Las dos hermanas, celosas, se disgustaron al escuchar el sueño de Ifara y se dijeron:
- ¡En verdad, ella es mucho más bonita que nosotras dos, y quién sabe si un poderoso y gran señor llegará para desposarse con ella! Es preciso deshacerse de ella. Pero antes veamos si todas las gentes piensan igualmente de la belleza de Ifara.
Llamaron, pues, a Ifara y la invitaron a componerse para pasear juntas. Encontraron enseguida a una anciana.
- Oh, buena señora - inquirieron las dos hermanas a coro - ¿cuál de las tres es la más bella?
La anciana respondió:
- Ramatua no está mal; Raivu igualmente es bella; pero es Ifara la más encantadora de todas.
Entonces Ramatua despojó a su hermana Ifara de las ropas exteriores.
Y encontraron, luego, a un anciano, y le preguntaron:
- Oh, buen hombre, ¿cuál de las tres es la más bella?
El anciano contestó lo mismo que la buena mujer, y Raivu desnudó a Ifara de la ropa interior.
Muy pronto encontraron a Itrimubé, monstruo mitad hombre, mitad toro, con una larga cola puntiaguda.
- Ahí está Itrimubé - se dijeron las dos hermanas, y le llamaron a voz en grito:
- Itrimubé, ¿cuál de las tres es la más bella?
Itrimubé, rugiendo, contestó:
- No es difícil responder: Ifara es la más bella.
Las dos hermanas, llenas de rabia, se dijeron:
- Nosotras no podemos darle muerte, pero la mandaremos coger las legumbres de Itrimubé; él se encolerizará y se la comerá.
Con estos propósitos llamaron a Ifara y le dijeron:
- Apostemos cuál de las tres coge las mayores batatas.
- ¿Dónde hay que cogerlas? - preguntó Ifara.
- Allá abajo - contestaron sus hermanas mostrándole los campos de Itrimubé. - Mas coge solamente las recién granadas.
Cuando Ifara entregó sus batatas, vio que las suyas eran mucho más pequeñas que las que sus hermanas habían cogido. Burláronse de ella y le dijeron:
- Anda lista en busca de otras.
En el preciso momento en que Ifara dirigióse de nuevo a los campos por mayores batatas, llegó Itrimubé galopando sobre sus cuatro patas; atrapóla y dijo en un grito:
- Rico presente, te pesqué; ¿eres tú la que robas mis batatas? Yo te comeré.
- ¡Oh, no, no! - exclamó la desventurada Ifara llorando. - Permitidme antes que sea vuestra esposa, y yo os cuidaré con amor.
- Bien, pues - dijo Itrimubé, y llevósela a su gruta.
Mas su idea era la de engordarla para comérsela seguidamente.
Las dos hermanas tornaron a su sano juicio al ver cómo el monstruo se llevaba a Ifara. Y corrieron a su casa para contar a sus padres que Ifara había sido sorprendida por Itrimubé cuando aquélla cogía sus batatas, y que éste la había devorado. Padre y madre lloraron amargamente y sin consuelo por la muerte de su amada hija.
Durante algún tiempo Itrimubé engordó a Ifara; túvola encerrada en su guarida, mientras iba en busca de manjares para darle de comer; decíase el monstruo que pronto estaría su presa lo suficientemente gorda y se deleitaba pensando en lo rica que resultaría asada.
Un día que Itrimubé había salido hasta el anochecer, Ifara vio un ratoncillo que, parándose ante ella, le dijo:
- Dame unos granos de arroz, Ifara, y yo te revelaré un secreto.
Ifara echóle unos granos de arroz y el ratoncillo hablóle así:
- Itrimubé piensa comerte mañana, mas yo roeré la cuerda que cierra la puerta de tu cárcel y podrás salvarte con la fuga. Lleva contigo un huevo, una escoba, un bastón y una piedra muy redonda y muy lisa, y echa a correr por el lado sur.
Cuando el diminuto ratón hubo cortado la cuerda que cerraba la puerta, Ifara, provista de un huevo, un bastón y una piedra redonda y muy pulida, y dejando un tronco gigantesco de plátano en su lecho, cerró la puerta y echó a correr.
Regresó Itrimubé llevando un caldero y el arma para matar y cocer a Ifara. La puerta estaba cerrada; llamó y gritó, pero nadie contestó a sus llamadas.
- Bien - pensó - ¡Ifara tanto ha engordado que no puede menearse!
Tiró abajo la puerta y, corriendo derecho hacia el lecho, hincó el arma en el tronco descomunal de plátano, pensando matar a Ifara.
- ¡Qué gorda está Ifara! - dijo - Mi arma se hunde sin esfuerzo.
Retiróla y pasó la lengua por su filo.
- ¡Ifara es todo sebo de tan gorda y resulta insípida! ¡Estará mejor, a buen seguro, asada!
Mas, descubierto el lecho, observó el tronco de plátano, lo que le encolerizó como es difícil de ponderar. Salió de su guarida y husmeando los aires por el Norte: nada; husmeó por el Este: nada; husmeó por el Oeste: nada; hacia el Sur, luego: "¡Ah, esta vez di contigo!"
Y empezó a galopar, y muy pronto alcanzó a Ifara.
- ¡Por fin, ya te atrapé! - gritó.
Ifara tiró a tierra su escoba, y así habló:
- ¡Por mi madre y por mi padre, que esta escoba se convierta en una interminable barrera que Itrimubé no pueda cruzar!
¡Y he aquí que la escoba se alarga y ensancha hasta convertirse en infranqueable barrera!
Pero Itrimubé hincó su larga cola puntiaguda por debajo de la muralla hasta que consiguió labrarse un camino y entonces gritó:
- ¡Por fin, ya te atrapé, Ifara!
Ifara tiró a tierra el huevo, y así habló:
- ¡Por mi madre y por mi padre, que este huevo se convierta en un estanque que Itrimubé no pueda salvar!
El huevo se rompió y convirtióse en un estanque muy profundo.
Pero Itrimubé empezó a beber hasta que consiguió secar el estanque; entonces cruzólo y gritó:
- ¡Rico presente: ya te consigo, Ifara!
Entonces Ifara tiró su bastón a tierra, y así habló:
- ¡Por mi madre y por mi padre, que este bastón se convierta en un inmenso bosque que Itrimubé no pueda atravesar!
El bastón convirtióse en un bosque donde se entrelazaban los árboles.
Pero Itrimubé cortó las ramas con su cola sin dejar un árbol en pie.
- ¡Ahora si, ya te conseguí, Ifara! ­ gritó.
Pero Ifara tiró su piedra redonda y pulida a tierra y así habló:
- ¡Por mi madre y por mi padre, que esta piedra se convierta en un gran peñasco perpendicular!
La piedra creció, agrandóse y convirtióse en un gran peñasco perpendicular, y fue del todo imposible que Itrimubé trepara por él.
Entonces él gritó:
- ¡Échame una cuerda, Ifara; yo no te haré ningún daño!
- No te levantaré en alto si antes no dejas tu arma plantada en el suelo - replicó Ifara.
Itrimubé dejó su arma en el suelo, y la buena de Ifara dio manos a la obra, llevando por los aires, con una cuerda, a su enemigo.
Mas tan pronto como vio éste que podía ya alcanzarla, gritó:
- ¡En verdad, en verdad, ahora sí que te tengo, Ifara!
Ifara tanto se asustó que soltó la cuerda que tenía en sus manos, e Itrimubé rodó hasta el abismo, donde, al caer sobre su propia arma, halló la muerte.
Ifara no sabía cómo hallar el camino de la casa de sus padres y, sentada sobre el peñasco, lloraba desconsolada. Bien pronto acudió un cuervo y, al verlo cerca, Ifara así le cantó:

"Cuervo, bonito cuervo,
si me llevas contigo a mis padres,
yo puliré tus negras alas."

- ¡No - contestó el Cuervo - no, yo no te llevaré, no; no podrás contar que haya sido yo el que frutas verdes comiera!
Y llegó luego un milano y así le cantó Ifara:

"Milano, hermoso milano
si me llevas contigo a mis padres,
yo puliré tus alas grises."

- ¡No - contestó el Milano - yo no te llevaré, no! No podrás jamás contar que yo haya comido ratas muertas.
La desventurada Ifara, así abandonada lloraba amargamente, cuando advirtió la presencia de una paloma azul que arrullaba "reú, reú, reú", y así le cantó Ifara:

"Paloma, linda paloma,
si me llevas contigo a mis padres,
yo te puliré tus alas azules."

- ¡Reú! ¡Reú! ¡Reú! Ven, hermosa niña - arrulló la paloma azul. - Pláceme compadecerme de los que sufren.
Y llevósela hasta el pozo de sus padres, dejándola sobre la copa de un árbol, junto al brocal del pozo.
Al poco, una pequeña esclava negra acudió en busca de agua, y, al asomarse al pozo, vio, como en un espejo, la imagen de Ifara, y pensó que era la suya propia.
- Ciertamente - díjose la esclava - soy demasiado hermosa para acarrear agua con este vil botijo.
Y tirólo al suelo, donde se hizo añicos, mientras Ifara decía:
- ¿Mi padre y mi madre gastan su dinero comprando botijos para que así tú los rompas tan fácilmente?
La esclava miró por doquiera, mas a nadie vio y tornóse a casa.
A la mañana siguiente, la pequeña esclava fue con un nuevo cántaro por agua, y también esta vez, vio el rostro de Ifara en el fondo del pozo; con alborozo, gritó:
- ¡No, basta de llevar el cántaro a la fuente; soy demasiado bonita para este menester!
Y, también ahora, rompió el botijo.
Pero Ifara repitió las mismas palabras:
- ¿Mi padre y mi madre gastan su dinero comprando botijos para que así tú los rompas tan fácilmente?
La esclava miró por todos los lados, y, no viendo a nadie, aceleró el paso hacia la casa de sus dueños, y contó haber oído en el fondo del pozo una voz semejante a la de Ifara.
El padre y la madre echaron a correr, y cuando Ifara los distinguió, descendió del árbol, y los padres lloraron de alegría por tan feliz encuentro.
Los padres de Ifara tanto se enojaron contra las otras dos hermanas que las echaron de casa, viviendo dichosos con Ifara.