Había una vez un hombre casado con una mujer extraordinariamente pendenciera. El pobre hombre no tenía un momento de tranquilidad, pues por cualquier nadería lo abrumaba a denuestos su mujer, y si él se atrevía alguna vez a replicar, lo echaba a escobazos de la cocina. Al desgraciado no le quedaba otro consuelo que ir al campo a cazar conejos con lazo y pájaros con trampas que colgaba de los árboles, porque cuando llevaba buena caza, su mujer se calmaba y dejaba de atormentarlo durante uno o dos días y él gustaba unas horas de paz.
Un día salió al campo, preparó sus armadijos cogió una grulla.
- ¡Qué suerte la mía! -pensó el buen hombre. Cuando vuelva a casa con esta grulla y mi mujer la mate y la ase, dejará de molestarme por algún tiempo.
Pero la grulla adivinó su pensamiento y le dijo con voz humana:
- No me lleves a tu casa ni me mates; déjame vivir en libertad, y serás para mí como un padre querido y yo seré tan buena para ti como una hija.
El hombre se quedó atónito y soltó a la grulla, pero al volver a casa con las manos vacías, lo abroncó su mujer de tal manera, que el infeliz hubo de pasar la noche en el patio, bajo la escalera. Al día siguiente, muy temprano, se marchó al campo y estaba preparando sus armadijos, cuando vio a la grulla del día antes que se le acercaba con una alforja en el pico.
- Ayer -dijo la grulla- me diste la libertad y hoy te traigo un regalito. Ya me lo puedes agradecer. ¡Mira!.
Dejó la alforja en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y he aquí que, sin saber cómo, saltaron de la alforja dos jóvenes, que en un momento prepararon una mesa llena de los manjares más exquisitos que puedan imaginarse. El hombre se hartó de comer las cosas más sabrosas que en su vida había probado, y sólo se levantó de la mesa cuando la grulla gritó:
- ¡Los dos a la alforja!
Y jóvenes, mesa y manjares desaparecieron como por encanto.
- Toma esta alforja -dijo la grulla,- y llévasela a tu mujer.
El hombre dio las gracias y se encaminó a su casa, pero de pronto le entró el deseo de lucir su adquisición ante su madrina y fue a verla. Preguntó por su salud y la de sus tres hijos y dijo:
- Dame algo de comer y Dios te lo pagará.
La madrina le dio lo que tenía en la despensa, pero el ahijado hizo una mueca de disgusto y dijo a su madrina:
- ¡Vaya una triste comida! Es mejor lo que yo traigo en la alforja. Voy a obsequiarte.
- Bueno, venga.
El hombre cogió la alforja, la puso en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y al momento saltaron de la alforja dos jóvenes que prepararon una mesa y la llenaron de platos exquisitos como la madrina no había visto en su vida.
La madrina y las tres hijas comieron hasta que se hartaron; pero la madrina tenía malas ideas y pensaba quedarse con la alforja del ahijado. Lo halagó con palabras lisonjeras y le dijo:
- Mi querido hijo de pila, veo que estás hoy muy cansado y te sentaría muy bien un baño. Todo lo tenemos preparado para calentarlo.
Al ahijado no le desagradaba un baño y aceptó de mil amores. Colgó la alforja de un clavo y se fue a bañar. Pero la madrina dio prisa a sus hijas para que cosieran una alforja idéntica a la de su ahijado y cuando la tuvieron lista la cambió por la que estaba colgada. El buen hombre nada notó de aquel cambio y con la alforja recién cosida se dirigió a su casa, contento como unas pascuas. Cantaba y silbaba y antes de llegar a la puerta llamó a gritos a su mujer, diciendo:
- ¡Mujer, mujer, felicítame por el regalo que me ha hecho la grulla!
La mujer lo miró, pensando: "Tú has estado bebiendo en alguna parte y buena la has pillado. ¡Yo te enseñaré a no emborracharte!"
El hombre entró y sin perder tiempo, dejó la alforja en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Pero de la alforja no salió nada, y volvió a gritar:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y... ¡nada!. La mujer, al ver aquello, se puso como una fiera y se arrojó sobre su marido, cogiendo de paso un estropajo, y mal lo hubiera pasado el hombre sin la precaución de escaparse de casa.
El desgraciado se encaminó al mismo lugar del campo, porque pensaba: "Tal vez encuentre a la grulla y me dé otra alforja". Y en efecto, la grulla ya lo esperaba en el mismo lugar del campo con otra alforja.
- Aquí tienes otra alforja que te hará tan buen servicio como la primera.
El hombre se inclinó hasta la cintura y se volvió a casa corriendo. Pero, mientras corría, le asaltó esta duda: "Si esta alforja no fuese lo mismo que la primera se armaría la gorda con mi mujer y no me libraría de ella ni ocultándome bajo tierra". Vamos a probar:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Inmediatamente salieron de la alforja dos jóvenes que empuñaban sendos garrotes y se pusieron a apalearlo gritando: "¡No vayas a casa de tu madrina ni te dejes engatusar con palabras melosas!" Y siguieron descargando garrotazos sobre el hombre, hasta que éste gritó:
- ¡Los dos a la alforja!
Los jóvenes desaparecieron en la alforja.
- Bueno -pensó el buen hombre,- llevé la primera alforja a casa de la madrina como un imbécil; pero no seré tan tonto de no llevar ésta también. ¡A ver si me la cambiará! ¡Entonces sí que quedaría bien lucida!
Se dirigió bien contento a casa de su madrina, colgó la alforja en el clavo de la pared y dijo:
- Te agradeceré que me calientes el baño, madrina.
- Con mucho gusto, ahijado.
El hombre se cerró en el cuarto de baño, dispuesto a permanecer mucho rato. La mujer llamó a sus hijas, las hizo sentar a la mesa y dijo:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y de la alforja salieron de un salto los dos jóvenes con los garrotes que empezaron a descargar golpes a diestro y siniestro, gritando:
- ¡Devolved al hombre su alforja!
La mujer ordenó a su hija mayor:
- Llama a mi ahijado que está en el baño, y dile que estos dos me están moliendo a palos.
Pero el ahijado contestó desde el baño:
- Aun no he acabado de bañarme.
La mujer mandó a su hija menor, pero el ahijado contestó desde el baño:
- Aun no he acabado de secarme.
Y los dos jóvenes no cesaban de descargar garrotazos diciendo:
- ¡Devuelve al hombre su alforja!
La madrina no pudo soportar más golpes y mandó a sus hijas que cogiesen la alforja y se la llevasen a su ahijado al cuarto de baño. Éste entonces salió del baño y gritó:
- ¡Los dos a la alforja!
Los dos jóvenes de los garrotes desaparecieron para siempre. Entonces el hombre cogió las dos alforjas y se fue a casa. Y de nuevo gritó antes de llegar:
- ¡Felicítame, mujer, por el regalo que me a hecho el hijo de la grulla!
La mujer se enfureció al oír aquello y se asomó con la escoba. Pero el hombre, apenas entró en casa gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Inmediatamente apareció la mesa ante la mujer, y los dos jóvenes la llenaron de platos de los más exquisitos manjares. La mujer comió, bebió y se mostró tierna y sumisa.
- ¡Bueno, vida mía, ya no te molestaré más!
Pero el hombre, después de comer, cogió la alforja sin que su mujer la viera, y la escondió, dejando en su lugar la otra. La mujer, llena de curiosidad, quiso probar por sí misma cómo funcionaba la alforja, y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Inmediatamente aparecieron los dos jóvenes empuñando sendos garrotes y empezaron a descargar garrotazos sobre la mujer, mientras gritaban:
- ¡No maltrates a tu marido! ¡No maldigas a tu marido!
La mujer chillaba como una condenada, gritando a su marido que acudiese en su auxilio. El buen hombre se compadeció de ella, entró y dijo:
- ¡Los dos a la alforja!
Y los dos desaparecieron en la alforja.
Desde entonces el matrimonio vivió en tan dulce paz, que el hombre no se cansa de poner a su mujer por las nubes, y el cuento se acabó.
Un día salió al campo, preparó sus armadijos cogió una grulla.
- ¡Qué suerte la mía! -pensó el buen hombre. Cuando vuelva a casa con esta grulla y mi mujer la mate y la ase, dejará de molestarme por algún tiempo.
Pero la grulla adivinó su pensamiento y le dijo con voz humana:
- No me lleves a tu casa ni me mates; déjame vivir en libertad, y serás para mí como un padre querido y yo seré tan buena para ti como una hija.
El hombre se quedó atónito y soltó a la grulla, pero al volver a casa con las manos vacías, lo abroncó su mujer de tal manera, que el infeliz hubo de pasar la noche en el patio, bajo la escalera. Al día siguiente, muy temprano, se marchó al campo y estaba preparando sus armadijos, cuando vio a la grulla del día antes que se le acercaba con una alforja en el pico.
- Ayer -dijo la grulla- me diste la libertad y hoy te traigo un regalito. Ya me lo puedes agradecer. ¡Mira!.
Dejó la alforja en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y he aquí que, sin saber cómo, saltaron de la alforja dos jóvenes, que en un momento prepararon una mesa llena de los manjares más exquisitos que puedan imaginarse. El hombre se hartó de comer las cosas más sabrosas que en su vida había probado, y sólo se levantó de la mesa cuando la grulla gritó:
- ¡Los dos a la alforja!
Y jóvenes, mesa y manjares desaparecieron como por encanto.
- Toma esta alforja -dijo la grulla,- y llévasela a tu mujer.
El hombre dio las gracias y se encaminó a su casa, pero de pronto le entró el deseo de lucir su adquisición ante su madrina y fue a verla. Preguntó por su salud y la de sus tres hijos y dijo:
- Dame algo de comer y Dios te lo pagará.
La madrina le dio lo que tenía en la despensa, pero el ahijado hizo una mueca de disgusto y dijo a su madrina:
- ¡Vaya una triste comida! Es mejor lo que yo traigo en la alforja. Voy a obsequiarte.
- Bueno, venga.
El hombre cogió la alforja, la puso en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y al momento saltaron de la alforja dos jóvenes que prepararon una mesa y la llenaron de platos exquisitos como la madrina no había visto en su vida.
La madrina y las tres hijas comieron hasta que se hartaron; pero la madrina tenía malas ideas y pensaba quedarse con la alforja del ahijado. Lo halagó con palabras lisonjeras y le dijo:
- Mi querido hijo de pila, veo que estás hoy muy cansado y te sentaría muy bien un baño. Todo lo tenemos preparado para calentarlo.
Al ahijado no le desagradaba un baño y aceptó de mil amores. Colgó la alforja de un clavo y se fue a bañar. Pero la madrina dio prisa a sus hijas para que cosieran una alforja idéntica a la de su ahijado y cuando la tuvieron lista la cambió por la que estaba colgada. El buen hombre nada notó de aquel cambio y con la alforja recién cosida se dirigió a su casa, contento como unas pascuas. Cantaba y silbaba y antes de llegar a la puerta llamó a gritos a su mujer, diciendo:
- ¡Mujer, mujer, felicítame por el regalo que me ha hecho la grulla!
La mujer lo miró, pensando: "Tú has estado bebiendo en alguna parte y buena la has pillado. ¡Yo te enseñaré a no emborracharte!"
El hombre entró y sin perder tiempo, dejó la alforja en el suelo y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Pero de la alforja no salió nada, y volvió a gritar:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y... ¡nada!. La mujer, al ver aquello, se puso como una fiera y se arrojó sobre su marido, cogiendo de paso un estropajo, y mal lo hubiera pasado el hombre sin la precaución de escaparse de casa.
El desgraciado se encaminó al mismo lugar del campo, porque pensaba: "Tal vez encuentre a la grulla y me dé otra alforja". Y en efecto, la grulla ya lo esperaba en el mismo lugar del campo con otra alforja.
- Aquí tienes otra alforja que te hará tan buen servicio como la primera.
El hombre se inclinó hasta la cintura y se volvió a casa corriendo. Pero, mientras corría, le asaltó esta duda: "Si esta alforja no fuese lo mismo que la primera se armaría la gorda con mi mujer y no me libraría de ella ni ocultándome bajo tierra". Vamos a probar:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Inmediatamente salieron de la alforja dos jóvenes que empuñaban sendos garrotes y se pusieron a apalearlo gritando: "¡No vayas a casa de tu madrina ni te dejes engatusar con palabras melosas!" Y siguieron descargando garrotazos sobre el hombre, hasta que éste gritó:
- ¡Los dos a la alforja!
Los jóvenes desaparecieron en la alforja.
- Bueno -pensó el buen hombre,- llevé la primera alforja a casa de la madrina como un imbécil; pero no seré tan tonto de no llevar ésta también. ¡A ver si me la cambiará! ¡Entonces sí que quedaría bien lucida!
Se dirigió bien contento a casa de su madrina, colgó la alforja en el clavo de la pared y dijo:
- Te agradeceré que me calientes el baño, madrina.
- Con mucho gusto, ahijado.
El hombre se cerró en el cuarto de baño, dispuesto a permanecer mucho rato. La mujer llamó a sus hijas, las hizo sentar a la mesa y dijo:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Y de la alforja salieron de un salto los dos jóvenes con los garrotes que empezaron a descargar golpes a diestro y siniestro, gritando:
- ¡Devolved al hombre su alforja!
La mujer ordenó a su hija mayor:
- Llama a mi ahijado que está en el baño, y dile que estos dos me están moliendo a palos.
Pero el ahijado contestó desde el baño:
- Aun no he acabado de bañarme.
La mujer mandó a su hija menor, pero el ahijado contestó desde el baño:
- Aun no he acabado de secarme.
Y los dos jóvenes no cesaban de descargar garrotazos diciendo:
- ¡Devuelve al hombre su alforja!
La madrina no pudo soportar más golpes y mandó a sus hijas que cogiesen la alforja y se la llevasen a su ahijado al cuarto de baño. Éste entonces salió del baño y gritó:
- ¡Los dos a la alforja!
Los dos jóvenes de los garrotes desaparecieron para siempre. Entonces el hombre cogió las dos alforjas y se fue a casa. Y de nuevo gritó antes de llegar:
- ¡Felicítame, mujer, por el regalo que me a hecho el hijo de la grulla!
La mujer se enfureció al oír aquello y se asomó con la escoba. Pero el hombre, apenas entró en casa gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Inmediatamente apareció la mesa ante la mujer, y los dos jóvenes la llenaron de platos de los más exquisitos manjares. La mujer comió, bebió y se mostró tierna y sumisa.
- ¡Bueno, vida mía, ya no te molestaré más!
Pero el hombre, después de comer, cogió la alforja sin que su mujer la viera, y la escondió, dejando en su lugar la otra. La mujer, llena de curiosidad, quiso probar por sí misma cómo funcionaba la alforja, y gritó:
- ¡Los dos fuera de la alforja!
Inmediatamente aparecieron los dos jóvenes empuñando sendos garrotes y empezaron a descargar garrotazos sobre la mujer, mientras gritaban:
- ¡No maltrates a tu marido! ¡No maldigas a tu marido!
La mujer chillaba como una condenada, gritando a su marido que acudiese en su auxilio. El buen hombre se compadeció de ella, entró y dijo:
- ¡Los dos a la alforja!
Y los dos desaparecieron en la alforja.
Desde entonces el matrimonio vivió en tan dulce paz, que el hombre no se cansa de poner a su mujer por las nubes, y el cuento se acabó.