Un sastre tenía una hija casadera, una negrita guapísima. Dos rivales se presentaron un día delante de la muchacha y, al pretenderla, le dijeron:
- Por ti venimos.
- ¿Y qué pretendéis? - exclamó la bella negrita, sonriendo.
- Los dos te amamos - contestaron los jóvenes negritos - y ambos deseamos casarnos contigo.
Como la linda negrita era una chica harto bien educada, llamó a su padre, quien, después de escuchar a los pretendientes, les dijo:
- Retiraos ahora, porque es tarde; pero volved mañana; lo pensaré, y entonces os indicaré cuál de los dos se llevará a mi bella hija por esposa.
Al día siguiente, al amanecer, los dos opuestos y gallardos negritos se presentaron nuevamente en casa del sastre y así hablaron:
- Aquí nos tenéis para recordaros vuestra promesa de ayer y saber cuál de los dos llevará vuestra hija por esposa.
- Esperad un momento - contestóles el padre; he de llegarme al mercado para comprar una pieza de paño, y, en cuanto regrese, que será enseguida, sabréis mi respuesta.
Efectivamente, estando de vuelta el sastre, llamó a su hija y habló en estos términos a los pretendientes:
- Sois dos y yo no tengo más que una hija. ¿A quién se la doy? ¿A quién se la niego? En mi incertidumbre y deseando ser imparcial, vamos a hacer una cosa: de esta pieza de paño cortaré dos vestidos enteramente iguales para que la labor sea la misma en su confección. Cada uno de vosotros coserá uno, y el que primero concluya la tarea, será mi yerno.
Los negritos rivales aceptaron la idea feliz y tomaron su labor respectiva, disponiéndose a coser en presencia del maestro.
El padre llamó a su hija y le ordenó:
- Aquí tienes hilo; prepáralo para esos dos obreros.
La muchacha obedeció a su padre; tomó el hilo y se sentó junto a sus rivales. Pero la linda negrita era muy astuta. El padre no sabía a quién amaba, ni los pretendientes sabían cuál de los dos era el preferido. Ella guardaba su secreto en el fondo de su corazón.
Fuése el sastre y ella preparó el hilo con el cual los mozos habían de coser. La pícara negrita daba hebras cortas al negro que amaba, mientras que se las ofrecía muy largas al rival que su corazón desechaba.
Los obreros cosían con idéntico afán, pues su pasión era grande. A las once de la mañana, no obstante el incesante trabajo, apenas la labor llegaba a la mitad; pero, a eso de las tres de la tarde, el negrito de las hebras cortas tanto había adelantado, que tenía su obra terminada.
Cuando regresó el sastre, el vencedor mostróle el vestido terminado, en tanto que su rival seguía dando puntadas.
- Hijos míos - exclamó el padre -: no quise favorecer a ninguno de los dos y por eso corté mi pieza de paño en dos porciones iguales, para que mi hija fuese el premio del que más se afanara en la obra. "El que primero concluya, éste será mi yerno." Así lo comprendisteis y así lo aceptasteis, ¿verdad?
- Padre - respondieron los dos apuestos negritos -, comprendimos tus palabras y aceptamos la prueba. Lo hecho, bien hecho está.
El raciocinio del padre había sido éste: el que primero acabe, será el más diestro y por tanto el más indicado para sostener la casa con prosperidad y decoro; pero no había podido sospechar que la picaruela de su hija daría hebras cortas al que amaba y largas al negro que no quería. Así, con su malicia, decidió la prueba, y ella fue quien se eligió el esposo y la suerte de su hogar.
- Por ti venimos.
- ¿Y qué pretendéis? - exclamó la bella negrita, sonriendo.
- Los dos te amamos - contestaron los jóvenes negritos - y ambos deseamos casarnos contigo.
Como la linda negrita era una chica harto bien educada, llamó a su padre, quien, después de escuchar a los pretendientes, les dijo:
- Retiraos ahora, porque es tarde; pero volved mañana; lo pensaré, y entonces os indicaré cuál de los dos se llevará a mi bella hija por esposa.
Al día siguiente, al amanecer, los dos opuestos y gallardos negritos se presentaron nuevamente en casa del sastre y así hablaron:
- Aquí nos tenéis para recordaros vuestra promesa de ayer y saber cuál de los dos llevará vuestra hija por esposa.
- Esperad un momento - contestóles el padre; he de llegarme al mercado para comprar una pieza de paño, y, en cuanto regrese, que será enseguida, sabréis mi respuesta.
Efectivamente, estando de vuelta el sastre, llamó a su hija y habló en estos términos a los pretendientes:
- Sois dos y yo no tengo más que una hija. ¿A quién se la doy? ¿A quién se la niego? En mi incertidumbre y deseando ser imparcial, vamos a hacer una cosa: de esta pieza de paño cortaré dos vestidos enteramente iguales para que la labor sea la misma en su confección. Cada uno de vosotros coserá uno, y el que primero concluya la tarea, será mi yerno.
Los negritos rivales aceptaron la idea feliz y tomaron su labor respectiva, disponiéndose a coser en presencia del maestro.
El padre llamó a su hija y le ordenó:
- Aquí tienes hilo; prepáralo para esos dos obreros.
La muchacha obedeció a su padre; tomó el hilo y se sentó junto a sus rivales. Pero la linda negrita era muy astuta. El padre no sabía a quién amaba, ni los pretendientes sabían cuál de los dos era el preferido. Ella guardaba su secreto en el fondo de su corazón.
Fuése el sastre y ella preparó el hilo con el cual los mozos habían de coser. La pícara negrita daba hebras cortas al negro que amaba, mientras que se las ofrecía muy largas al rival que su corazón desechaba.
Los obreros cosían con idéntico afán, pues su pasión era grande. A las once de la mañana, no obstante el incesante trabajo, apenas la labor llegaba a la mitad; pero, a eso de las tres de la tarde, el negrito de las hebras cortas tanto había adelantado, que tenía su obra terminada.
Cuando regresó el sastre, el vencedor mostróle el vestido terminado, en tanto que su rival seguía dando puntadas.
- Hijos míos - exclamó el padre -: no quise favorecer a ninguno de los dos y por eso corté mi pieza de paño en dos porciones iguales, para que mi hija fuese el premio del que más se afanara en la obra. "El que primero concluya, éste será mi yerno." Así lo comprendisteis y así lo aceptasteis, ¿verdad?
- Padre - respondieron los dos apuestos negritos -, comprendimos tus palabras y aceptamos la prueba. Lo hecho, bien hecho está.
El raciocinio del padre había sido éste: el que primero acabe, será el más diestro y por tanto el más indicado para sostener la casa con prosperidad y decoro; pero no había podido sospechar que la picaruela de su hija daría hebras cortas al que amaba y largas al negro que no quería. Así, con su malicia, decidió la prueba, y ella fue quien se eligió el esposo y la suerte de su hogar.
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