Érase que se era un joven llamado Karambé, gran cazador de pájaros. Cada vez que visitaba sus trampas encontraba numerosos prisioneros. Había atrapado en sus redes todos los pájaros del mundo, a excepción de una tórtola de negra garganta, de la especie que los basutos llaman kurkundudorú y los bámbaras butuntuba-kanfi. Esta tórtola había burlado todas sus trampas.
Entonces Karambé renunció a capturarla por este medio y preparó cola con la corteza hervida del árbol toroblé y engomó todos los árboles del país.
La tórtola, que no conocía esta clase de lazo, fue a posarse sobre una rama y allí quedó prisionera.
Karambé corrió a apoderarse de ella.
Entonces le dijo la tórtola:
- Joven, tu habilidad ha sido mayor que mi prudencia. Pero, ¡no me mates! Concédeme el tiempo necesario para ofrecer a mis grigris algunos polluelos.
- Bien - consintió Karambé -. Mas, para que no huyas, te ataré de una pata.
Entonces la tórtola empezó a cantar y, a su llamada, los pollos de los contornos acudieron. Atrapó a tres, que mató sobre los grigris, que ella acababa de invocar.
Terminada la ofrenda, el joven cazador se dispuso a matar a la tórtola.
- No me mates - imploró la tórtola -. Te daré algo que te alegrará y también a tu padre, pues ya no te verás obligado a ir de caza con tu perro, como lo necesitas ahora.
- ¿Y qué quieres darme tan precioso?
- Quiero darte ganado.
- ¿Para qué? Yo no bebo leche.
- Entonces te daré infinidad de conchas.
- Las conchas no se comen. Tu carne es más preciada para mí.
Y Karambé, impaciente, cogió a la tórtola por el cuello.
Ésta le dijo entonces con voz ahogada, pues la presión de los dedos le dificultaba el hablar:
- ¡Suéltame! Te prometo una cantidad de oro tan grande como una montaña.
Al oír estas palabras, Karambé aflojó la presión de sus dedos.
El pájaro puso entonces un huevo y dijo al cazador:
- Rompe este huevo. Encontrarás dentro una sortija. Mójala con tu sangre.
Cuando Karambé hubo roto el huevo, vio en el interior una sortija blanca. Hízose entonces una pequeña incisión en la mano y mojó el anillo con su sangre. El anillo se puso amarillo como el oro.
- Ponte la sortija en el dedo - recomendó la tórtola -. Cada vez que necesites algo, golpea el suelo con la palma de la mano donde está el dedo portador del anillo. Pronuncia el nombre de lo que deseas y lo tendrás al instante.
- Voy a hacer la prueba sin esperar más - dijo Karambé -. Si has mentido, te asaré a la brasa y te comeré.
Púsose la sortija en un dedo de la diestra y golpeando el suelo con la palma de la mano, gritó esta sola palabra:
- Cuscús.
Cien calabazas de alcuzcuz, cubiertas de paja entrelazada, descendieron al instante de las montañas del Sudán.
El joven cazador se hartó y luego dijo a la tórtola:
- Tal vez esto sea un solo efecto de tus sortilegios. No creo que la sortija me haya procurado este delicioso cuscús. Voy a intentar una segunda prueba.
Golpeando el suelo de nuevo, gritó:
- ¡Padre! ¡Madre! ¡Venid a comer cuscús conmigo!
Al punto vio a sus padres a su lado.
Sentáronse y comieron, ellos también, con envidiable apetito.
- Tortolita - dijo entonces Karambé -, sea tu sortija eficaz o no, ya me has dado más alimento de lo que vale tu carne. Por tanto, voy a ponerte en libertad. Pero has de saber que si tu sortija cesa de serme útil, todavía podría atraparte.
Dicho esto, dejó en libertad a la tórtola, que fue a posarse sobre la rama de un árbol. Karambé regresó a su poblado, seguido de sus padres. La marcha fatigaba mucho a éstos, pues no habían podido darse cuenta de la enorme distancia recorrida cuando venían, pues habían sido transportados a través del espacio por obra y gracia de la sortija prodigiosa.
Karambé, viéndolos caminar penosamente, golpeó el suelo con la palma de su mano y gritó:
- Necesito tres caballos alazanes.
Al punto, tres magníficos caballos, ricamente enjaezados, de cola y crines de hilos de oro, salieron de debajo de la tierra en el lugar mismo donde Karambé había golpeado.
El joven cazador ayudó a sus ancianos padres a montar los magníficos corceles, luego montó él a su vez, y así entraron en el poblado.
Una vez en la choza, Karambé golpeó el suelo pidiendo una más lujosa de la que habitaban, con rica azotea.
Al instante surgió de la tierra un palacio, más que una cabaña, alta como una montaña y tan sólida que podía desafiar los asaltos de los más furiosos huracanes.
La familia se instaló allí.
Un día, una vieja negra llegó al palacio de Karambé y vendió un jarro de leche a la madre del joven cazador; la madre deslió en ella un poco de harina e hizo un magnífico plato.
Karambé, después de haberlo probado, dijo:
- Esto es riquísimo. Puesto que mi sortija puede proporcionarme todo cuanto se me antoje, ahora quiero ganado que me dé rica leche y así condimentar manjares exquisitos.
Golpeó el suelo con la palma de la mano y al punto salieron centenares de gordas vacas.
Un jefe negro, hombre muy envidioso, supo que Karambé poseía una sortija maravillosa y decidió arrebatársela.
Marchó a la cabeza de un poderoso ejército contra el poblado en que vivían Karambé y sus padres.
Entonces el joven cazador golpeó fuertemente en la roca con la palma de su diestra, y ordenó:
- Quiero poseer numerosos guerreros para derrotar a estos miserables invasores.
De todos los lados del poblado surgieron numerosísimos guerreros armados de lanzas y fusiles. Unos arrancaban los árboles para servirse de los troncos a guisa de estacas. Y otros iban provistos de piedras del tamaño de una choza.
Los guerreros de Karambé se lanzaron sobre los invasores e hicieron una gran matanza. Pocos supervivientes pudieron huir.
No pudiendo el jefe negro apoderarse de la sortija mágica, decidió apropiársela mediante una astucia.
A este fin, envió a su hija mayor al palacio de Karambé para rogarle que la aceptase como esposa. Antes de mandar a su hija le había dicho:
- ¡Tú sabes que eres hija de un rey! Espero que no permitirás que haya nadie que sea más poderoso que tu padre. El hombre a quien te envío tiene más poder que yo; posee un anillo que le proporciona todo cuanto quiere. Cuando te haya aceptado como esposa, harás todo cuanto sea necesario para apoderarte del anillo, si no quieres que yo te maldiga.
Cuando la bella negrita se presentó ante Karambé, éste se enamoró locamente de ella y la aceptó como esposa.
La primera noche, en el momento de ir a retirarse a dormir, la linda negrita dijo a su marido:
- No viviré contigo, si antes no me das una rica dote.
- Te doy cien esclavos - contestó Karambé.
- En el palacio de mi padre, yo tenía doscientos - replicó la linda desposada.
- Te regalaré cien collares y cien brazaletes de latón.
- En casa de mi padre los hay a millares, y de oro - repuso.
- Entonces ¿qué quieres de mí? - preguntó Karambé.
- La sortija que llevas en el dedo.
- No te la puedo dar.
- Entonces, déjame y volveré a casa de mis padres.
Karambé estaba tan enamorado de la beldad de su esposa que cedió.
- Toma la sortija - dijo.
La nueva esposa recibió el presente mágico y añadió:
- Ahora que me la regalaste, tienes que indicarme el modo de servirme de ella.
Y dijo Karambé:
- Si quieres algo, golpea el suelo con la palma de tu mano, nombrando en voz alta el objeto deseado.
La joven negrita golpeó entonces el suelo y pidió:
- ¡Sortija del cazador de pájaros, llévame a mi choza!
Al instante vióse transportada a la casa de su padre y todos los bienes que Karambé había adquirido gracias a la sortija, la siguieron hasta la choza del rey negro, pues no podían separarse del dueño de la mágica joya.
Al día siguiente, la pérfida esposa entregó la sortija a su padre y éste hizo los preparativos para ir a destruir el poblado de su yerno.
- Otra vez volvemos a estar en la miseria - exclamó Karambé a su padre -. Ahora me las pagará la tórtola, porque la capturaré de nuevo.
El perro del viejo cazador intervino diciendo:
- No vale la pena apresar a la tórtola. Yo voy a intentar recuperar la sortija. Déjame partir, para obrar en consecuencia.
Acto seguido el perro fue a buscar a un gato.
- El anillo de mi amo - le dijo - ha caído en manos del rey. Si de ahora a esta noche la sortija no está en mi poder, exterminaré a toda la raza de los gatos.
El gato, a su vez, fue a buscar a una gusurú, especie de rata muy diestra en robar cuanto encuentra: plata, jabón, objetos de vidrio, etc., etc.
Y le dijo:
- Si el anillo de Karambé se queda esta noche en casa del rey, mataré a todos los gusurús del mundo y aniquilaré vuestra raza.
A medianoche, tres gusurús penetraron en la morada del rey, cuando éste estaba sumido en el más profundo sueño. Uno de ellos le sopló en el rostro; otro, en la planta de los pies, lo que, según cuenta la tradición de los kados, impide que el durmiente despierte. Entre tanto, el tercero le quitaba la sortija del dedo.
Cuando tuvo el anillo en su poder, fue prontamente a entregárselo al gato. Éste, a su vez, se apresuró a llevárselo al perro. Y el perro se lo dio a Karambé.
Con la sortija mágica volvieron todas las riquezas adquiridas por virtud de sortilegio.
Temió Karambé que se la sustrajeran de nuevo y cosióla en un saquito que colgó de su cuello, sin que jamás se desprendiera de él.
Luego golpeó el suelo y dijo:
- ¡Anillo, llévame lejos de los hombres, donde ningún rey pueda atacarme, interrumpiendo mi sosiego y felicidad!
En un abrir y cerrar de ojos, su familia y sus bienes viéronse transportados al pico de una montaña inaccesible y de prodigiosa altura, donde vivieron felices y tranquilos largos años
Entonces Karambé renunció a capturarla por este medio y preparó cola con la corteza hervida del árbol toroblé y engomó todos los árboles del país.
La tórtola, que no conocía esta clase de lazo, fue a posarse sobre una rama y allí quedó prisionera.
Karambé corrió a apoderarse de ella.
Entonces le dijo la tórtola:
- Joven, tu habilidad ha sido mayor que mi prudencia. Pero, ¡no me mates! Concédeme el tiempo necesario para ofrecer a mis grigris algunos polluelos.
- Bien - consintió Karambé -. Mas, para que no huyas, te ataré de una pata.
Entonces la tórtola empezó a cantar y, a su llamada, los pollos de los contornos acudieron. Atrapó a tres, que mató sobre los grigris, que ella acababa de invocar.
Terminada la ofrenda, el joven cazador se dispuso a matar a la tórtola.
- No me mates - imploró la tórtola -. Te daré algo que te alegrará y también a tu padre, pues ya no te verás obligado a ir de caza con tu perro, como lo necesitas ahora.
- ¿Y qué quieres darme tan precioso?
- Quiero darte ganado.
- ¿Para qué? Yo no bebo leche.
- Entonces te daré infinidad de conchas.
- Las conchas no se comen. Tu carne es más preciada para mí.
Y Karambé, impaciente, cogió a la tórtola por el cuello.
Ésta le dijo entonces con voz ahogada, pues la presión de los dedos le dificultaba el hablar:
- ¡Suéltame! Te prometo una cantidad de oro tan grande como una montaña.
Al oír estas palabras, Karambé aflojó la presión de sus dedos.
El pájaro puso entonces un huevo y dijo al cazador:
- Rompe este huevo. Encontrarás dentro una sortija. Mójala con tu sangre.
Cuando Karambé hubo roto el huevo, vio en el interior una sortija blanca. Hízose entonces una pequeña incisión en la mano y mojó el anillo con su sangre. El anillo se puso amarillo como el oro.
- Ponte la sortija en el dedo - recomendó la tórtola -. Cada vez que necesites algo, golpea el suelo con la palma de la mano donde está el dedo portador del anillo. Pronuncia el nombre de lo que deseas y lo tendrás al instante.
- Voy a hacer la prueba sin esperar más - dijo Karambé -. Si has mentido, te asaré a la brasa y te comeré.
Púsose la sortija en un dedo de la diestra y golpeando el suelo con la palma de la mano, gritó esta sola palabra:
- Cuscús.
Cien calabazas de alcuzcuz, cubiertas de paja entrelazada, descendieron al instante de las montañas del Sudán.
El joven cazador se hartó y luego dijo a la tórtola:
- Tal vez esto sea un solo efecto de tus sortilegios. No creo que la sortija me haya procurado este delicioso cuscús. Voy a intentar una segunda prueba.
Golpeando el suelo de nuevo, gritó:
- ¡Padre! ¡Madre! ¡Venid a comer cuscús conmigo!
Al punto vio a sus padres a su lado.
Sentáronse y comieron, ellos también, con envidiable apetito.
- Tortolita - dijo entonces Karambé -, sea tu sortija eficaz o no, ya me has dado más alimento de lo que vale tu carne. Por tanto, voy a ponerte en libertad. Pero has de saber que si tu sortija cesa de serme útil, todavía podría atraparte.
Dicho esto, dejó en libertad a la tórtola, que fue a posarse sobre la rama de un árbol. Karambé regresó a su poblado, seguido de sus padres. La marcha fatigaba mucho a éstos, pues no habían podido darse cuenta de la enorme distancia recorrida cuando venían, pues habían sido transportados a través del espacio por obra y gracia de la sortija prodigiosa.
Karambé, viéndolos caminar penosamente, golpeó el suelo con la palma de su mano y gritó:
- Necesito tres caballos alazanes.
Al punto, tres magníficos caballos, ricamente enjaezados, de cola y crines de hilos de oro, salieron de debajo de la tierra en el lugar mismo donde Karambé había golpeado.
El joven cazador ayudó a sus ancianos padres a montar los magníficos corceles, luego montó él a su vez, y así entraron en el poblado.
Una vez en la choza, Karambé golpeó el suelo pidiendo una más lujosa de la que habitaban, con rica azotea.
Al instante surgió de la tierra un palacio, más que una cabaña, alta como una montaña y tan sólida que podía desafiar los asaltos de los más furiosos huracanes.
La familia se instaló allí.
Un día, una vieja negra llegó al palacio de Karambé y vendió un jarro de leche a la madre del joven cazador; la madre deslió en ella un poco de harina e hizo un magnífico plato.
Karambé, después de haberlo probado, dijo:
- Esto es riquísimo. Puesto que mi sortija puede proporcionarme todo cuanto se me antoje, ahora quiero ganado que me dé rica leche y así condimentar manjares exquisitos.
Golpeó el suelo con la palma de la mano y al punto salieron centenares de gordas vacas.
Un jefe negro, hombre muy envidioso, supo que Karambé poseía una sortija maravillosa y decidió arrebatársela.
Marchó a la cabeza de un poderoso ejército contra el poblado en que vivían Karambé y sus padres.
Entonces el joven cazador golpeó fuertemente en la roca con la palma de su diestra, y ordenó:
- Quiero poseer numerosos guerreros para derrotar a estos miserables invasores.
De todos los lados del poblado surgieron numerosísimos guerreros armados de lanzas y fusiles. Unos arrancaban los árboles para servirse de los troncos a guisa de estacas. Y otros iban provistos de piedras del tamaño de una choza.
Los guerreros de Karambé se lanzaron sobre los invasores e hicieron una gran matanza. Pocos supervivientes pudieron huir.
No pudiendo el jefe negro apoderarse de la sortija mágica, decidió apropiársela mediante una astucia.
A este fin, envió a su hija mayor al palacio de Karambé para rogarle que la aceptase como esposa. Antes de mandar a su hija le había dicho:
- ¡Tú sabes que eres hija de un rey! Espero que no permitirás que haya nadie que sea más poderoso que tu padre. El hombre a quien te envío tiene más poder que yo; posee un anillo que le proporciona todo cuanto quiere. Cuando te haya aceptado como esposa, harás todo cuanto sea necesario para apoderarte del anillo, si no quieres que yo te maldiga.
Cuando la bella negrita se presentó ante Karambé, éste se enamoró locamente de ella y la aceptó como esposa.
La primera noche, en el momento de ir a retirarse a dormir, la linda negrita dijo a su marido:
- No viviré contigo, si antes no me das una rica dote.
- Te doy cien esclavos - contestó Karambé.
- En el palacio de mi padre, yo tenía doscientos - replicó la linda desposada.
- Te regalaré cien collares y cien brazaletes de latón.
- En casa de mi padre los hay a millares, y de oro - repuso.
- Entonces ¿qué quieres de mí? - preguntó Karambé.
- La sortija que llevas en el dedo.
- No te la puedo dar.
- Entonces, déjame y volveré a casa de mis padres.
Karambé estaba tan enamorado de la beldad de su esposa que cedió.
- Toma la sortija - dijo.
La nueva esposa recibió el presente mágico y añadió:
- Ahora que me la regalaste, tienes que indicarme el modo de servirme de ella.
Y dijo Karambé:
- Si quieres algo, golpea el suelo con la palma de tu mano, nombrando en voz alta el objeto deseado.
La joven negrita golpeó entonces el suelo y pidió:
- ¡Sortija del cazador de pájaros, llévame a mi choza!
Al instante vióse transportada a la casa de su padre y todos los bienes que Karambé había adquirido gracias a la sortija, la siguieron hasta la choza del rey negro, pues no podían separarse del dueño de la mágica joya.
Al día siguiente, la pérfida esposa entregó la sortija a su padre y éste hizo los preparativos para ir a destruir el poblado de su yerno.
- Otra vez volvemos a estar en la miseria - exclamó Karambé a su padre -. Ahora me las pagará la tórtola, porque la capturaré de nuevo.
El perro del viejo cazador intervino diciendo:
- No vale la pena apresar a la tórtola. Yo voy a intentar recuperar la sortija. Déjame partir, para obrar en consecuencia.
Acto seguido el perro fue a buscar a un gato.
- El anillo de mi amo - le dijo - ha caído en manos del rey. Si de ahora a esta noche la sortija no está en mi poder, exterminaré a toda la raza de los gatos.
El gato, a su vez, fue a buscar a una gusurú, especie de rata muy diestra en robar cuanto encuentra: plata, jabón, objetos de vidrio, etc., etc.
Y le dijo:
- Si el anillo de Karambé se queda esta noche en casa del rey, mataré a todos los gusurús del mundo y aniquilaré vuestra raza.
A medianoche, tres gusurús penetraron en la morada del rey, cuando éste estaba sumido en el más profundo sueño. Uno de ellos le sopló en el rostro; otro, en la planta de los pies, lo que, según cuenta la tradición de los kados, impide que el durmiente despierte. Entre tanto, el tercero le quitaba la sortija del dedo.
Cuando tuvo el anillo en su poder, fue prontamente a entregárselo al gato. Éste, a su vez, se apresuró a llevárselo al perro. Y el perro se lo dio a Karambé.
Con la sortija mágica volvieron todas las riquezas adquiridas por virtud de sortilegio.
Temió Karambé que se la sustrajeran de nuevo y cosióla en un saquito que colgó de su cuello, sin que jamás se desprendiera de él.
Luego golpeó el suelo y dijo:
- ¡Anillo, llévame lejos de los hombres, donde ningún rey pueda atacarme, interrumpiendo mi sosiego y felicidad!
En un abrir y cerrar de ojos, su familia y sus bienes viéronse transportados al pico de una montaña inaccesible y de prodigiosa altura, donde vivieron felices y tranquilos largos años
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