Hace muchos años vivía en una ciudad de Bohemia un individuo llamado Hans Edelstein, que poseía infinidad de cofres llenos a rebosar de oro y piedras preciosas. No obstante, a pesar de sus riquezas, era tan avaro, tan duro para con los pobres, que inspiraba horror a sus vecinos.
Edelstein ejercía en la ciudad a que nos referimos el cargo de juez, aprovechándose de él para cometer toda clase de iniquidades.
Cierta mañana en que había salido para recorrer sus campos, se encontró en el camino con el diablo vestido de gran señor.
Edelstein le hizo una profunda reverencia y le preguntó cortésmente:
- ¿Sois forastero verdad, señor? ¿Queréis dignaros decirme vuestro nombre y el lugar de vuestra procedencia?
El diablo sonrió y dijo:
- Creo preferible no contestar a vuestras preguntas.
Edelstein se encolerizó y gritó exaltado:
- Exijo que contestéis inmediatamente a lo que os he preguntado si no queréis ir a dar con vuestros huesos en la cárcel. Habéis de saber que soy el juez de esta ciudad y nadie se ha atrevido jamás a insolentarse conmigo como lo habéis hecho vos, sin recibir en el acto el castigo ejemplar.
- En ese caso - respondi6 el desconocido, - me inclino ante vuestros razonamientos y no vacilo más en revelaros mi identidad. Soy el Diablo.
- Vade retro! - exclamó el juez un tanto asustado. Pero inmediatamente se rehizo y añadió: - ¿Y qué buscáis por aquí?.
- Nada. Hoy es día de feria en vuestra ciudad... Me limitaré a tomar lo que buenamente me den.
- Haced lo que gustéis - dijo el juez, - pero os acompañaré.
Los dos se dirigieron entonces a la plaza del mercado que estaba llena de gente. Todos saludaban con respeto al juez y a su compañero.
Edelstein se hizo servir dos vasos de vino y ofreció uno al diablo, diciéndole:
- Bebed a mi salud.
Pero el diablo rehusó dándose cuenta de que el juez no se lo ofrecía de todo corazón.
Poco tiempo después vieron pasar una aldeana que tiraba con todas sus fuerzas de un cebadísimo cerdo, pero el condenado animal se negaba a seguir a su ama. La pobre mujer, después de dar infinitos tirones inútiles de la cuerda con que llevaba atado al cerdo, exclamó desesperada:
- ¡Que el diablo te lleve!
- ¿Habéis oído? - preguntó el juez a su compañero. - Ese cerdo es vuestro.
- No - contestó el diablo. - No me lo da de buen grado. Si yo lo tomase, esa mujer armaría un escándalo espantoso.
Algo más allá una madre reprendía a su desobediente hijo, tan mal educado que a cada sopapo de su progenitora le sacaba la lengua en gesto de burla, por lo que la pobre madre, exasperada, le gritó:
- ¡Ojalá te lleve el diablo!
El juez dijo en voz baja a su compañero:
- Ese, niño es vuestro, compadre. Ya lo habéis oído.
- Nada de eso - replicó el diablo. - Si me lo llevase, su madre moriría de pena.
Edelstein y su compañero continuaron su paseo.
Vieron a dos trabajadores que disputaban con vehemencia. Uno de ellos, después de insultar al otro, le dijo:
- ¡Ojalá te lleve el diablo!
- Os regalan ese mozalbete - murmuró el juez.
El diablo contestó:
- Así parece, pero no es verdad. Esos dos muchachos se quieren de veras, pero la cólera y el alcohol los han cegado de tal modo que en este momento no se dan cuenta de sus verdaderos sentimientos.
En aquel mismo instante, un anciano pálido y demacrado, cuyos harapos delataban la más horrorosa pobreza, se detuvo ante el magistrado y exclamó:
- ¡Maldito seas mil veces! Eres rico, inmensamente rico, mientras que yo soy pobre, muy pobre. No obstante no has titubeado en quitarme mi vaca, que era mi único recurso. Jamás te hice mal alguno y te has gozado en hundirme en la miseria más espantosa. Pero el cielo me hará Justicia... Ojalá castigue Dios tus continuas iniquidades y el diablo te lleve con él a los infiernos en cuerpo y alma.
- Este es sincero, dice lo que siente - declaró el diablo al juez; - así, pues, tomo lo que me ofrecen con tanta franqueza.
Y asiendo al juez por el pescuezo dio una patada en el suelo y se hundió en la tierra con su presa.
Edelstein ejercía en la ciudad a que nos referimos el cargo de juez, aprovechándose de él para cometer toda clase de iniquidades.
Cierta mañana en que había salido para recorrer sus campos, se encontró en el camino con el diablo vestido de gran señor.
Edelstein le hizo una profunda reverencia y le preguntó cortésmente:
- ¿Sois forastero verdad, señor? ¿Queréis dignaros decirme vuestro nombre y el lugar de vuestra procedencia?
El diablo sonrió y dijo:
- Creo preferible no contestar a vuestras preguntas.
Edelstein se encolerizó y gritó exaltado:
- Exijo que contestéis inmediatamente a lo que os he preguntado si no queréis ir a dar con vuestros huesos en la cárcel. Habéis de saber que soy el juez de esta ciudad y nadie se ha atrevido jamás a insolentarse conmigo como lo habéis hecho vos, sin recibir en el acto el castigo ejemplar.
- En ese caso - respondi6 el desconocido, - me inclino ante vuestros razonamientos y no vacilo más en revelaros mi identidad. Soy el Diablo.
- Vade retro! - exclamó el juez un tanto asustado. Pero inmediatamente se rehizo y añadió: - ¿Y qué buscáis por aquí?.
- Nada. Hoy es día de feria en vuestra ciudad... Me limitaré a tomar lo que buenamente me den.
- Haced lo que gustéis - dijo el juez, - pero os acompañaré.
Los dos se dirigieron entonces a la plaza del mercado que estaba llena de gente. Todos saludaban con respeto al juez y a su compañero.
Edelstein se hizo servir dos vasos de vino y ofreció uno al diablo, diciéndole:
- Bebed a mi salud.
Pero el diablo rehusó dándose cuenta de que el juez no se lo ofrecía de todo corazón.
Poco tiempo después vieron pasar una aldeana que tiraba con todas sus fuerzas de un cebadísimo cerdo, pero el condenado animal se negaba a seguir a su ama. La pobre mujer, después de dar infinitos tirones inútiles de la cuerda con que llevaba atado al cerdo, exclamó desesperada:
- ¡Que el diablo te lleve!
- ¿Habéis oído? - preguntó el juez a su compañero. - Ese cerdo es vuestro.
- No - contestó el diablo. - No me lo da de buen grado. Si yo lo tomase, esa mujer armaría un escándalo espantoso.
Algo más allá una madre reprendía a su desobediente hijo, tan mal educado que a cada sopapo de su progenitora le sacaba la lengua en gesto de burla, por lo que la pobre madre, exasperada, le gritó:
- ¡Ojalá te lleve el diablo!
El juez dijo en voz baja a su compañero:
- Ese, niño es vuestro, compadre. Ya lo habéis oído.
- Nada de eso - replicó el diablo. - Si me lo llevase, su madre moriría de pena.
Edelstein y su compañero continuaron su paseo.
Vieron a dos trabajadores que disputaban con vehemencia. Uno de ellos, después de insultar al otro, le dijo:
- ¡Ojalá te lleve el diablo!
- Os regalan ese mozalbete - murmuró el juez.
El diablo contestó:
- Así parece, pero no es verdad. Esos dos muchachos se quieren de veras, pero la cólera y el alcohol los han cegado de tal modo que en este momento no se dan cuenta de sus verdaderos sentimientos.
En aquel mismo instante, un anciano pálido y demacrado, cuyos harapos delataban la más horrorosa pobreza, se detuvo ante el magistrado y exclamó:
- ¡Maldito seas mil veces! Eres rico, inmensamente rico, mientras que yo soy pobre, muy pobre. No obstante no has titubeado en quitarme mi vaca, que era mi único recurso. Jamás te hice mal alguno y te has gozado en hundirme en la miseria más espantosa. Pero el cielo me hará Justicia... Ojalá castigue Dios tus continuas iniquidades y el diablo te lleve con él a los infiernos en cuerpo y alma.
- Este es sincero, dice lo que siente - declaró el diablo al juez; - así, pues, tomo lo que me ofrecen con tanta franqueza.
Y asiendo al juez por el pescuezo dio una patada en el suelo y se hundió en la tierra con su presa.
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