En tiempos muy remotos no había azúcar en el mundo; por lo mismo, los manjares no eran tan sabrosos como al presente: las melcochas no eran dulces, sino sosas e insípidas; los pasteles y las tortas se hacían con sal y vinagre, y los niños no querían comerlos; caramelos y chocolate, ni pensarlo, puesto que sin azúcar no era posible confeccionarlos. En aquellos tiempos, pues, no había nada agradable en el mundo, y grandes y pequeños andaban de acá para allá con cara de viernes y poniendo hocico y no estaban contentos y gozosos como en nuestro tiempo. Hasta que no vino el azúcar, la situación no cambió. Cómo sucedió esto, es cosa que quisiera referiros.
¡Bueno! el azúcar procede del Cielo, de donde viene todo lo agradable y placentero. En la tierra no se hubiese podido encontrar nunca cosa tan dulce y fina. Ahora bien; en el Cielo hay, como todos sabemos, una gran multitud de ángeles con alas de oro y vestidos blancos guarnecidos con tiras de plata; pero esos ángeles allá arriba no haraganean todo el día, como algunos de aquí abajo creen o se imaginan; cantan sí y danzan mucho y hacen música con excelentes flautas y preciosos violines; pero en el Cielo también hay horas de trabajo; de lo contrario ¿quién limpiaría de día las infinitas estrellas que de noche lucen con tanta majestad y que con el tiempo se enmohecerían y palidecerían? ¿Quién pulimentaría la Luna y abrillantaría la cara al Sol para que dé esa claridad fulgurante que esparce por el mundo, si no fuesen los ángeles que se ocupan en ello? Allí cada uno tiene destinada su misión, y la dirección suprema la tiene el arcángel Miguel el cual procura con gran severidad que todo se ejecute ordenadamente. Hubo, sin embargo, en el Cielo un pequeño ángel (llamado Cendalín, por la desvaída y delgada figura que tenía) que nunca hacía con diligencia su trabajo, sino que siempre que podía lo dejaba por hacer. Amonestábale todos los días Miguel reprochándole el que su estrella no brillaba con tanta claridad como las de los demás y porque no se le encontraba cuando se le necesitaba. Cendalín andaba vagando por los espaciosos comedores del Cielo y gulusmeaba picando aquí y allí en los platos y en las fuentes que estaban preparadas para la comida; otras veces se tendía en los azules prados del Empíreo o callejeaba por los jardines de juegos y gastaba allí lo mejor del tiempo. A menudo también espiaba por alguna punta de lo sábana celeste que allí está extendida, mirando a la tierra y observando lo que hacían los hombres y los animales, y al observar algo que tuviese visos de cómico, se reía a carcajada suelta, oyéndosele de muy lejos. De este modo se sabía siempre dónde estaba, y los otros ángeles condenaban su curiosidad, por lo cual esparcían una nube frente a su atalaya para que no pudiese mirar más a la tierra. Y sin embargo, el angelito Cendalín no era del todo malo, sino más bien, según ya llevamos dicho, un poco holgazán y goloso, y curioso, muy curioso.
Un día (uno de tantos de los que también corren en el Cielo), el arcángel Miguel le mandó regar los jardines del Cielo, porque las flores torcían ya un poco el cuello y además los hombres en la tierra suspiraban por agua de lluvia; pero el angelito no obedeció y continuó espiando lo que sucedía en la Tierra. Le hacía gracia - y se reía con gusto - ver el horroroso calor que hacía en ella y los cómicos semblantes de los hombres, que no hacían sino mirar arriba a ver si caía de allí un poquito de lluvia. Con todo, dijo al arcángel que había cumplido su mandato y que los hombres estaban muy satisfechos del agua que les había llovido del Cielo. Averiguó el arcángel la mentira y le dio a Cendalín una fuerte reprimenda y en castigo de su culpa le hizo remendar la gran sábana que cubría el Cielo y que unos días antes un rayo había rasgado un poco. De lo contrario (decía el arcángel) por aquel agujero podrían caer de las bodegas de hielo del Cielo gran número de piedras y pedrisco que destruirían las mieses que tanto trabajo y sudores habían costado a los hombres.
- Lo haré enseguida -, dijo el angelito, pero no lo hizo; en cambio espiaba mirando a la Tierra y alegrándose al ver que caía el granizo y las piedras saltaban de acá para allá haciendo enormes daños en todas partes. De los lamentos de los hombres no se preocupaba ni poco ni mucho, en lo cual daba a entender su falta de consideración y su inconsciencia.
Por la tarde observó el arcángel lo que el bribonzuelo del angelito había hecho, y, airado, le denunció ante el amable Dios. Este mandó llamarle, y él, temblando como un azogado se presentó ante el trono de Dios.
Este miró o todos partes, porque Cendalín tenía por costumbre esconderse metiéndose hasta en una ratonera, y dijo echando una benévola carcajada:
- Angelito mío; ya que tan a gusto fisgas y husmeas en lo que por el mundo pasa, he determinado mandarte allá para una temporada en que vivirás entre los hombres. Allí adquirirás el hábito del trabajo, pues en el mundo hay mucho que hacer: en la primavera embadurnar de verde los prados; en verano abrillantar, estregándolos, los lagos y ríos; en otoño pintar artísticamente las frutas. En invierno - que allí es horrorosamente frío - si hubieras terminado tu trabajo, podrás volver a mi Cielo; de lo contrario habrás de quedarte allí otro año. Ve, pues, querido angelito mío, y dales a los hombres prosperidad y bienandanza.
Hizo el angelito una profunda reverencia al soberano Dios y bajó la gran escalera del Cielo, llegó a la Tierra y puso enseguida manos a la obra. Como era allí primavera, sumergió el pincel en el bote de pintura verde y pintó con gran brillo y presteza los prados; pero muy pronto creyó haber trabajado lo suficiente y se tumbó en la hierba y empezó a soñar con las hermosas salas del Cielo, los espléndidos banquetes que allí se daban, y otras cosas no menos agradables. Cuando despertó de su dorado sueño había pasado ya la primavera y quedaban aún muchos prados sin pintar que presentaban aquel gris negruzco y aquel moreno sucio en que les deja el invierno, y de ello tenía la culpa el angelito por su desidia y su pereza. Al darse cuenta de esto, quiso recobrar lo perdido y trabajar con afán. Fuése a los arroyos, que ya aparecían todos empañados, y empezó a estregarlos con un gran paño de seda y pronto quedaron limpios y diáfanos y saltaban de gozo al verse tales. Hizo luego lo mismo con los ríos; pero mientras estaba en lo mejor de la faena, miró al fondo y allí, muy abajo, vio numerosas ondinas y sirenas que saltaban y correteaban yendo al alcance unas de otras. En un ángulo se hallaba el Genio del Agua, chanceándose al contar a una ondina las divertidas visitas que hiciera a su prima, la Medusa y a su pariente el Coral, que vivían en el fondo del mar. Llevado de su habitual curiosidad, escuchaba aquel relato el angelito y tenía abandonada su tarea. Terminada la historia (la que había contado el Genio) había también llegado a su fin el verano, y varios ríos habían quedado empañados y los lagos estaban avergonzados de su turbiedad: sus aguas no se movían, estaban estancadas como charcas, y en algunos hasta crecía la mala hierba en la superficie. De ello tenía toda la culpa el angelito, por su excesiva curiosidad. Reflexionó, sin embargo; en aquel otoño se portaría muy de otra manera. Dióse, pues, a pintar las manzanas y peras y luego los uvas y naranjas. A las primeras sobre todo, les ponía unos carrillos encarnados, de suerte que parecían pequeñas cabezas humanas. A las uvas, les daba un color verde claro y azul oscuro y a las naranjas un amarillo membrillo; pero no estaba aún en la mitad del trabajo cuando le tentó la golosina y se dejó seducir del olor que exhalaban aquellas frutas, y el glotonzuelo se metió una manzana muy pequeña en la boca y la halló tan rica, que comió otra y otra, y hete aquí a nuestro angelito comiendo a discreción manzanas, peras, uvas y toda clase de frutas que le venían a mano.
Cuando estuvo harto y satisfecho, había pasado ya el otoño. Muchas de las frutas quedaron sin madurar y con su color verdoso que tan desagradable es a la vista. Echóse entonces a llorar al acordarse de lo que le dijera al buen Dios y que en el invierno - que ya se echaba encima - no podría volver al Cielo y habría de pasar otro año en la Tierra. Y, como empezaban ya a sentirse los grandes fríos, buscó abrigo entre los hombres. Fuése a una alquería: el campesino, dueño de ella, andaba de acá para allá observando si estaba todo preparado para el riguroso invierno, si el ganado se hallaba bien en el establo, si la harina estaba bien almacenada y las frutas en los graneros para el secado. En esto, acercósele tímidamente el angelito:
- Buen hombre - le dijo, con voz algo apagada por el encogimiento: - ¿Me permitiríais pasar aquí el invierno?
- Aquí, no - contestóle bruscamente el granjero; - y tienes orden, so vagabundo, de alejarte de aquí, si no quieres que te azuce el perro grande.
- No creáis que vendría aquí a comer de balde.
Levantó las orejas, al oír esto el campesino y ya en tono algo más amistoso le dijo:
- ¿Es que tienes algún dinero?
- Ninguno - contestó el angelito, más encogido aún; - pero puedo ganarlo; haré lo que me mandéis.
- ¡Oh el alfeñique! ¿Trabajar tú, con esas manecitas, esos piececitos y esa carita satinada que Dios te ha dado? No has nacido para trabajar. ¡Ea! ¡Largo de aquí.
Ya chiflaba llamando al perro y el angelito se disponía a tomar las de Villadiego, cuando la compasiva esposa del campesino (que había oído todo el diálogo desde una ventana) gritó:
- Ven, hijo mío; no le hagas caso a ese palurdo. Fuera hace frío y debes de sentirlo con esa camisita que llevas por todo abrigo. Si quieres trabajar, harto hay que hacer en esta granja, y un guapo joven como tú no puede menos de traernos la prosperidad y la gracia de Dios.
Refunfuñó el labriego al oír semejantes razones, pero no se atrevió a regañar porque la mujer andaba con la escoba en una mano y en la otra tenía un cucharón de la comida.
Aquí supo por experiencia el angelito lo que era trabajar. Hasta entonces no se había ocupado más que en menudencias; ahora le tocaron faenas toscas y pesadas: limpiar establos y cuadras, dar la comida a las vacas, acarrear leña, barrer las piezas de la casa. Al llegar la noche caía rendido y fatigado en el camastro. Además, no le quedaba tiempo para curiosear; gulusmear, ni por asomo:
de un estacazo le hubiese despojado el labriego de su forma humana. De este modo adquirió el hábito del trabajo, se morigeró en sus costumbres y se hizo digno de convivir con sus hermanos y hermanas, los ángeles del Cielo.
Anhelaba la vuelta de la primavera para moverse y trabajar a fin de poder regresar al Cielo. Entre tanto, en el país el frío fue arreciando, y el angelito estaba aterido. El desván donde pasaba la noche no tenía calefacción ninguna, ni natural ni artificial y el viento se colaba en él por mil grietas y agujeros.
Una mañana, al despertar, observó que había una luz clara y un resplandor como de blancura; asomóse a la ventana y vio la tierra toda vestida de blanco y que seguían cayendo del Cielo pequeños y ligeros copos. Quedó asombrado, estupefacto. Aún no había vuelto de su asombro cuando oyó la bronca voz del campesino:
- ¡A trabajar, haragán! ¿Qué estás aquí mirando? ¿Crees por ventura que te voy a dar de comer de balde? ¡Ea! ¡A apartar la nieve y limpiar los caminos, y pronto!
El angelito, corrido y confuso, echó mano a la grosera escoba y le dolía en el alma tener que contribuir a deslucir aquel blancor que tenía la nieve y verse obligado a amontonarla como si fuese inmunda basura. Apenas hubo vuelto el granjero la espalda, tomó el angelito un puñado de nieve y lo guardó en la mano. Cendalín había vuelto a su estado verdadero de ángel con todas las virtudes de tal y capaz, por lo mismo, de hacer un milagro, pidiéndole antes permiso al buen Dios. Así pues, al observar que la nieve se derretía en su mano, susurró a modo de oración:
- ¡Oh buen Dios! ¡Qué fría está! ¡Haced que se caliente un poco!
En efecto, la nieve se calentó y el angelito pudo tenerla un buen rato en la mano. Llevó una poquita a la boca y hallóla insípida como el agua; entonces dejó caer sobre ella unos lágrimas (lágrimas de
ángel) y al punto se volvió dulce y sabrosa. Alegre y gozoso la llevó a la granjera; ésta llamó a su esposo y a toda la servidumbre y todos la probaron y a todos supo a cielo.
- ¿Qué tal? - dijo entonces, con aire de triunfo, la granjera; - ¿acaso no os dije que un joven tan guapo no podía menos de traernos la prosperidad y la gracia de Dios?
No hay por qué decir que el campesino serenó su hosco semblante, y en cuanto a Cendalín, toda su tarea era ir por nieve, secarla y calentarla y humedecerla con dulces lágrimas. Poco tiempo después toda la casa estuvo llena de azúcar. Tomó entonces el angelito el bote en que tenía los colores del otoño, amasó y moldeó el azúcar y pintólo de rojo, verde y amarillo y de allí salieron los primeros caramelos, las barritas de azúcar y la regalicia.
La granjera aprendió a hacer con el azúcar tortas y pasteles al horno. El campesino, al comer por primera vez estas golosinas, saltó de gozo y cubrió de besos al angelito. Éste, desde entonces, fue muy bien visto de todos y pudo llevar una vida digna de su naturaleza: se portó como un ángel.
A todo esto, al aparecer los primeros azafranes, precursores de la primavera, el agradecido angelito quiso hacer a los campesinos un regalo de despedida: tomó un puñado de azúcar, mezclólo con tierra del huerto, alargólo con sus manos de ángel y lo prensó en forma de tabla. Se había inventado el chocolate.
Alborozados y entusiasmados todos, dieron las gracias al amable angelito Cendalín. Había, pues, aparecido en el mundo el azúcar, y los hombres todos lo saboreaban, sobre todo la gente menuda, que desde aquella fecha tienen especial predilección hacia los angelitos por el dulce regalo que hicieron a la humanidad.
Por su parte, Cendalín, que de los campesinos había aprendido a trabajar con asiduidad y se había curado de su curiosidad y pereza y de su manía de andar siempre a la husma, se dedicó el resto del año a terminar su misión, y era de ver entonces cómo verdeaban los prados y praderas; en verano ya nadie se miraba sino en los arroyos, ríos y lagos; en otoño no había manzana, pera ni racimo de uvas que no mostrara sus prodigiosos calores. En virtud de esto el angelito fue nuevamente recibido por el buen Dios en el Cielo, y el arcángel Miguel, al verle totalmente cambiado, le felicitó cordialmente. Los otros ángeles, sus camaradas, entonaron en su honor un canto coral, y en lo sucesivo fue Cendalín el ángel más activo, laborioso y bizarro entre todos los del Cielo.