lunes, 30 de enero de 2012

La muchacha ambiciosa "cuento bohemio"

Hace ya muchos años había a poca distancia de la ciudad de Pribislau un grupo de casitas tan poco numeroso, que ni siquiera merecía el nombre de aldea.
Agregada a otra mucha mayor, situada a algunos kilómetros de distancia, aquella minúscula población no conocía autoridad de ninguna clase, no poseyendo más edificio decente que una pequeña capilla, o más bien santuario, que se alzaba solitario a unos ochocientos metros del caserío, donde los habitantes de éste iban a cumplir sus deberes religiosos.
En una de estas casuchas, en la más mísera y destartalada, vivía una pobre viuda con su hija, preciosa muchacha de dieciséis años, bella sobre toda ponderación, pero tan orgullosa como bella, y tan perezosa como orgullosa, por lo que, mientras que su pobre madre, humilde y modesta, se pasaba el día entero trabajando para proveer el sustento de ambas, Marienka, que así se llamaba la muchacha, lo empleaba en mirarse al espejo y en arreglar y adornar sus pobres trajes; es decir, que no pensaba más que en el modo de realzar sus ya notables encantos.
A pesar de la relativa soledad y alejamiento que vivían, la fama de la belleza de Marienka había trascendido y, hallándose en edad de contraer matrimonio, llovíanle los pretendientes de todas partes.
En su mayoría eran labradores acomodados, con los cuales Marienka habría podido ser feliz, pero, como ya hemos dicho, la muchacha era extremadamente orgullosa y desmedidamente ambiciosa, por lo que acogía siempre con burlas y descortesías a todos cuantos iban a solicitar su mano.
Esta conducta hacía sufrir indeciblemente a su pobre madre, que se habría dado por satisfecha si su hija hubiese accedido a darle por yerno a cualquiera de aquellos mozos, buenos chicos en general, y con medios más que sobrados para proporcionar a la joven una existencia digna y feliz.
Sin embargo, ella los despreciaba o todos, juzgándolos, tal vez, inmerecedores de poseer su peregrina belleza.
La vida transcurría así para ambas mujeres. La madre continuaba trabajando incesantemente; la joven proseguía encerrada en su habitación ocupada en embellecerse, soñando aventuras sin cuento y haciéndose la ilusión de que no tardaría en presentarse un príncipe encantado a poner a sus pies su corazón y su corona.
La madre, como es de presumir, se sentía desgraciada con el comportamiento incomprensible de su hija; queríala mucho y no daba importancia a su pereza, pero, sin embargo, experimentaba enorme disgusto al darse cuenta de su ambición y observar cómo rechazaba uno tras otro a todos los honrados jóvenes de la comarca, cada uno de los cuales habría podido ser un esposo ideal.
Cierta noche de primavera en que Marienka ya se había acostado, mientras que su madre continuaba trabajando a la luz de un quinqué, aquélla, que, gracias a lo reducido de su vivienda, podía oír desde el comedor, donde se encontraba, todos los movimientos de su hija en el lecho y hasta su respiración, percibió que Marienka, en su sueño, se reía a mandíbula batiente con argentinas carcajadas.
- ¿Qué cosas agradables soñará para reírse así? - murmuró la madre. - ¡Dios la bendiga!
Prosiguió trabajando todavía un buen rato; luego, cuando ya estaba a punto de terminarse el petróleo del quinqué, se levantó, subió a su habitación y, después de rezar sus oraciones, se entregó a un merecido y bienhechor reposo.
A la mañana siguiente, antes que su hija despertara, se levantó y empezó a limpiar la casa, en tanto que Marienka continuaba en la cama.
Pero una hora después, cuando la anciana viuda tenía preparado el desayuno, la joven se levantó presuntuosamente y se sentó a la mesa.
Mientras ingerían el café con leche, la viuda observó:
- Anoche, hija mía, debías de tener un sueño muy agradable, pues antes de acostarme te oí reír.
Marienka respondió:
- ¡Oh, sí, mamá! Tuve un sueño precioso. Veía llegar a nuestra morada a un señor que venía en una carroza de cobre. Tan pronto como el carruaje se detuvo a la puerta, el caballero se apeó, entró y, acercándose a mí, me puso en el dedo una sortija, cuya piedra brillaba como las estrellas. Luego, cuando, poco después, entramos los dos en la iglesia para casarnos, la gente no tenía ojos más que para la Santísima Virgen y para mí. '
La madre exclamó asustada:
- ¡Por Dios, hija mía! ¡Es un sueño demasiado ambicioso! ¡Ojalá no nos traiga un disgusto! Acuérdate que te he reconvenido muchas veces por tu desmedida ambición. Abandona ya esos sueños de grandezas y acepta por esposo a uno cualquiera de esos jóvenes que te ofrecen una existencia modesta, sí, pero libre de escaseces y privaciones.
- ¡Oh, mamá, no sigas con tus sermones! - dijo Marienka. - Ya estoy cansada de escucharte. Déjame a mí; no tardará en presentarse la ocasión de realizar mis deseos y no la desaprovecharé... Pero no vuelvas a pensar que acceda a ser la esposa de ninguno de esos miserables aldeanos. Prefiero mil veces la muerte.
La madre exclamó, santiguándose:
- ¡Él dulcísimo nombre de Jesús! ¡Ojalá no tengas que arrepentirte de eso, hija mía! ¿Por qué no te inspirará Dios otras ideas más modestas?
- Me voy a mi habitación, mamá; tengo mucho que hacer - dijo la joven levantándose y dirigiéndose a su cuarto apresuradamente, pues preveía la inminencia de lo que ella llamaba un sermón.
Al cabo de un rato, la madre la oyó cantar alegremente. No había hecho más que terminar su canción, cuando un carro penetró en el diminuto patio que había frente a la humilde choza.
Un joven labrador, de porte acomodado y excelente aspecto, echó pie a tierra. Madre e hija le conocían perfectamente, pues el recién llegado poseía grandes extensiones de terreno a poca distancia del lugar en que ellas moraban.
El joven fue favorablemente acogido por la anciana viuda, pues sabía que su intención era pedir la mano de Marienka, pero cuando ésta se vio obligada a bajar por orden de su madre para escuchar personalmente las proposiciones del honrado mozo, lo miró con expresión en la que se mezclaban el enojo y el desprecio, y repuso:
- Aunque vinieses en carroza de cobre y me pusieses en el dedo una sortija cuya piedra brillase tanto como las estrellas, no te aceptaría por esposo. ¡Mira si te sería difícil obtener lo que solicitas!
Y dichas estas palabras, la joven dio media vuelta y regresó a su habitación.
El pretendiente y la pobre viuda quedaron sobrecogidos de estupefacción al oír aquellas palabras. La buena mujer se esforzó en consolar con frases bondadosas al asombrado mancebo, pero éste, maldiciendo la hora en que se le había ocurrido dar aquel paso, salió de la casa lanzando invectivas contra el insoportable orgullo de Marienka.
Durante el resto del día, la madre y la hija apenas cruzaron la palabra.
La buena viuda se hallaba profundamente disgustada por lo ocurrido. Marienka se había entregado nuevamente a sus sueños de grandeza.
Por la noche, cuando terminaron de tomar la humilde cena, Marienka subió a su habitación y se acostó. Al poco rato estaba profundamente dormida, mientras la madre continuaba trabajando como de costumbre.
De repente, una carcajada rasgó el silencio de la noche. Aquella explosión de hilaridad provenía de la habitación de Marienka, y su madre, suspirando profundamente, se dijo:
- Seguramente está soñando cosas agradables. ¡Pobre hija mía! ¿Cuándo querrá nuestro Señor darle ideas más en armonía con su posición? Ya veremos lo que cuenta mañana...
Al día siguiente, la viuda preguntó a Marienka la causa de aquella risa, y la joven, que ya había olvidado por completo al pretendiente del día anterior, respondió con una sonrisa placentera:
- ¡Oh, mamá, he tenido un sueño mucho más bonito que el de anteanoche! Vi a un caballero ricamente vestido que venía a buscarme en una carroza de plata maciza y me ofrecía una corona de oro. Cuando entramos en la Iglesia para casarnos, la gente miraba mucho menos a la Santísima Virgen que a mí.
- ¡Calla, hija mía, calla, y no blasfemes!,- exclamó la buena madre horrorizada por lo que acababa de oír, al tiempo que se santiguaba rápidamente. - Reza, hija mía, y lograrás vencer esa tentación inspirada por el demonio.
- No digas tonterías - repuso Marienka. - Yo sé mejor que tú lo que ha de suceder. Ya verás cuando me case con un caballero como el que he visto en sueños. Entonces no te pasarás el día reprendiéndome como ahora.
Y dicho esto, abandonó el comedor y, cantando a grito pelado, volvió a recluirse en su santuario.
Como si la canción que tremolaba en los labios de Marienka fuese el anuncio de su llegada, se presentó en aquel instante una carroza, que, después de detenerse en el patio, frente a la única puerta de la choza, dio salida a un joven caballero de agradable aspecto, que venía a ofrecer a la joven su corazón y su fortuna.
La madre, enajenada de alegría al ver la óptima ocasión que se ofrecía a su hija, la llamó alborozada, completamente persuadida de que Marienka se apresuraría a aceptar aquella inesperada ocasión.
La muchacha, obedeciendo a la llamada de su madre, descendió al comedor, escuchó fríamente la proposición de su enamorado, y, haciendo un gesto de desdén al joven noble, le dijo:
- Podéis estar seguro de que aunque vinieseis en una carroza de plata y me ofrecieseis una corona de oro, no os aceptaría por esposo.
La madre exclamó, asustada:
- ¡Oh, hija mía! ¡No seas tan ambiciosa! Ese orgullo puede llevarte al infierno...
El noble pretendiente, atónito, mudo, en el colmo de la sorpresa, pues había ido a casa de Marienka persuadido de que aquélla se apresuraría a aceptar tan buena fortuna, se despidió con un gesto de la atribulada madre y se alejó de la casa en su carroza, en tanto que Marienka volvía a su habitación murmurando:
- Mi madre no sabe lo que dice. Tengo la absoluta seguridad de que se me presentara otra ocasión mejor que esta.
A la noche siguiente se repitió la escena de las dos anteriores. Mientras la madre estaba ocupada en su trabajo, la hija, ya dormida, empezó a reír con estentóreas carcajadas.
- ¡Dios mío! - exclamó la pobre viuda. - ¿Qué estará soñando ahora esa ilusa?
Y preocupada, empleó gran parte de la noche en rezar al Altísimo, suplicándole de todo corazón que interviniese para cambiar el modo de pensar de Marienka.
A la siguiente mañana, cuando la muchacha se levantó, su madre le preguntó:
- ¿Qué soñaste anoche, hija mía?
- ¿Te enojarás conmigo si te lo digo? - respondió Marienka.
- Aunque así fuese, quisiera saberlo - contestó la madre.
- Como quieras... Verás: he soñado que un noble señor, acompañado de brillante cortejo, venía a pedir mi mano. A esta casa llegó en una carroza de oro y me regaló un traje de terciopelo recamado de oro y piedras preciosas. Luego, cuando entramos en la iglesia a casarnos, la gente no tenía ojos más que para mí.
Esto ya era el colmo de la ambición y del orgullo.
La indignación y el estupor impidieron a la excelente madre contestar a su hija, aprovechándose ésta de la estupefacción de la buena viuda para abandonar el comedor y librarse del sermón.
Subió entonces a su cuarto, poniéndose a cantar como de costumbre, a tiempo que se contemplaba, coqueta, en su espejo. Apenas había terminado su canción, penetraron en el patio tres carrozas; una de cobre, otra de plata y la tercera de oro. La primera iba tirada por dos caballos; la segunda por cuatro y la tercera por ocho. Todas ellas enjaezadas con arreos de oro y perlas.
De las carrozas de cobre y plata descendieron numerosos pajes vestidos con calzones escarlata y verdes dormanes, mientras que un caballero joven, apuesto y elegantísimo, echaba pie a tierra de la áurea carroza.
El joven caballero entró en la choza y, doblando la rodilla, demandó a la estupefacta madre la mano de su hija. La pobre viuda quedó sin habla, atónita y maravillada ante el inesperado honor que el apuesto desconocido ofrecía a Marienka.
Cuando al fin recobró el uso de la lengua, se apresuró a llamar a la joven, quien, al ver las carrozas y al riquísimo caballero, exclamó extasiada:
- ¿Ves, mamá, si tenía yo razón al despreciar a los otros?
El caballero renovó su petición sin dejar de lanzar amorosas miradas a la doncella, la cual no titubeó en concederle la mano.
Luego, Marienka corrió a su habitación y confeccionó el ramillete de novia que entregó, sonriente, a su prometido.
El caballero tomó la mano izquierda de Marienka y le puso en el dedo anular una sortija, cuya piedra brillaba tanto como las estrellas; además, le ofreció una diadema de oro y un vestido cuajado de encajes del mismo metal precioso.
Ebria de gozo, la ambiciosa Marienka fue a vestirse para la ceremonia. Su madre, intranquila, advirtiendo instintivamente un peligro, la miraba nerviosa.
Media hora después, Marienka, hermosa como un sol y con una sonrisa de triunfo en sus rojos labios, subía a la carroza de oro ayudada por su prometido y, un instante después, se alejaban carretera adelante sin que la ingrata se acordara de despedirse de su madre ni de solicitar su bendición.
Sin embargo, la excelente viuda salió de su choza y se dirigió a la iglesia, a donde llegó bastante después que la comitiva. En la nave principal, y desde lejos, asistió a la boda de Marienka, que salió algo más tarde acompañada de su esposo sin dignarse dirigir una mirada ni un saludo a su pobre madre.
Subieron los recién casados a la carroza de oro por segunda vez. Los caballos emprendieron el galope y, sin acortar el paso, continuaron avanzando durante todo el día.
Llegada la noche, cuando apenas podía distinguirse cosa alguna a una distancia mayor de diez metros, el coche se detuvo frente a una enorme roca que tenía una abertura de gran tamaño, semejante a la puerta de una ciudad.
Luego la carroza penetró en una especie de túnel; la tierra se estremeció como en un sismo y detrás del vehículo se desplomó con estrépito la enorme roca.
Asustada por el estruendo, la recién casada asió la mano de su marido, chillando aterrorizada, pero el esposo la tranquilizó, diciendo:
- No temas nada, querida. Dentro de poco verás con tanta claridad como a la luz del sol.
Minutos más tarde, Marienka divisó a través de las ventanillas de la carroza innumerables llamitas. Al principio le produjeron algún temor, pero a poco se dio cuenta de que se trataba de los gnomos de las montañas que, con antorchas encendidas, acudían a dar la bienvenida a su señor el Rey de los Metales.
Así supo Marienka quién era su esposo y, aunque dudaba si sería un genio bueno o malo, terminó por resignarse, pensando que, bueno o malo, era indudable que poseía enormes riquezas.
Cuando hubieron salido al fin de las tinieblas que los rodeaban, atravesaron bosques blancuzcos, montañas que elevaban al cielo sus cimas cerúleas, cubiertas eternamente de alba nieve.
Mirando con cuidado, Marienka se dio cuenta de que los álamos, los abetos, las rocas y las encinas eran de plomo; en el extremo del bosque descubríase una extensa pradera, cuyas hierbas eran de plata y allá, al fondo, veíase un soberbio castillo construido con diamantes y rubíes.
Detuviéronse las carrozas ante la puerta de honor. Uno de los lacayos abrió la portezuela del carruaje que conducía a los dos esposos. Descendió el Rey de los Metales y ofreció el brazo a Marienka, diciéndole sonriente:
- Bienvenida a tus Estados, querida. Todo cuanto ves te pertenece en absoluto. Manda, ordena, pide... Ten la seguridad de que todos mis súbditos se apresurarán a complacerte.
Ante su buena fortuna, Marienka estuvo a punto de gritar de alegría. No obstante, como había hecho tan largo viaje sin probar bocado, empezó o notar como si un gusanillo le royese el estómago.
De pronto brotaron de sus ojos lágrimas de placer al ver que los gnomos de la montaña disponían una mesa en la que resplandecía el oro, las piedras preciosas y los cristales de roca.
Cuando dieron la señal de que todo estaba listo, sentáronse a la mesa, donde sirvieron admirables manjares. Lo triste es que todos los platos estaban confeccionados con metales y piedras preciosas condimentados de mil modos distintos.
El Rey de los Metales y sus invitados comían vorazmente de todo aquello, pero la recién casada, como es natural, no podía imitarlos, ya que esta clase de alimentos era perniciosa para su organismo.
Convencida, al fin, de que en toda la mesa no había nada comestible para ella, se volvió a su esposo y le suplicó que le diese un poco de pan.
- Tus deseos son órdenes para mí, hermosa mía - contestó rendido el Rey de los Metales.
Y luego gritó a sus servidores:
- ¡Servid inmediatamente el pan de cobre!
Marienka, como es de presumir, no pudo comerlo.
- ¡Que traigan el pan de plata! - ordenó el monarca.
Marienka no intentó siquiera hincarle el diente.
- ¡Dadle a probar el pan de oro!
Tampoco éste fue del agrado de la joven. Entonces dijo el Rey de los Metales:
- Lo lamento mucho, hermosa mía, pero no disponemos de otra clase de pan.
La pobre Marienka se echó a llorar, pero su marido, al observarlo, estalló en carcajadas, pues su corazón, como todo cuanto había en sus inmensos dominios, era de metal.
- Solloza cuanto quieras - le dijo sin dejar de reír. - No culpes a nadie de lo que te ocurre, ya que tú misma lo has querido así, sin que nadie te obligara.
La hermosa Marienka se quedó en el palacio, rodeada de aquel lujo y riqueza, sin poder satisfacer su hambre. En vano buscaba por los alrededores del resplandeciente edificio una raíz, una planta, con la cual pudiera acallar las exigencias de su estómago desfallecido.
Evidentemente, todo aquello fue un castigo del Cielo para humillar su soberbia, pues, a pesar de que estaba hambrienta y débil, no caía enferma, como le hubiese ocurrido a los demás mortales.
Luego, tres días al año, en la época en que se llevan a cabo las rogativas para que Dios envíe su benéfica lluvia sobre la tierra, Marienka regresa junto a sus semejantes.
Vésela entonces cubierta de harapos, casi cadavérica, escuálida, mendigando de puerta en puerta y mostrando su reconocimiento con frases ardientes y lágrimas abundantes cuando le dan un poco de pan o se compadecen de su triste situación.

viernes, 27 de enero de 2012

El diablo y el magistrado "cuento bohemio"

Hace muchos años vivía en una ciudad de Bohemia un individuo llamado Hans Edelstein, que poseía infinidad de cofres llenos a rebosar de oro y piedras preciosas. No obstante, a pesar de sus riquezas, era tan avaro, tan duro para con los pobres, que inspiraba horror a sus vecinos.
Edelstein ejercía en la ciudad a que nos referimos el cargo de juez, aprovechándose de él para cometer toda clase de iniquidades.
Cierta mañana en que había salido para recorrer sus campos, se encontró en el camino con el diablo vestido de gran señor.
Edelstein le hizo una profunda reverencia y le preguntó cortésmente:
- ¿Sois forastero verdad, señor? ¿Queréis dignaros decirme vuestro nombre y el lugar de vuestra procedencia?
El diablo sonrió y dijo:
- Creo preferible no contestar a vuestras preguntas.
Edelstein se encolerizó y gritó exaltado:
- Exijo que contestéis inmediatamente a lo que os he preguntado si no queréis ir a dar con vuestros huesos en la cárcel. Habéis de saber que soy el juez de esta ciudad y nadie se ha atrevido jamás a insolentarse conmigo como lo habéis hecho vos, sin recibir en el acto el castigo ejemplar.
- En ese caso - respondi6 el desconocido, - me inclino ante vuestros razonamientos y no vacilo más en revelaros mi identidad. Soy el Diablo.
- Vade retro! - exclamó el juez un tanto asustado. Pero inmediatamente se rehizo y añadió: - ¿Y qué buscáis por aquí?.
- Nada. Hoy es día de feria en vuestra ciudad... Me limitaré a tomar lo que buenamente me den.
- Haced lo que gustéis - dijo el juez, - pero os acompañaré.
Los dos se dirigieron entonces a la plaza del mercado que estaba llena de gente. Todos saludaban con respeto al juez y a su compañero.
Edelstein se hizo servir dos vasos de vino y ofreció uno al diablo, diciéndole:
- Bebed a mi salud.
Pero el diablo rehusó dándose cuenta de que el juez no se lo ofrecía de todo corazón.
Poco tiempo después vieron pasar una aldeana que tiraba con todas sus fuerzas de un cebadísimo cerdo, pero el condenado animal se negaba a seguir a su ama. La pobre mujer, después de dar infinitos tirones inútiles de la cuerda con que llevaba atado al cerdo, exclamó desesperada:
- ¡Que el diablo te lleve!
- ¿Habéis oído? - preguntó el juez a su compañero. - Ese cerdo es vuestro.
- No - contestó el diablo. - No me lo da de buen grado. Si yo lo tomase, esa mujer armaría un escándalo espantoso.
Algo más allá una madre reprendía a su desobediente hijo, tan mal educado que a cada sopapo de su progenitora le sacaba la lengua en gesto de burla, por lo que la pobre madre, exasperada, le gritó:
- ¡Ojalá te lleve el diablo!
El juez dijo en voz baja a su compañero:
- Ese, niño es vuestro, compadre. Ya lo habéis oído.
- Nada de eso - replicó el diablo. - Si me lo llevase, su madre moriría de pena.
Edelstein y su compañero continuaron su paseo.
Vieron a dos trabajadores que disputaban con vehemencia. Uno de ellos, después de insultar al otro, le dijo:
- ¡Ojalá te lleve el diablo!
- Os regalan ese mozalbete - murmuró el juez.
El diablo contestó:
- Así parece, pero no es verdad. Esos dos muchachos se quieren de veras, pero la cólera y el alcohol los han cegado de tal modo que en este momento no se dan cuenta de sus verdaderos sentimientos.
En aquel mismo instante, un anciano pálido y demacrado, cuyos harapos delataban la más horrorosa pobreza, se detuvo ante el magistrado y exclamó:
- ¡Maldito seas mil veces! Eres rico, inmensamente rico, mientras que yo soy pobre, muy pobre. No obstante no has titubeado en quitarme mi vaca, que era mi único recurso. Jamás te hice mal alguno y te has gozado en hundirme en la miseria más espantosa. Pero el cielo me hará Justicia... Ojalá castigue Dios tus continuas iniquidades y el diablo te lleve con él a los infiernos en cuerpo y alma.
- Este es sincero, dice lo que siente - declaró el diablo al juez; - así, pues, tomo lo que me ofrecen con tanta franqueza.
Y asiendo al juez por el pescuezo dio una patada en el suelo y se hundió en la tierra con su presa.

martes, 24 de enero de 2012

La rana Tiddalick " cuento australiano"

La rana Tiddalick era una rana gigante que hacía temblar la tierra a su paso. Era una gran glotona y muy malhumorada que cuando se enfadaba podía hacer caer una montaña.

Un día se levantó de muy mal genio y con mucha sed. Empezó por beberse un lago, pero éste se terminó muy rápido y como más sed tenía, más se enfadaba Tiddalick. Fue bebiendo y bebiendo, primero un río, luego un mar y finalmente un océano hasta que no quedó ni una gota de agua en toda la tierra. Cansada de tanto beber, fue a tumbarse.

Los animales de la tierra empezaron a desesperarse, ya que sin agua no podían vivir y se les acaban las fuerzas. Se reunieron todos y decidieron ir a pedirle a Tiddalick que les devolviera el agua que tenía en su barriga.

Lo intentaron el canguro, el dingo, la cacatúa, pero ninguno de ellos consiguió que Tiddalick abriera los ojos y cambiara de opinión. Entonces, la pequeña comadreja dio una gran idea al grupo:

- ¡Tenemos que hacer reír a Tiddalick¡ - dijó entusiasmada – si ríe sin parar, conseguiremos que saque el agua de su barriga.

Con esa idea, todos los animales se fueron a ver a Tiddalick. Casi no tenían fuerzas porque estaban muertos de sed, pero hicieron un gran esfuerzo para hacer reír a la rana. Las cacatúas contaron chistes, los canguros hicieron unos saltos de circo, el lagarto puso sus caras más graciosas, sacó la lengua… Pero todo fue inútil, Tiddalick ni siquiera abrió un ojo.

Entonces apareció la anguila, pidiendo que le dejaran probar su estrategia. Empezó a moverse por encima de la rana, arriba y abajo, muy rápido y dando vueltas. De repente, Tiddalick empezó a reírse un poquito, y cada vez más fuerte, hasta que un chorro de agua empezó a salir de su boca.

Los animales vieron como gracias a las cosquillas de la anguila, Tiddalick sacó toda el agua y pudieron volver con su vida, ya que sin agua no hubiesen podido.

Es por eso, que ahora los nativos australianos miran las ranas en el río, y si beben mucha agua, es porque se acerca una época de sequía.

sábado, 21 de enero de 2012

Los dos cestos " cuento de la india"

Había una vez un viejo y una vieja. El viejo tenía un pájaro al que quería mucho y al que cuidaba con mucho esmero. Un día, el viejo tuvo que irse de casa por una temporada y le pidió a su mujer que cuidara del pajarito y le diera de comer y beber cada día. La mujer se lo prometió y el viejo partió tranquilo.

Pero la mujer, preocupada sólo por sus asuntos, se olvidó del pájaro y no le dio de comer ni un solo día. El trabajo de la vieja consistía en recoger el trigo y hacerlo secar. Para que se secara, lo dejaba en un cuenco en el alféizar de la ventana.

Así pasaron los días, hasta que el pájaro, muerto ya de hambre, picoteó las rejas de la jaula, escapó y se comió todo el trigo de la vieja. Cuando ésta se dio cuenta, se enfadó tanto que echó al pájaro de la casa.

Al cabo de un tiempo regresó el viejo y la mujer le dijo que el pájaro había escapado. El hombre, que quería mucho al pajarito, se puso muy triste, y al ver que no volvía, decidió ir al bosque a buscarlo. Buscó y llamó al pájaro por todo el bosque, hasta que finalmente dio con él.

El viejo le pidió que volviera con él, pero el animal le dijo que estaba bien en el bosque. El hombre se quedó un rato haciendo compañía al pajarito y, cuando ya iba a regresar a su casa, el pájaro le puso delante dos cestos, uno grande y uno pequeño, y le dijo que se quedase con uno como regalo. El hombre le dio las gracias:

- Si no puedo hacerte cambiar de idea, dame el cesto pequeño - y de esta manera, el hombre se fue a su casa con el cesto pequeño.

Al llegar a casa, se lo explicó todo a su mujer y abrió el cesto. Y cuál fue su sorpresa al ver que estaba lleno de oro, plata y piedras preciosas. La mujer, con los ojos brillantes de codicia, le dijo al viejo:
- Dime dónde está el pajarito, que yo voy a ser más lista que tú y cogeré el cesto más grande.

La vieja se dirigió hacia el bosque y encontró al pajarito:
- ¡Oh, pajarito, cuánto te echaba de menos! - dijo la mujer.- Te he estado buscando tanto tiempo, que ahora merezco un regalo como recuerdo de este momento.

El pájaro, que fingió haber olvidado que la vieja lo había echado de casa, le puso dos cestos delante, uno grande y otro pequeño, y le dio a escoger. La vieja, sin pensarlo dos veces, cogió el grande y, avariciosa como estaba, se fue sin darle siquiera las gracias al pájaro.

En cuanto llegó a casa, metió las manos en el cesto pensando encontrar grandes cantidades de oro y joyas. Pero cuál fue su espanto al encontrarse el cesto lleno de serpientes y escorpiones que se retorcían intentando salir. Y la vieja se asustó tanto, que huyó de la casa.

Y, según dicen, aún hoy corre desesperada de un lado a otro sin saber dónde esconderse.

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Las palomas y la red " cuento de la india"

Un bonito día de verano, un grupo de palomas decidieron ponerse a volar para buscar comida. Volaron durante mucho tiempo, pasando por encima de ciudades y pueblos, hasta que llegaron a un gran prado verde.


- ¡Mirad ahí! Hay algunos granos para comer entre la hierba- gritó la paloma más joven-. Estoy hambrienta y cansada de volar. Dejemos de buscar y bajemos a comer-. Y empezó a batir las alas para descender hasta el suelo.
- ¡Espera!-, gritó la líder de la bandada de pájaros-. Podría ser una trampa. ¿Porqué debería haber granos en una zona tan aislada?
- ¡No seas tan desconfiada! Se le deben haber caído a alguien que pasaba por aquí-. Dijo otra de las palomas.
- No perdamos más el tiempo. ¡Yo también tengo hambre!-, añadió una tercera paloma.
- Está bien. Si todas insistís y tenéis tanta hambre que no os importa arriesgar vuestra vida, iremos a comer - dijo la que los guiaba.
Así que las palomas decidieron bajar hasta el suelo y empezaron a comer. Después del largo y cansado viaje, la comida les parecía deliciosa.
Pero, de pronto, una red cayó sobre las palomas y quedaron atrapadas. - ¡Es una trampa! ¡Socorro!-, gritaban todas con mucho miedo.
- Ya os dije que debíamos ir con cuidado-, dijo la líder-. Pero de todas formas, tranquilizaos. Podemos liberarnos, pero debemos estar unidas.
- ¿Cómo podemos salir de aquí? ¡Explícanos qué debemos hacer!- Gritaban mientras intentaban escapar muy asustadas, saltando cada una por su lado.
- Dejadme pensar un momento. Tengo una idea- dijo la líder de pronto-. Debemos actuar todas a la vez. Ponernos a volar juntas y llevar la red con nosotras. ¡Recordad que debemos estar unidas!


Cada paloma cogió una parte de la red con su pico y, todas juntas, empezaron a batir las alas para despegar. El cazador se quedó atónito ante la visión de las palomas volando con la red. Empezó a correr detrás de las palomas, esperando que cayesen. Pero cuando le vieron, las palomas volaron todavía más alto, hasta que se posaron en la cima de una pequeña montaña. El cazador intentó escalarla, pero pronto se cansó y decidió dejar ir a sus presas.


-Ahora debemos volar hacia el río-, dijo el líder.
- ¡Pero estoy muy cansada!- exclamó la paloma más joven- ¡No puedo volar más!
- No te preocupes, yo te ayudaré. Los fuertes deben ayudar a los débiles. Pronto seré yo quien sea viejo y débil, mientras que tú habrás crecido y serás fuerte. Entonces tu me ayudarás a mi porqué dependeré de tu fuerza. Ahora acércate a mí, que con mi fuerza podré llevarte en esta red.
Y volaron hasta la orilla del río, donde la líder de las palomas llamó a su amigo el ratón y le contó lo que les había pasado.
- Querido ratón, estamos aquí atrapados por culpa de un malvado cazador. Solo tú puedes salvarnos y liberarnos de esta red- rogó la pal9oma jefe. Entonces el ratón las quiso ayudar y empezó a roer la red para liberar a la líder, que se quejó - No, no me liberes a mi primero. Esta pequeña paloma está muy débil y cansada, libérala antes. Después libera a los demás antes que a mí. Yo soy la líder, por lo que debo cuidar de todas y ser la última.
El ratón cortó la red con sus afilados dientes y liberó a todas las palomas. Por último también liberó a su líder. Todas dieron las gracias al ratón y se fueron volando hacia su casa. Mientras volaban la pequeña paloma dijo:
- Nuestro líder es mayor pero sabía. Su sabiduría es lo que nos ha salvado hoy.
- No, pequeño. Ha sido vuestra unión lo que nos ha dado fuerza y ha permitido salvarnos-, replicó la paloma líder.- La unión es lo que nos da la mayor fuerza.


Y de esta manera las palomas pudieron volver a su casa tranquilamente con sus familias

jueves, 19 de enero de 2012

Hailibu, el cazador " cuento Mongol"

Tiempo atrás vivió un hombre llamado Hailibu, se ocupaba de la caza y todos le llamaban “Hailibu, el cazador”. Como siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás, nunca disfrutaba solo de las cosas que cazaba sino que las repartía, por lo cual se había ganado el respeto de todo el mundo. Un día que fue a cazar a la profundidad de la montaña, divisó entre la espesura del bosque una serpiente blanca que dormía enrollada bajo un árbol. El hombre dio un rodeo para no despertarla. Inesperadamente, una grulla gris atrapó a la serpiente con sus garras y volvió a emprender vuelo. La serpiente se despertó sobresaltada gritando: ¡socorro!, ¡socorro! Hailibu apuntó con su arco a la grulla que iba subiendo hacia la cima de la montaña. El ave perdió a la serpiente y huyó.

- Pobre pequeñita, ve rápido a buscar a tus padres. – Le dijo el cazador al reptil.

Esta asintió con la cabeza, expresó las gracias y se perdió entre los arbustos mientras Hailibu recogía su arco y las flechas para volver a su casa. Al día siguiente, cuando Hailibu pasaba justamente por el mismo sitio, varias serpientes que rodeaban a la serpiente blanca salieron a recibirlo. Asombrado, estaba pensando en dar un rodeo cuando la serpiente blanca le dijo:

- ¿Cómo estás, mi salvador? Tal vez no me conozcas, yo soyla hija del rey dragón. Ayer me salvaste la vida y hoy mispadres me han ordenado que te acompañe a mi casa, donde te darán las gracias en mi nombre. Cuando llegues allí – continuó – no aceptes nada de lo que te ofrezcan mis padres y pide la piedra de jade que mi padre lleva en la boca. Si te pones la piedra en la boca podrás entender todos los idiomas de los animales que hay en el mundo. Sin embargo, lo que escuches no lo podrás contar a nadie. La persona que cuente nuestros secretos se convertirá en una piedra.

Hailibu asintió, siguiendo a la serpiente hasta la profundidad del valle donde hacía mucho frío. Cuando llegaron cerca de una cueva la serpiente dijo:

- Mis padres no te pueden invitar a entrar en casa, te recibirán aquí.Y justo cuando estaba explicando esto el viejo dragón apareció y le dijo con amabilidad:

- Has salvado a mi querida hija y te lo agradezco sinceramente. En esta cueva se guardan muchos tesoros, puedes quedarte el que más desees. – Y dicho esto abrió la puerta para que Hailibu pudiera entrar; el cazador vió que la cueva estaba llena de tesoros. A pesar de ello, Hailibu no pidió ningún tesoro.

-¿No te gustan ninguno de estos tesoros? – preguntó el viejo dragón.

- Aunque son muy hermosos sólo se pueden utilizar como adornos pero no tienen utilidad para mí que soy un cazador. Si el rey dragón desea realmente dejarme algo como recuerdo le ruego que me entregue ese jade que tiene en su boca.

El rey dragón se quedó pensando un momento; no le quedaba más remedio que escupir la piedra que tenía en su boca y dársela a Hailibu.

Después de que el cazador se despidió saliendo con la piedra en su poder la serpiente blanca lo siguió y le recomendó repetidas veces:

- Con esta piedra podrás entender la lengua de los animales. Pero no puedes decirle a nadie ni una palabra de lo que sepas. Si lo haces te encontrarás en peligro. No te olvides de ello por nada del mundo.

Desde entonces Hailibu lograba cazar muy fácilmente. Podía entender el lenguaje de las aves y las bestias y de este modo saber qué animales había al otro lado de la gran montaña. Así pasaron muchos años hasta que un día escuchó que unos pájaros decían:

- Vayamos pronto a otro sitio. Mañana se va a derrumbar la montaña y el agua lo inundará todo. ¡Quién sabe cuántos animales morirán!

Hailibu se quedó muy preocupado; sin ánimo ya para cazar regresó de inmediato y le anunció a todos:

- ¡Mudémonos a otro sitio! En este lugar ya no se puede vivir más.

Los demás se quedaron muy extrañados. Algunos creían que aquello era imposible, otros, que Hailibu se había vuelto loco.

- ¿Por qué nadie me cree? – preguntó Hailibu llorando.

- Tú nunca nos has mentido – opinaron unos ancianos – y eso lo sabemos todos. Pero ahora dices que aquí ya no se puede vivir más. ¿En qué te basas? Te rogamos que hables claro.

Hailibu pensó: “Se aproxima la catástrofe, ¿cómo puedo pensar en mí mismo y permitir que todos sufran la desgracia? Prefiero sacrificarme para salvar a los demás”. Hailibu relató cómo había obtenido la piedra de jade, de qué modo la utilizaba para cazar, la forma en que se había enterado de la catástrofe y por último el porqué no podía contarles a los demás lo que escuchaba de los animales. Al tiempo que hablaba Hailibu se iba transformando y poco a poco se fue haciendo piedra. Tan pronto la gente vio aquello se apresuró a mudarse. Entonces las nubes formaron un espeso manto y comenzó a caer una torrencial lluvia. En la madrugada siguiente se escuchó en medio de los truenos un estruendo que hizo temblar la tierra y la montaña se derrumbó mientras el agua fluía a borbotones.

- ¡Si Hailibu no se hubiera sacrificado por nosotros ya habríamos muerto ahogados! – exclamó el pueblo emocionado.

Más tarde, buscaron la piedra en que se había convertido Hailibu y la colocaron en la cima de la montaña, para que los hijos y los nietos y los nietos de los nietos recordaran al héroe Hailibu que sacrifico su vida para salvar a los a todos. Y dicen que hoy en día existe un lugar que se llama “La piedra Hailibu”.

lunes, 16 de enero de 2012

Yosaku y el pájaro mágico "cuento japones"

Conoce la historia de Yosaku, un joven pobre y bondadoso que recibe una misteriosa sorpresa. Pero hay secretos que rompen la magia si se descubren. Hace muchos años, en Japón, había un joven muy pobre que vivía en una casita en medio de un gran bosque. Se llamaba Yosaku y se ganaba la vida recogiendo leña de la montaña para después venderla en la ciudad. Un día que nevaba y hacía mucho frío, Yosaku salió como siempre de su casa para vender la leña en el mercado. Con lo que le dieron por la leña, se compró la comida para aquel día. De regreso a casa, oyó unos sonidos muy extraños. Al acercarse, descubrió un pájaro que estaba prisionero en una trampa. - Pobre pájaro - pensó. Voy a ayudarlo a librarse de la trampa. Está sufriendo mucho. Lo liberó de la trampa y el pájaro alzó el vuelo con gran alegría. Yosaku sonrió satisfecho y siguió su camino hacia casa. Había empezado a nevar y hacía mucho frío. Una vez en casa y mientras encendía la chimenea, llamaron a la puerta. Yosaku no tenía ni idea de quién podía ser. ¡Qué sorpresa! Cuando abrió la puerta vio una joven preciosa, que estaba tiritando de frío. Yosaku le dijo: - Pasa y caliéntate. La joven explicó a Yokaku que se dirigía a visitar a un familiar que vivía cerca de allí. - Ya es de noche- dijo Yosaku mientras miraba por la ventana. - Sí ? contestó la joven. ? ¿Dejarías que me quedara a dormir esta noche aquí? ? preguntó - Me gustaría, de veras, Pero soy pobre y no tengo cama ni nada para comer. - No me hace falta. ?contestó la joven - Entonces, puedes quedarte. ? dijo Yosaku Durante la noche, la joven hizo todas las faenas de la casa. Cuando Yosaku se despertó la mañana siguiente se puso muy contento al ver todo tan limpio. Continuó nevando sin parar un día tras otro y la joven le preguntó: - ¿Puedo quedarme hasta que deje de nevar? - Por supuesto que sí ? contestó Yosaku Pasaban los días y no paraba de nevar. Yosaku y la joven se hicieron muy amigos y poco a poco se fueron enamorando. Un día ella le preguntó: - ¿Quieres casarte conmigo? Así siempre estaremos juntos - Sí ? contestó Yosaku. ? ¡Acepto! - A partir de ahora me puedes llamar Otsuru- dijo la joven Después de casarse, Otsuru trabajaba y ayudaba mucho a su marido. Yosaku estaba muy feliz. Un día, cuando Yosaku iba a salir a vender la leña, Otsuru le pidió que le comprara hilos de seda de colores. Iba a tejer. Mientras su marido iba al mercado a vender la leña y le compraba los hilos, Otsuru se quedó en casa preparando el telar para tejer. Cuando Yosaku, Otsuru se encerró en una habitación y le pidió que no entrara mientras ella trabajaba. Otsuru pasó tres días tejiendo sin salir de la habitación y no comía ni dormía. Cuando acabó de tejer salió de la habitación e inmediatamente le enseñó a Yosaku el tejido que había hecho. Yosaku quedó maravillado. Era un tejido fino y delicado que combinaba colores y tonalidades de una manera increíble. Parecía imposible que unas manos fuesen capaces de crear un tejido de esa belleza. - ¡Qué tejido tan bonito! ¡Es una maravilla! ? exclamó Yosaku - Podrías venderlo en la ciudad y sacarías mucho dinero- le dijo Otsuru Yosaku fue a la ciudad ofreciendo a los señores ricos el precioso tejido. El rey, que paseaba por el mercado, vio el tejido y lo quiso comprar. Le ofreció mucho dinero a Yosaku, que volvió a casa muy contento y le dio las gracias a su esposa. Le dijo que el rey quería más tejido de aquél. - No te preocupes- dijo Otsuru,- Ahora mismo me pongo a tejer más. Esta vez también tardó cuatro días en tejer y estuvo sin comer ni dormir. Estaba muy débil cuando salió de la habitación. Ella le dijo: - Ya lo he acabado pero es la última vez que lo hago - sí, sí - dijo Yosaku. No quiero que enfermes de tanto trabajar. Yosaku llevó el tejido al rey quién le pagó muy bien. Cuando el rey miró la pieza dijo: - Necesitaré más para el kimono de la princesa Yosaku le explicó que era la última pieza que vendía, que era imposible que se hiciera más. Pero el rey amenazó con degollarlo si no le vendía más tejido. Así que Yosaku tuvo que ceder a la fuerza. Cuando llegó a casa, Yosaku le explicó lo que había ocurrido a Otsuru y le pidió que por favor tejiera una vez más otra pieza. Otsuru aceptó el encargo y se metió en la habitación a tejer como las otras veces. Pero pasaron los días y Otsuru no salía de la habitación. Yosaku estaba muy preocupado por Otsuru, que estaba débil y delgada pero trabajaba sin parar. Como no podía entrar en la habitación, cada día se inquietaba más. Pero un día Yosaku no pudo resistirlo y decidió entrar en la habitación para ver como estaba su esposa. Y entonces vio una cosa sorprendente: un precioso pájaro que tejía con sus propias alas. El pájaro se giró y al ver a Yosaku empezó a cambiar de forma y se transformó en Otsuru. Yosaku no podía creer lo que veían sus ojos. - ¡Has descubierto mi secreto! ? exclamó. ? Yo soy el pájaro que un día ayudaste a librarse de la trampa?..- dijo entre sollozos Yosaku se había quedado sin habla - Pero ahora que has descubierto mi secreto, me tendré que ir ? dijo. Y cuando había acabado de decirlo, Otsuru se transformó otra vez en el pájaro y salió volando por la ventana. Yosaku empezó entonces a gritar llorando: - Espera, vuelve por favor, vuelve!!!!!! Pero el pájaro ya había alzado el vuelo y se alejaba emitiendo sonidos tristes.

jueves, 12 de enero de 2012

La montaña donde se abandonaban los ancianos "cuento japones"

En un pueblo de las montañas abandonan a los ancianos cuando cumplen sesenta años porque creen que ya no pueden se útiles. Pero un pobre campesino decide no hacerlo ¡Descubre el valor y la sabiduría de nuestros mayores con este cuento! Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, una pequeña región montañosa dónde tenían la costumbre de abandonar a los ancianos al pie de un monte lejano. Creían que cuando se cumplían los sesenta años dejaban de ser útiles, por lo que no podían preocuparse más de ellos. En una pequeña casa de un pueblecito perdido, había un campesino que acababa de cumplir los sesenta años. Durante todos estos años había cuidado la tierra, se había casado y había tenido un hijo. Después había enviudado y su hijo también se casó, dándole dos preciosos nietos. A su hijo le dio mucha pena, pero no podía desobedecer las estrictas órdenes que le había dado su señor. Así que se acercó a su padre y le dijo: - Padre, los siento mucho, pero el señor de estas tierras nos ha ordenado que debemos llevar a la montaña todos los mayores de sesenta años. - Tranquilo hijo, lo entiendo. Debes hacer lo que el señor diga -, contestó el anciano lleno de tristeza. Así que el joven se cargó al viejo a la espalda, ya que a su padre ya le era difícil caminar por el bosque, e inició el viaje hacia las montañas. Mientras iban caminando, el joven se fijo que su padre dejaba caer pequeñas ramas que iba rompiendo. El joven creyó que quería marcar el camino para poder volver a casa pero cuando le preguntó, el anciano le dijo: - No lo estoy haciendo para mi, hijo. Pero vamos a un lugar lejano y escondido, y sería un desastre que te desorientases y no pudieses volver. Así que he pensado que si iba dejando ramitas por el camino seguro que no te perderías. Al oír estas palabras el joven se emocionó con la generosidad de su padre. Pero continuó caminando porqué no podía desobedecer al señor de esas tierras. Cuando finalmente llegaron al pie de la montaña, el hijo, con el corazón hecho pedazos, dejó allí a su padre. Para volver decidió utilizar otra ruta, pero se hacía de noche y no conseguía encontrar el camino de vuelta. Así que retrocedió sobre sus pasos y cuando llegó junto a su padre le rogó que le indicara por dónde tenía que ir. Se volvió a cargar a su padre a la espalda y, siguiendo las indicaciones del anciano, empezó a cruzar el valle por el que habían venido. Gracias a las ramitas rotas que el viejo había dejado por el camino, pudieron llegar a su casa. Toda la familia se puso muy contenta cuando vieron de nuevo al anciano. Entonces, el joven decidió esconderlo debajo los tablones del suelo de su cabaña para que nadie lo viese y no le obligasen a llevárselo otra vez. El señor del país, que era bastante caprichoso, a veces pedía a sus súbditos que hiciesen cosas muy difíciles. Un día, reunió a todos los campesinos del pueblo y les dijo: - Quiero que cada uno de vosotros me traiga una cuerda tejida con ceniza. Todos los campesinos se quedaron muy preocupados. ¿Cómo podían tejer una cuerda con ceniza? ¡Era imposible! El joven campesino volvió a su casa y le pidió consejo a su padre, que continuaba escondido bajo los tablones. - Mira -, le explicó el anciano-, lo que tienes que hacer es trenzar una cuerda apretando mucho los hilos. Luego debes quemarla hasta que solo queden cenizas. El joven hizo lo que su padre le había aconsejado y llevó la cuerda de ceniza a su señor. Nadie más había conseguido cumplir con la difícil tarea. Así que el joven campesino recibió muchas felicitaciones y alabanzas de su señor. Otro día, el señor volvió a convocar a los hombres de la aldea. Esta vez les ordenó a todos llevarle una concha atravesada por un hilo. El joven campesino se volvió a desesperar. ¡No sabía cómo se podía atravesar una concha! Así que, cuando llegó a casa, volvió a preguntar a su padre lo que debía hacer y éste le contestó: - Coge una concha y orienta su punta hacia la luz- explicó el anciano-. Después coge un hilo y engánchale un grano de arroz. Entonces dale el grano de arroz a una hormiga y haz que camine sobre la superficie de la concha. Así conseguirás que el hilo pase de un lado al otro de la concha. El hijo siguió las instrucciones de su padre y así pudo llevar la concha ante el señor de esas tierras. El señor se quedó muy impresionado: - Estoy orgulloso de tener gente tan inteligente como tu en mis tierras. ¿Como es que eres tan sabio? - le preguntó el señor. El joven decidió contestarle toda la verdad: - Veréis señor, debo ser sincero. Yo debería haber abandonado a mi padre porqué ya era mayor, pero me dio pena y no lo hice. Las tareas que nos encomendó eran tan difíciles que solo se me ocurrió preguntar a mi padre. Él me explicó como debía hacerlo y yo os he traído los resultados. Cuando el señor escuchó toda la historia, se quedó impresionado y se dio cuenta de la sabiduría de las personas mayores. Por eso se levantó y dijo: - Este campesino y su padre me han demostrado el valor de las personas mayores. Debemos tenerles respeto y por eso, a partir de ahora, ningún anciano deberá ser abandonado. Y a partir de entonces les ancianos del pueblo continuaron viviendo con sus familias aunque cumplieran sesenta años, ayudándolos con la sabiduría que habían acumulado a lo largo de toda su vida.

lunes, 9 de enero de 2012

Momotaro "cuento japones"

¿Qué crees que le puede pasar a un niño que salga de un melocotón? ¿Y si tiene como amigos a un perro, un mono y un faisán? Pues miles de aventuras, seguro. ¿Quieres conocerlas? Hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar de Japón vivía una pareja de ancianos. Un día el anciano salió a la montaña a recoger leña mientras que la ancianita fue al río para lavar ropa. De repente, la ancianita vió que un enorme melocotón bajaba por el río, aguas abajo. Ella lo recogió y se lo llevó a casa. El anciano al llegar a casa se sorprendió al ver tan enorme melocotón y dijo: "¡Qué melocotón tan grande!, ¿lo cortamos? y la anciana contestó: "¡Sí, vamos a cortarlo!" Pero antes de cortarlo, el melocotón empezó a moverse y de su interior salió un niño. Los ancianos se sorprendieron al ver a un niño salir de aquel enorme melocotón, pero también se alegraron porque como no tenían hijos, ese niño se convertiría en su único hijo. "¡Lo llamaremos Momotaro! porque nació de un "momo", dijo la anciana. Momotaro comía mucho y creció fuerte y robusto. Nadie podía rivalizar con él. Era bueno y ayudaba a sus padres en todo lo que le pedían, pero había algo que preocupaba a los ancianos: Momotarono aún no había pronunciado ni una sola palabra. Por aquella época, unos demonios estaban causando alboroto y cometiendo fechorías por todo el pueblo, y Momotaro se indignaba y pensaba que: "¡Esta situación no lo puedo tolerar!". Un día, de repente comenzó a hablar y dijo a sus padres: "¡Voy a castigar a los demonios! Me tenéis que ayudar a preparar mis cosas para salir a buscarlos." Los ancianos se quedaron sorprendidos al escuchar por primera vez la voz de Momotaro. Así que ayudaron a su hijo y le dieron ropas nuevas y "kibi dango" para que pudiera comer durante el viaje. Momotaro partió hacia la isla de los demonios. Los ancianos rezaban para que su hijo se encontrara sano y salvo. Momotoro se encontró en el camino con un perro. El perro le dijo: "¡Oye! Dame un "kibi dango" por favor. Si me lo das te ayudaré en lo que sea". Momotaro le entregó un "kibi dango" y empezaron a caminar juntos. Poco después se encontraron con un mono, el cual pidió a Momotaro lo mismo que el perro. Momotaro cogió un "kibi dango" y se lo entregó, y los tres empezaron la marcha nuevamente. En el camino a la isla del demonio, encontraron a un faisán, el cual pidió lo mismo que los anteriores y se unió al grupo. Pasaron unos días y llegaron por fin a la "isla de los demonios". El faisán realizó un vuelo de reconocimiento y al volver dijo:"Ahora todos están tomando Sake". Momotaro pensó que era una buena ocasión y dijo:"Vamos". Pero no podían entrar porque el portón estaba cerrado. En ese momento el mono saltó el portón y abrió la cerradura. Los cuatro entraron a la vez y los demonios quedaron sorprendidos al verlos. El perro mordió a un demonio, el mono arañó a otro mientras que el faisán picoteaba a un tercero. Momotaro dio un cabezazo al jefe de los demonios y le dijo: "¡No hagási más cosas malas!". Los demonios contestaron: "¡Nunca más lo haremos!, ¡perdónanos!". Momotaro los perdonó y recobró el tesoro robado, volviendo a casa sano y salvo con sus amigos y repartiendo las riquezas entre la gente del pueblo.

viernes, 6 de enero de 2012

Tanabata "cuento japones"

Hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar vivía un joven que un día volviendo del trabajo encontró una tela en el camino, la tela más bella que jamás había visto. "¡Qué tela tan bella!", dijo impresionado y la metió en su canasta. En ese momento alguien lo llamó, y al voltear se sorprendió mucho al ver aparecer a una mujer muy bonita quien le dijo: "Me llamo Tanabata. Por favor devuélveme mi 'hagoromo'." El joven le preguntó: "¿Hagoromo? ¿Qué es un hagoromo?" La mujer le contestó: "Hagoromo es una tela que uso para volar. Vivo en el cielo. No soy humana. Descendí para jugar en aquella laguna, pero sin mi "hagoromo" no podré regresar. Por eso le pido que me la devuelva. El joven avergonzado no pudo decir que él la había ocultado y le dijo: "¡Yo no sé de qué me hablas!" Tanabata no pudo volver al cielo y no tuvo más remedio que quedarse en la tierra. Con el tiempo ambos se hicieron muy amigos y posteriormente se casaron. Después de unos años, Tanabata, cuando hacía la limpieza de la casa, encontró el hagoromo. Sorprendida se dirigió a su marido y le dijo: "¡Ah! Tú fuiste el que tomó mi hagoromo. Ahora que ya la he encontrado tengo que regresar al cielo. Si tú me amas, haz mil pares de sandalias de paja y entiérralas en torno a un bambú. Si lo haces podremos vernos nuevamente. Házlo por favor. Te estaré esperando." Diciendo estas palabras Tanabata subió al cielo. El joven se quedó muy triste y empezó a hacer las sandalias de paja que Tanabata le había mencionado y así poder verla. Un día hizo mil pares de sandalias de paja y las enterró en torno a un bambú. En ese momento el bambú se alargó muy alto hasta el cielo. El joven se sorprendió mucho y dijo: ¡Ah, Treparé el bambú y podré ver a Tanabata!". Y así lo hizo, subió y subió y llegó a la punta del bambú pero éste no llegaba al cielo. Le faltaba sólo un poco para llegar. En realidad le faltaba un par de sandalias para completar el millar. El joven dijo: "Me falta sólo un poco para alcanzar el cielo" y exclamó "¡Tanabata! ¡Tanabata!" Su voz alcanzó a Tanabata quien se puso muy contenta y enseguida extendió su brazo y lo alzó. Ellos muy felices se tomaron de las manos. En ese momento apareció el padre de Tanabata quien le preguntó: "¿Quién es ese hombre?" Tanabata le contestó: "Este es mi esposo." El joven dijo: "Mucho gusto." Al padre no le gustaba que Tanabata se haya casado con un humano y preguntó al joven: "¿Que trabajo tiene?" El joven le contestó: "Soy labrador." El padre dijo: "Bueno durante tres días cuida mis tierras." "Sí. Entendido.", respondió el joven. Tanabata le dijo a su marido que su padre le estaba haciendo una trampa y que aunque tuviese sed no comiese ninguna fruta pues le ocurriría algo malo." El joven se puso a cuidar las tierras. Pasaron los días y empezó a tener mucha sed. "Tengo mucha sed. Ya no puedo aguantar. Sólo un poco....." En eso, las manos del joven se dirigían a la fruta inconcientemente. La tocó y de ella empezó a salir mucha agua, convirtiéndose en un río, el "Amanogawa". El joven y Tanabata quedaron separados por Amanogawa y ambos se convirtieron en estrellas, las estrellas Vega y Altaír. Desde entonces, la pareja con el permiso del padre, puede encontrarse sólo un día al año, el siete de julio. Ambas estrellas aún brillan en el cielo.

martes, 3 de enero de 2012

La tortuga del pescador Urashima y su visita al fondo del mar "cuento Japones"

Tener mala memoria y no pensar en las consecuencias de tus acciones te puede traer muchos problemas. Problemas como los que le pasaron a Urashima, un pescador japonés. Hace muchos y muchos años, vivía Urashima en una isla del Japón. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores muy pobres cuyas únicas pertenencias eran una red, una pequeña barca y una casita cerca de la playa. Pese a ser tan pobres, los padres de Urashima querían mucho a su hijo, un muchacho sencillo y muy bueno. Un día, cuando Urashima volvía de pescar vió como unos niños estaban pegando a una enorme tortuga. En ese momento Urashima se enfadó muchísimo y fue hacía los críos para reprenderlos y salvar la tortuga. Cuando acabó de hablar con los niños y estos se fueron cabizbajos, cogió la tortuga y la llevó al mar. Cuando vió que la tortuga reaccionaba al contacto con el agua y se podía mover y nadar, regreso a casa la mar de conteto. Al cabo de un tiempo, Urashima se fue a pescar. Todo estaba tranquilo en el mar y Urasima tiraba al agua y recogía su red con entusiasmo. Una de las veces, al subir la red vio que estaba la tortuga que el había echado al mar unos días antes. Ésta le dijo: "Urashima, el gran señor de los mares se ha maravillado con la buena acción que hiciste conmigo, y me ha enviado para que te conduzca a su palacio. Además te quiere dar la mano de su hija, la hermosa princesa Otohime". Urashima accedió gustoso y juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrería. Urashima se casó con Otohime, la hija del rey del mar, y pasaron una semana de una felicidad completa. Pero al cabo de esos días, Urashima pensó que sus padre debían de estar preocupados por él, y decidió subir a la superficie para decirles que se encontraba bien y que se había casado. Otohime comprendió a su marido, y dio un pequeña caja de laca atada con un cordón de seda. Cuando se la dio, le dijo que si quería volver a verla no la abriera. Cuando Urashima llegó al pueblo, todo había cambiado, ya no reconocía ni las casas ni a las personas. Y cuando busco la casita de sus padres sólo vio un gran edificio en el que nadie sabía nada de unos ancianos. Finalmente, un señor viajo, viendo la desesperación de Urashima empezó a recordar y le explicó que no lo recordaba muy bien, porque había pasado mucho tiempo atrás, pero que recordaba a su madre explicarle la desdichada suerte de un par de ancianitos cuyo único hijo salió a pescar y no regresó jamás. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le habín parecido sólo unos cuantos dís habían sido más de cien años. Se dirigió a la playa, y sin saber que hacer abrió la caja que le había dado su mujer. Al instante un viento frío salió de la caja y envolvió a Urashima. Éste recordó lo que le había dicho su mujer pero de pronto se sintió muy cansado, sus cabellos se volvieron blancos y cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un anciano sin vida. Era Urashima que había muerto de viejo.