Hace ya muchos años había a poca distancia de la ciudad de Pribislau un grupo de casitas tan poco numeroso, que ni siquiera merecía el nombre de aldea.
Agregada a otra mucha mayor, situada a algunos kilómetros de distancia, aquella minúscula población no conocía autoridad de ninguna clase, no poseyendo más edificio decente que una pequeña capilla, o más bien santuario, que se alzaba solitario a unos ochocientos metros del caserío, donde los habitantes de éste iban a cumplir sus deberes religiosos.
En una de estas casuchas, en la más mísera y destartalada, vivía una pobre viuda con su hija, preciosa muchacha de dieciséis años, bella sobre toda ponderación, pero tan orgullosa como bella, y tan perezosa como orgullosa, por lo que, mientras que su pobre madre, humilde y modesta, se pasaba el día entero trabajando para proveer el sustento de ambas, Marienka, que así se llamaba la muchacha, lo empleaba en mirarse al espejo y en arreglar y adornar sus pobres trajes; es decir, que no pensaba más que en el modo de realzar sus ya notables encantos.
A pesar de la relativa soledad y alejamiento que vivían, la fama de la belleza de Marienka había trascendido y, hallándose en edad de contraer matrimonio, llovíanle los pretendientes de todas partes.
En su mayoría eran labradores acomodados, con los cuales Marienka habría podido ser feliz, pero, como ya hemos dicho, la muchacha era extremadamente orgullosa y desmedidamente ambiciosa, por lo que acogía siempre con burlas y descortesías a todos cuantos iban a solicitar su mano.
Esta conducta hacía sufrir indeciblemente a su pobre madre, que se habría dado por satisfecha si su hija hubiese accedido a darle por yerno a cualquiera de aquellos mozos, buenos chicos en general, y con medios más que sobrados para proporcionar a la joven una existencia digna y feliz.
Sin embargo, ella los despreciaba o todos, juzgándolos, tal vez, inmerecedores de poseer su peregrina belleza.
La vida transcurría así para ambas mujeres. La madre continuaba trabajando incesantemente; la joven proseguía encerrada en su habitación ocupada en embellecerse, soñando aventuras sin cuento y haciéndose la ilusión de que no tardaría en presentarse un príncipe encantado a poner a sus pies su corazón y su corona.
La madre, como es de presumir, se sentía desgraciada con el comportamiento incomprensible de su hija; queríala mucho y no daba importancia a su pereza, pero, sin embargo, experimentaba enorme disgusto al darse cuenta de su ambición y observar cómo rechazaba uno tras otro a todos los honrados jóvenes de la comarca, cada uno de los cuales habría podido ser un esposo ideal.
Cierta noche de primavera en que Marienka ya se había acostado, mientras que su madre continuaba trabajando a la luz de un quinqué, aquélla, que, gracias a lo reducido de su vivienda, podía oír desde el comedor, donde se encontraba, todos los movimientos de su hija en el lecho y hasta su respiración, percibió que Marienka, en su sueño, se reía a mandíbula batiente con argentinas carcajadas.
- ¿Qué cosas agradables soñará para reírse así? - murmuró la madre. - ¡Dios la bendiga!
Prosiguió trabajando todavía un buen rato; luego, cuando ya estaba a punto de terminarse el petróleo del quinqué, se levantó, subió a su habitación y, después de rezar sus oraciones, se entregó a un merecido y bienhechor reposo.
A la mañana siguiente, antes que su hija despertara, se levantó y empezó a limpiar la casa, en tanto que Marienka continuaba en la cama.
Pero una hora después, cuando la anciana viuda tenía preparado el desayuno, la joven se levantó presuntuosamente y se sentó a la mesa.
Mientras ingerían el café con leche, la viuda observó:
- Anoche, hija mía, debías de tener un sueño muy agradable, pues antes de acostarme te oí reír.
Marienka respondió:
- ¡Oh, sí, mamá! Tuve un sueño precioso. Veía llegar a nuestra morada a un señor que venía en una carroza de cobre. Tan pronto como el carruaje se detuvo a la puerta, el caballero se apeó, entró y, acercándose a mí, me puso en el dedo una sortija, cuya piedra brillaba como las estrellas. Luego, cuando, poco después, entramos los dos en la iglesia para casarnos, la gente no tenía ojos más que para la Santísima Virgen y para mí. '
La madre exclamó asustada:
- ¡Por Dios, hija mía! ¡Es un sueño demasiado ambicioso! ¡Ojalá no nos traiga un disgusto! Acuérdate que te he reconvenido muchas veces por tu desmedida ambición. Abandona ya esos sueños de grandezas y acepta por esposo a uno cualquiera de esos jóvenes que te ofrecen una existencia modesta, sí, pero libre de escaseces y privaciones.
- ¡Oh, mamá, no sigas con tus sermones! - dijo Marienka. - Ya estoy cansada de escucharte. Déjame a mí; no tardará en presentarse la ocasión de realizar mis deseos y no la desaprovecharé... Pero no vuelvas a pensar que acceda a ser la esposa de ninguno de esos miserables aldeanos. Prefiero mil veces la muerte.
La madre exclamó, santiguándose:
- ¡Él dulcísimo nombre de Jesús! ¡Ojalá no tengas que arrepentirte de eso, hija mía! ¿Por qué no te inspirará Dios otras ideas más modestas?
- Me voy a mi habitación, mamá; tengo mucho que hacer - dijo la joven levantándose y dirigiéndose a su cuarto apresuradamente, pues preveía la inminencia de lo que ella llamaba un sermón.
Al cabo de un rato, la madre la oyó cantar alegremente. No había hecho más que terminar su canción, cuando un carro penetró en el diminuto patio que había frente a la humilde choza.
Un joven labrador, de porte acomodado y excelente aspecto, echó pie a tierra. Madre e hija le conocían perfectamente, pues el recién llegado poseía grandes extensiones de terreno a poca distancia del lugar en que ellas moraban.
El joven fue favorablemente acogido por la anciana viuda, pues sabía que su intención era pedir la mano de Marienka, pero cuando ésta se vio obligada a bajar por orden de su madre para escuchar personalmente las proposiciones del honrado mozo, lo miró con expresión en la que se mezclaban el enojo y el desprecio, y repuso:
- Aunque vinieses en carroza de cobre y me pusieses en el dedo una sortija cuya piedra brillase tanto como las estrellas, no te aceptaría por esposo. ¡Mira si te sería difícil obtener lo que solicitas!
Y dichas estas palabras, la joven dio media vuelta y regresó a su habitación.
El pretendiente y la pobre viuda quedaron sobrecogidos de estupefacción al oír aquellas palabras. La buena mujer se esforzó en consolar con frases bondadosas al asombrado mancebo, pero éste, maldiciendo la hora en que se le había ocurrido dar aquel paso, salió de la casa lanzando invectivas contra el insoportable orgullo de Marienka.
Durante el resto del día, la madre y la hija apenas cruzaron la palabra.
La buena viuda se hallaba profundamente disgustada por lo ocurrido. Marienka se había entregado nuevamente a sus sueños de grandeza.
Por la noche, cuando terminaron de tomar la humilde cena, Marienka subió a su habitación y se acostó. Al poco rato estaba profundamente dormida, mientras la madre continuaba trabajando como de costumbre.
De repente, una carcajada rasgó el silencio de la noche. Aquella explosión de hilaridad provenía de la habitación de Marienka, y su madre, suspirando profundamente, se dijo:
- Seguramente está soñando cosas agradables. ¡Pobre hija mía! ¿Cuándo querrá nuestro Señor darle ideas más en armonía con su posición? Ya veremos lo que cuenta mañana...
Al día siguiente, la viuda preguntó a Marienka la causa de aquella risa, y la joven, que ya había olvidado por completo al pretendiente del día anterior, respondió con una sonrisa placentera:
- ¡Oh, mamá, he tenido un sueño mucho más bonito que el de anteanoche! Vi a un caballero ricamente vestido que venía a buscarme en una carroza de plata maciza y me ofrecía una corona de oro. Cuando entramos en la Iglesia para casarnos, la gente miraba mucho menos a la Santísima Virgen que a mí.
- ¡Calla, hija mía, calla, y no blasfemes!,- exclamó la buena madre horrorizada por lo que acababa de oír, al tiempo que se santiguaba rápidamente. - Reza, hija mía, y lograrás vencer esa tentación inspirada por el demonio.
- No digas tonterías - repuso Marienka. - Yo sé mejor que tú lo que ha de suceder. Ya verás cuando me case con un caballero como el que he visto en sueños. Entonces no te pasarás el día reprendiéndome como ahora.
Y dicho esto, abandonó el comedor y, cantando a grito pelado, volvió a recluirse en su santuario.
Como si la canción que tremolaba en los labios de Marienka fuese el anuncio de su llegada, se presentó en aquel instante una carroza, que, después de detenerse en el patio, frente a la única puerta de la choza, dio salida a un joven caballero de agradable aspecto, que venía a ofrecer a la joven su corazón y su fortuna.
La madre, enajenada de alegría al ver la óptima ocasión que se ofrecía a su hija, la llamó alborozada, completamente persuadida de que Marienka se apresuraría a aceptar aquella inesperada ocasión.
La muchacha, obedeciendo a la llamada de su madre, descendió al comedor, escuchó fríamente la proposición de su enamorado, y, haciendo un gesto de desdén al joven noble, le dijo:
- Podéis estar seguro de que aunque vinieseis en una carroza de plata y me ofrecieseis una corona de oro, no os aceptaría por esposo.
La madre exclamó, asustada:
- ¡Oh, hija mía! ¡No seas tan ambiciosa! Ese orgullo puede llevarte al infierno...
El noble pretendiente, atónito, mudo, en el colmo de la sorpresa, pues había ido a casa de Marienka persuadido de que aquélla se apresuraría a aceptar tan buena fortuna, se despidió con un gesto de la atribulada madre y se alejó de la casa en su carroza, en tanto que Marienka volvía a su habitación murmurando:
- Mi madre no sabe lo que dice. Tengo la absoluta seguridad de que se me presentara otra ocasión mejor que esta.
A la noche siguiente se repitió la escena de las dos anteriores. Mientras la madre estaba ocupada en su trabajo, la hija, ya dormida, empezó a reír con estentóreas carcajadas.
- ¡Dios mío! - exclamó la pobre viuda. - ¿Qué estará soñando ahora esa ilusa?
Y preocupada, empleó gran parte de la noche en rezar al Altísimo, suplicándole de todo corazón que interviniese para cambiar el modo de pensar de Marienka.
A la siguiente mañana, cuando la muchacha se levantó, su madre le preguntó:
- ¿Qué soñaste anoche, hija mía?
- ¿Te enojarás conmigo si te lo digo? - respondió Marienka.
- Aunque así fuese, quisiera saberlo - contestó la madre.
- Como quieras... Verás: he soñado que un noble señor, acompañado de brillante cortejo, venía a pedir mi mano. A esta casa llegó en una carroza de oro y me regaló un traje de terciopelo recamado de oro y piedras preciosas. Luego, cuando entramos en la iglesia a casarnos, la gente no tenía ojos más que para mí.
Esto ya era el colmo de la ambición y del orgullo.
La indignación y el estupor impidieron a la excelente madre contestar a su hija, aprovechándose ésta de la estupefacción de la buena viuda para abandonar el comedor y librarse del sermón.
Subió entonces a su cuarto, poniéndose a cantar como de costumbre, a tiempo que se contemplaba, coqueta, en su espejo. Apenas había terminado su canción, penetraron en el patio tres carrozas; una de cobre, otra de plata y la tercera de oro. La primera iba tirada por dos caballos; la segunda por cuatro y la tercera por ocho. Todas ellas enjaezadas con arreos de oro y perlas.
De las carrozas de cobre y plata descendieron numerosos pajes vestidos con calzones escarlata y verdes dormanes, mientras que un caballero joven, apuesto y elegantísimo, echaba pie a tierra de la áurea carroza.
El joven caballero entró en la choza y, doblando la rodilla, demandó a la estupefacta madre la mano de su hija. La pobre viuda quedó sin habla, atónita y maravillada ante el inesperado honor que el apuesto desconocido ofrecía a Marienka.
Cuando al fin recobró el uso de la lengua, se apresuró a llamar a la joven, quien, al ver las carrozas y al riquísimo caballero, exclamó extasiada:
- ¿Ves, mamá, si tenía yo razón al despreciar a los otros?
El caballero renovó su petición sin dejar de lanzar amorosas miradas a la doncella, la cual no titubeó en concederle la mano.
Luego, Marienka corrió a su habitación y confeccionó el ramillete de novia que entregó, sonriente, a su prometido.
El caballero tomó la mano izquierda de Marienka y le puso en el dedo anular una sortija, cuya piedra brillaba tanto como las estrellas; además, le ofreció una diadema de oro y un vestido cuajado de encajes del mismo metal precioso.
Ebria de gozo, la ambiciosa Marienka fue a vestirse para la ceremonia. Su madre, intranquila, advirtiendo instintivamente un peligro, la miraba nerviosa.
Media hora después, Marienka, hermosa como un sol y con una sonrisa de triunfo en sus rojos labios, subía a la carroza de oro ayudada por su prometido y, un instante después, se alejaban carretera adelante sin que la ingrata se acordara de despedirse de su madre ni de solicitar su bendición.
Sin embargo, la excelente viuda salió de su choza y se dirigió a la iglesia, a donde llegó bastante después que la comitiva. En la nave principal, y desde lejos, asistió a la boda de Marienka, que salió algo más tarde acompañada de su esposo sin dignarse dirigir una mirada ni un saludo a su pobre madre.
Subieron los recién casados a la carroza de oro por segunda vez. Los caballos emprendieron el galope y, sin acortar el paso, continuaron avanzando durante todo el día.
Llegada la noche, cuando apenas podía distinguirse cosa alguna a una distancia mayor de diez metros, el coche se detuvo frente a una enorme roca que tenía una abertura de gran tamaño, semejante a la puerta de una ciudad.
Luego la carroza penetró en una especie de túnel; la tierra se estremeció como en un sismo y detrás del vehículo se desplomó con estrépito la enorme roca.
Asustada por el estruendo, la recién casada asió la mano de su marido, chillando aterrorizada, pero el esposo la tranquilizó, diciendo:
- No temas nada, querida. Dentro de poco verás con tanta claridad como a la luz del sol.
Minutos más tarde, Marienka divisó a través de las ventanillas de la carroza innumerables llamitas. Al principio le produjeron algún temor, pero a poco se dio cuenta de que se trataba de los gnomos de las montañas que, con antorchas encendidas, acudían a dar la bienvenida a su señor el Rey de los Metales.
Así supo Marienka quién era su esposo y, aunque dudaba si sería un genio bueno o malo, terminó por resignarse, pensando que, bueno o malo, era indudable que poseía enormes riquezas.
Cuando hubieron salido al fin de las tinieblas que los rodeaban, atravesaron bosques blancuzcos, montañas que elevaban al cielo sus cimas cerúleas, cubiertas eternamente de alba nieve.
Mirando con cuidado, Marienka se dio cuenta de que los álamos, los abetos, las rocas y las encinas eran de plomo; en el extremo del bosque descubríase una extensa pradera, cuyas hierbas eran de plata y allá, al fondo, veíase un soberbio castillo construido con diamantes y rubíes.
Detuviéronse las carrozas ante la puerta de honor. Uno de los lacayos abrió la portezuela del carruaje que conducía a los dos esposos. Descendió el Rey de los Metales y ofreció el brazo a Marienka, diciéndole sonriente:
- Bienvenida a tus Estados, querida. Todo cuanto ves te pertenece en absoluto. Manda, ordena, pide... Ten la seguridad de que todos mis súbditos se apresurarán a complacerte.
Ante su buena fortuna, Marienka estuvo a punto de gritar de alegría. No obstante, como había hecho tan largo viaje sin probar bocado, empezó o notar como si un gusanillo le royese el estómago.
De pronto brotaron de sus ojos lágrimas de placer al ver que los gnomos de la montaña disponían una mesa en la que resplandecía el oro, las piedras preciosas y los cristales de roca.
Cuando dieron la señal de que todo estaba listo, sentáronse a la mesa, donde sirvieron admirables manjares. Lo triste es que todos los platos estaban confeccionados con metales y piedras preciosas condimentados de mil modos distintos.
El Rey de los Metales y sus invitados comían vorazmente de todo aquello, pero la recién casada, como es natural, no podía imitarlos, ya que esta clase de alimentos era perniciosa para su organismo.
Convencida, al fin, de que en toda la mesa no había nada comestible para ella, se volvió a su esposo y le suplicó que le diese un poco de pan.
- Tus deseos son órdenes para mí, hermosa mía - contestó rendido el Rey de los Metales.
Y luego gritó a sus servidores:
- ¡Servid inmediatamente el pan de cobre!
Marienka, como es de presumir, no pudo comerlo.
- ¡Que traigan el pan de plata! - ordenó el monarca.
Marienka no intentó siquiera hincarle el diente.
- ¡Dadle a probar el pan de oro!
Tampoco éste fue del agrado de la joven. Entonces dijo el Rey de los Metales:
- Lo lamento mucho, hermosa mía, pero no disponemos de otra clase de pan.
La pobre Marienka se echó a llorar, pero su marido, al observarlo, estalló en carcajadas, pues su corazón, como todo cuanto había en sus inmensos dominios, era de metal.
- Solloza cuanto quieras - le dijo sin dejar de reír. - No culpes a nadie de lo que te ocurre, ya que tú misma lo has querido así, sin que nadie te obligara.
La hermosa Marienka se quedó en el palacio, rodeada de aquel lujo y riqueza, sin poder satisfacer su hambre. En vano buscaba por los alrededores del resplandeciente edificio una raíz, una planta, con la cual pudiera acallar las exigencias de su estómago desfallecido.
Evidentemente, todo aquello fue un castigo del Cielo para humillar su soberbia, pues, a pesar de que estaba hambrienta y débil, no caía enferma, como le hubiese ocurrido a los demás mortales.
Luego, tres días al año, en la época en que se llevan a cabo las rogativas para que Dios envíe su benéfica lluvia sobre la tierra, Marienka regresa junto a sus semejantes.
Vésela entonces cubierta de harapos, casi cadavérica, escuálida, mendigando de puerta en puerta y mostrando su reconocimiento con frases ardientes y lágrimas abundantes cuando le dan un poco de pan o se compadecen de su triste situación.
Agregada a otra mucha mayor, situada a algunos kilómetros de distancia, aquella minúscula población no conocía autoridad de ninguna clase, no poseyendo más edificio decente que una pequeña capilla, o más bien santuario, que se alzaba solitario a unos ochocientos metros del caserío, donde los habitantes de éste iban a cumplir sus deberes religiosos.
En una de estas casuchas, en la más mísera y destartalada, vivía una pobre viuda con su hija, preciosa muchacha de dieciséis años, bella sobre toda ponderación, pero tan orgullosa como bella, y tan perezosa como orgullosa, por lo que, mientras que su pobre madre, humilde y modesta, se pasaba el día entero trabajando para proveer el sustento de ambas, Marienka, que así se llamaba la muchacha, lo empleaba en mirarse al espejo y en arreglar y adornar sus pobres trajes; es decir, que no pensaba más que en el modo de realzar sus ya notables encantos.
A pesar de la relativa soledad y alejamiento que vivían, la fama de la belleza de Marienka había trascendido y, hallándose en edad de contraer matrimonio, llovíanle los pretendientes de todas partes.
En su mayoría eran labradores acomodados, con los cuales Marienka habría podido ser feliz, pero, como ya hemos dicho, la muchacha era extremadamente orgullosa y desmedidamente ambiciosa, por lo que acogía siempre con burlas y descortesías a todos cuantos iban a solicitar su mano.
Esta conducta hacía sufrir indeciblemente a su pobre madre, que se habría dado por satisfecha si su hija hubiese accedido a darle por yerno a cualquiera de aquellos mozos, buenos chicos en general, y con medios más que sobrados para proporcionar a la joven una existencia digna y feliz.
Sin embargo, ella los despreciaba o todos, juzgándolos, tal vez, inmerecedores de poseer su peregrina belleza.
La vida transcurría así para ambas mujeres. La madre continuaba trabajando incesantemente; la joven proseguía encerrada en su habitación ocupada en embellecerse, soñando aventuras sin cuento y haciéndose la ilusión de que no tardaría en presentarse un príncipe encantado a poner a sus pies su corazón y su corona.
La madre, como es de presumir, se sentía desgraciada con el comportamiento incomprensible de su hija; queríala mucho y no daba importancia a su pereza, pero, sin embargo, experimentaba enorme disgusto al darse cuenta de su ambición y observar cómo rechazaba uno tras otro a todos los honrados jóvenes de la comarca, cada uno de los cuales habría podido ser un esposo ideal.
Cierta noche de primavera en que Marienka ya se había acostado, mientras que su madre continuaba trabajando a la luz de un quinqué, aquélla, que, gracias a lo reducido de su vivienda, podía oír desde el comedor, donde se encontraba, todos los movimientos de su hija en el lecho y hasta su respiración, percibió que Marienka, en su sueño, se reía a mandíbula batiente con argentinas carcajadas.
- ¿Qué cosas agradables soñará para reírse así? - murmuró la madre. - ¡Dios la bendiga!
Prosiguió trabajando todavía un buen rato; luego, cuando ya estaba a punto de terminarse el petróleo del quinqué, se levantó, subió a su habitación y, después de rezar sus oraciones, se entregó a un merecido y bienhechor reposo.
A la mañana siguiente, antes que su hija despertara, se levantó y empezó a limpiar la casa, en tanto que Marienka continuaba en la cama.
Pero una hora después, cuando la anciana viuda tenía preparado el desayuno, la joven se levantó presuntuosamente y se sentó a la mesa.
Mientras ingerían el café con leche, la viuda observó:
- Anoche, hija mía, debías de tener un sueño muy agradable, pues antes de acostarme te oí reír.
Marienka respondió:
- ¡Oh, sí, mamá! Tuve un sueño precioso. Veía llegar a nuestra morada a un señor que venía en una carroza de cobre. Tan pronto como el carruaje se detuvo a la puerta, el caballero se apeó, entró y, acercándose a mí, me puso en el dedo una sortija, cuya piedra brillaba como las estrellas. Luego, cuando, poco después, entramos los dos en la iglesia para casarnos, la gente no tenía ojos más que para la Santísima Virgen y para mí. '
La madre exclamó asustada:
- ¡Por Dios, hija mía! ¡Es un sueño demasiado ambicioso! ¡Ojalá no nos traiga un disgusto! Acuérdate que te he reconvenido muchas veces por tu desmedida ambición. Abandona ya esos sueños de grandezas y acepta por esposo a uno cualquiera de esos jóvenes que te ofrecen una existencia modesta, sí, pero libre de escaseces y privaciones.
- ¡Oh, mamá, no sigas con tus sermones! - dijo Marienka. - Ya estoy cansada de escucharte. Déjame a mí; no tardará en presentarse la ocasión de realizar mis deseos y no la desaprovecharé... Pero no vuelvas a pensar que acceda a ser la esposa de ninguno de esos miserables aldeanos. Prefiero mil veces la muerte.
La madre exclamó, santiguándose:
- ¡Él dulcísimo nombre de Jesús! ¡Ojalá no tengas que arrepentirte de eso, hija mía! ¿Por qué no te inspirará Dios otras ideas más modestas?
- Me voy a mi habitación, mamá; tengo mucho que hacer - dijo la joven levantándose y dirigiéndose a su cuarto apresuradamente, pues preveía la inminencia de lo que ella llamaba un sermón.
Al cabo de un rato, la madre la oyó cantar alegremente. No había hecho más que terminar su canción, cuando un carro penetró en el diminuto patio que había frente a la humilde choza.
Un joven labrador, de porte acomodado y excelente aspecto, echó pie a tierra. Madre e hija le conocían perfectamente, pues el recién llegado poseía grandes extensiones de terreno a poca distancia del lugar en que ellas moraban.
El joven fue favorablemente acogido por la anciana viuda, pues sabía que su intención era pedir la mano de Marienka, pero cuando ésta se vio obligada a bajar por orden de su madre para escuchar personalmente las proposiciones del honrado mozo, lo miró con expresión en la que se mezclaban el enojo y el desprecio, y repuso:
- Aunque vinieses en carroza de cobre y me pusieses en el dedo una sortija cuya piedra brillase tanto como las estrellas, no te aceptaría por esposo. ¡Mira si te sería difícil obtener lo que solicitas!
Y dichas estas palabras, la joven dio media vuelta y regresó a su habitación.
El pretendiente y la pobre viuda quedaron sobrecogidos de estupefacción al oír aquellas palabras. La buena mujer se esforzó en consolar con frases bondadosas al asombrado mancebo, pero éste, maldiciendo la hora en que se le había ocurrido dar aquel paso, salió de la casa lanzando invectivas contra el insoportable orgullo de Marienka.
Durante el resto del día, la madre y la hija apenas cruzaron la palabra.
La buena viuda se hallaba profundamente disgustada por lo ocurrido. Marienka se había entregado nuevamente a sus sueños de grandeza.
Por la noche, cuando terminaron de tomar la humilde cena, Marienka subió a su habitación y se acostó. Al poco rato estaba profundamente dormida, mientras la madre continuaba trabajando como de costumbre.
De repente, una carcajada rasgó el silencio de la noche. Aquella explosión de hilaridad provenía de la habitación de Marienka, y su madre, suspirando profundamente, se dijo:
- Seguramente está soñando cosas agradables. ¡Pobre hija mía! ¿Cuándo querrá nuestro Señor darle ideas más en armonía con su posición? Ya veremos lo que cuenta mañana...
Al día siguiente, la viuda preguntó a Marienka la causa de aquella risa, y la joven, que ya había olvidado por completo al pretendiente del día anterior, respondió con una sonrisa placentera:
- ¡Oh, mamá, he tenido un sueño mucho más bonito que el de anteanoche! Vi a un caballero ricamente vestido que venía a buscarme en una carroza de plata maciza y me ofrecía una corona de oro. Cuando entramos en la Iglesia para casarnos, la gente miraba mucho menos a la Santísima Virgen que a mí.
- ¡Calla, hija mía, calla, y no blasfemes!,- exclamó la buena madre horrorizada por lo que acababa de oír, al tiempo que se santiguaba rápidamente. - Reza, hija mía, y lograrás vencer esa tentación inspirada por el demonio.
- No digas tonterías - repuso Marienka. - Yo sé mejor que tú lo que ha de suceder. Ya verás cuando me case con un caballero como el que he visto en sueños. Entonces no te pasarás el día reprendiéndome como ahora.
Y dicho esto, abandonó el comedor y, cantando a grito pelado, volvió a recluirse en su santuario.
Como si la canción que tremolaba en los labios de Marienka fuese el anuncio de su llegada, se presentó en aquel instante una carroza, que, después de detenerse en el patio, frente a la única puerta de la choza, dio salida a un joven caballero de agradable aspecto, que venía a ofrecer a la joven su corazón y su fortuna.
La madre, enajenada de alegría al ver la óptima ocasión que se ofrecía a su hija, la llamó alborozada, completamente persuadida de que Marienka se apresuraría a aceptar aquella inesperada ocasión.
La muchacha, obedeciendo a la llamada de su madre, descendió al comedor, escuchó fríamente la proposición de su enamorado, y, haciendo un gesto de desdén al joven noble, le dijo:
- Podéis estar seguro de que aunque vinieseis en una carroza de plata y me ofrecieseis una corona de oro, no os aceptaría por esposo.
La madre exclamó, asustada:
- ¡Oh, hija mía! ¡No seas tan ambiciosa! Ese orgullo puede llevarte al infierno...
El noble pretendiente, atónito, mudo, en el colmo de la sorpresa, pues había ido a casa de Marienka persuadido de que aquélla se apresuraría a aceptar tan buena fortuna, se despidió con un gesto de la atribulada madre y se alejó de la casa en su carroza, en tanto que Marienka volvía a su habitación murmurando:
- Mi madre no sabe lo que dice. Tengo la absoluta seguridad de que se me presentara otra ocasión mejor que esta.
A la noche siguiente se repitió la escena de las dos anteriores. Mientras la madre estaba ocupada en su trabajo, la hija, ya dormida, empezó a reír con estentóreas carcajadas.
- ¡Dios mío! - exclamó la pobre viuda. - ¿Qué estará soñando ahora esa ilusa?
Y preocupada, empleó gran parte de la noche en rezar al Altísimo, suplicándole de todo corazón que interviniese para cambiar el modo de pensar de Marienka.
A la siguiente mañana, cuando la muchacha se levantó, su madre le preguntó:
- ¿Qué soñaste anoche, hija mía?
- ¿Te enojarás conmigo si te lo digo? - respondió Marienka.
- Aunque así fuese, quisiera saberlo - contestó la madre.
- Como quieras... Verás: he soñado que un noble señor, acompañado de brillante cortejo, venía a pedir mi mano. A esta casa llegó en una carroza de oro y me regaló un traje de terciopelo recamado de oro y piedras preciosas. Luego, cuando entramos en la iglesia a casarnos, la gente no tenía ojos más que para mí.
Esto ya era el colmo de la ambición y del orgullo.
La indignación y el estupor impidieron a la excelente madre contestar a su hija, aprovechándose ésta de la estupefacción de la buena viuda para abandonar el comedor y librarse del sermón.
Subió entonces a su cuarto, poniéndose a cantar como de costumbre, a tiempo que se contemplaba, coqueta, en su espejo. Apenas había terminado su canción, penetraron en el patio tres carrozas; una de cobre, otra de plata y la tercera de oro. La primera iba tirada por dos caballos; la segunda por cuatro y la tercera por ocho. Todas ellas enjaezadas con arreos de oro y perlas.
De las carrozas de cobre y plata descendieron numerosos pajes vestidos con calzones escarlata y verdes dormanes, mientras que un caballero joven, apuesto y elegantísimo, echaba pie a tierra de la áurea carroza.
El joven caballero entró en la choza y, doblando la rodilla, demandó a la estupefacta madre la mano de su hija. La pobre viuda quedó sin habla, atónita y maravillada ante el inesperado honor que el apuesto desconocido ofrecía a Marienka.
Cuando al fin recobró el uso de la lengua, se apresuró a llamar a la joven, quien, al ver las carrozas y al riquísimo caballero, exclamó extasiada:
- ¿Ves, mamá, si tenía yo razón al despreciar a los otros?
El caballero renovó su petición sin dejar de lanzar amorosas miradas a la doncella, la cual no titubeó en concederle la mano.
Luego, Marienka corrió a su habitación y confeccionó el ramillete de novia que entregó, sonriente, a su prometido.
El caballero tomó la mano izquierda de Marienka y le puso en el dedo anular una sortija, cuya piedra brillaba tanto como las estrellas; además, le ofreció una diadema de oro y un vestido cuajado de encajes del mismo metal precioso.
Ebria de gozo, la ambiciosa Marienka fue a vestirse para la ceremonia. Su madre, intranquila, advirtiendo instintivamente un peligro, la miraba nerviosa.
Media hora después, Marienka, hermosa como un sol y con una sonrisa de triunfo en sus rojos labios, subía a la carroza de oro ayudada por su prometido y, un instante después, se alejaban carretera adelante sin que la ingrata se acordara de despedirse de su madre ni de solicitar su bendición.
Sin embargo, la excelente viuda salió de su choza y se dirigió a la iglesia, a donde llegó bastante después que la comitiva. En la nave principal, y desde lejos, asistió a la boda de Marienka, que salió algo más tarde acompañada de su esposo sin dignarse dirigir una mirada ni un saludo a su pobre madre.
Subieron los recién casados a la carroza de oro por segunda vez. Los caballos emprendieron el galope y, sin acortar el paso, continuaron avanzando durante todo el día.
Llegada la noche, cuando apenas podía distinguirse cosa alguna a una distancia mayor de diez metros, el coche se detuvo frente a una enorme roca que tenía una abertura de gran tamaño, semejante a la puerta de una ciudad.
Luego la carroza penetró en una especie de túnel; la tierra se estremeció como en un sismo y detrás del vehículo se desplomó con estrépito la enorme roca.
Asustada por el estruendo, la recién casada asió la mano de su marido, chillando aterrorizada, pero el esposo la tranquilizó, diciendo:
- No temas nada, querida. Dentro de poco verás con tanta claridad como a la luz del sol.
Minutos más tarde, Marienka divisó a través de las ventanillas de la carroza innumerables llamitas. Al principio le produjeron algún temor, pero a poco se dio cuenta de que se trataba de los gnomos de las montañas que, con antorchas encendidas, acudían a dar la bienvenida a su señor el Rey de los Metales.
Así supo Marienka quién era su esposo y, aunque dudaba si sería un genio bueno o malo, terminó por resignarse, pensando que, bueno o malo, era indudable que poseía enormes riquezas.
Cuando hubieron salido al fin de las tinieblas que los rodeaban, atravesaron bosques blancuzcos, montañas que elevaban al cielo sus cimas cerúleas, cubiertas eternamente de alba nieve.
Mirando con cuidado, Marienka se dio cuenta de que los álamos, los abetos, las rocas y las encinas eran de plomo; en el extremo del bosque descubríase una extensa pradera, cuyas hierbas eran de plata y allá, al fondo, veíase un soberbio castillo construido con diamantes y rubíes.
Detuviéronse las carrozas ante la puerta de honor. Uno de los lacayos abrió la portezuela del carruaje que conducía a los dos esposos. Descendió el Rey de los Metales y ofreció el brazo a Marienka, diciéndole sonriente:
- Bienvenida a tus Estados, querida. Todo cuanto ves te pertenece en absoluto. Manda, ordena, pide... Ten la seguridad de que todos mis súbditos se apresurarán a complacerte.
Ante su buena fortuna, Marienka estuvo a punto de gritar de alegría. No obstante, como había hecho tan largo viaje sin probar bocado, empezó o notar como si un gusanillo le royese el estómago.
De pronto brotaron de sus ojos lágrimas de placer al ver que los gnomos de la montaña disponían una mesa en la que resplandecía el oro, las piedras preciosas y los cristales de roca.
Cuando dieron la señal de que todo estaba listo, sentáronse a la mesa, donde sirvieron admirables manjares. Lo triste es que todos los platos estaban confeccionados con metales y piedras preciosas condimentados de mil modos distintos.
El Rey de los Metales y sus invitados comían vorazmente de todo aquello, pero la recién casada, como es natural, no podía imitarlos, ya que esta clase de alimentos era perniciosa para su organismo.
Convencida, al fin, de que en toda la mesa no había nada comestible para ella, se volvió a su esposo y le suplicó que le diese un poco de pan.
- Tus deseos son órdenes para mí, hermosa mía - contestó rendido el Rey de los Metales.
Y luego gritó a sus servidores:
- ¡Servid inmediatamente el pan de cobre!
Marienka, como es de presumir, no pudo comerlo.
- ¡Que traigan el pan de plata! - ordenó el monarca.
Marienka no intentó siquiera hincarle el diente.
- ¡Dadle a probar el pan de oro!
Tampoco éste fue del agrado de la joven. Entonces dijo el Rey de los Metales:
- Lo lamento mucho, hermosa mía, pero no disponemos de otra clase de pan.
La pobre Marienka se echó a llorar, pero su marido, al observarlo, estalló en carcajadas, pues su corazón, como todo cuanto había en sus inmensos dominios, era de metal.
- Solloza cuanto quieras - le dijo sin dejar de reír. - No culpes a nadie de lo que te ocurre, ya que tú misma lo has querido así, sin que nadie te obligara.
La hermosa Marienka se quedó en el palacio, rodeada de aquel lujo y riqueza, sin poder satisfacer su hambre. En vano buscaba por los alrededores del resplandeciente edificio una raíz, una planta, con la cual pudiera acallar las exigencias de su estómago desfallecido.
Evidentemente, todo aquello fue un castigo del Cielo para humillar su soberbia, pues, a pesar de que estaba hambrienta y débil, no caía enferma, como le hubiese ocurrido a los demás mortales.
Luego, tres días al año, en la época en que se llevan a cabo las rogativas para que Dios envíe su benéfica lluvia sobre la tierra, Marienka regresa junto a sus semejantes.
Vésela entonces cubierta de harapos, casi cadavérica, escuálida, mendigando de puerta en puerta y mostrando su reconocimiento con frases ardientes y lágrimas abundantes cuando le dan un poco de pan o se compadecen de su triste situación.