viernes, 30 de agosto de 2013

El Tesoro del Pirata

Una noche del mes de Abril del año de gracia de 1592, desembarcó en las playas de Campeche un grupo de personajes misteriosos. La maniobra ocurría en la zona de los manglares, que ahora se hallan a un paso de la ciudad, pero que, en aquel entonces, estaban a considerable distancia del pequeño puerto y se perdían en la espesura tropical característica de la región.

La del desembarco era tierra de nadie, y la selva que allí crecía propicia para disimular diligencias de forajidos. De más está anotar que el silencio reinaba en el lugar y que, a excepción de las figuras que se agitaban en la playa, ningún otro ser humano podía localizarse a esas horas en las cercanías, ya que aquellos andurriales permanecían desiertos incluso de día. El grupo llegado del mar en la negrura de la noche lo componían cuatro sujetos; y, quien hubiera sido testigo de lo que acontecía, habría observado que dos de los personajes, por su atuendo y sus gestos, no eran sino filibusteros, y los dos restantes, prisioneros que los bandidos habían adquirido en alguno de sus abordajes oceánicos.

Habiendo amarrado el bote en que desembarcaron, los cautivos, en acatamiento a las órdenes de los piratas que, sable en mano, dictaban peretorias disciplinas, pusiéronse en marcha hacia el interior cargando sobre sus hombros dos enormes cofres que, a juzgar por el lento paso de los porteadores, habían sido llenados a toda su capacidad de peso de varias decenas de kilos. La caravana se internó en la jungla y a poco arribó a las faldas del cerro en donde posteriormente fue construído el castillo de San José el Alto, subió por una vereda y desviándose en la cima se dirigió a un emplazamiento en que, traspuesto en seto de arbustos, apareció la boca de una caverna. Los piratas, que, por la seguridad con que se movían en medio de la obscuridad en esos parajes, indudablemente estaban familiarizados con la geografía del sector, mandaron a los cargadores penetrar en la gruta; y, caminando durante varios minutos por los pasillos de la misma y alcanzando un punto alejado de la entrada, ordenaron detener la marcha y depositar la carga en tierra.

El lector habrá comprendido ya que los cofres contenían oro y joyas en gruesas cantidades, producto de las depredaciones de los asaltantes, y que, siguiendo una tradición practicada en la hermandad, los ladrones del cuento habían llevado al sitio mencionado su botín para enterrarlo allí y agregarlo al caudal que periódicamente habían ido depositando en el refugio. Con los picos y palas que transportaron, los prisioneros, cumpliendo las indicaciones de sus captores, se dedicaron a cavar apresuradamente en el piso; y al cabo de una hora habían abierto ya una oquedad suficientemente amplia para recibir el precioso cargamento.

Mientras los cavadores transpiraban copiosamente después de terminada su ruda tarea, el que se conducía como jefe, examinando la hondonada abierta, exclamó satisfecho: -Habéis hecho un buen trabajo por lo cual os felicito. Estoy contento de vosotros y, para demostraros mi reconocimiento, os permitiré que descanséis para ahuyentar todas las fatigas que os hemos obligado a pasar.

Y, esto diciendo, lanzó una sonora carcajada que retumbó diabólicamente en la cueva. Los desgraciados presos se dieron cuenta de la sorna con que hablaba el desalmado solamente cuando vieron que se apoderaba de las pistolas que llevaba en bandolera sobre el pecho, y un rayo de luz iluminó sus embotadas conciencias: ¡estaban condenados a muerte!

Luego de asesinar a sangre fría a sus víctimas, los truhanes arrojaron los cadáveres al foso preparado para el tesoro, bajaron los cofres colocándolos sobre los cuerpos sin vida y procedieron a ocultar los vestigios de su fechoría rellenando adecuadamente, con la tierra extraída, el marco de los acontecimientos.

Regularmente, en el transcurso de tres años, se repitieron escenas semejantes a la descrita; de manera que la caverna de la historia se almacenaba ya, en el subsuelo, una fortuna respetable, de cuya existencia únicamente los dos piratas del presente relato poseían el secreto. Y en el año de 1595, hacía el mes de Diciembre, encontramos nuevamente a los dos pillos, en el camarote del jefe, poco después de haber obtenido un cuantioso botín arrebatado a una nao mercante que, pertrechaba con una fuerte dotación de oro en barras, se dirigía de Veracruz a España y ahora yacía en el fondo del Golfo.

Decía el cabecilla: -óye bien, dinamarqués: Como tú me has sido fiel en las buenas y en las malas, aunque sea yo un villano tengo también corazón, y quiero confiarte que éste será nuestro último viaje a Campeche. Has de saber que mañana, después de desembarcar y ejecutar lo acostumbrado, no volveremos a la nave. Proyecto establecerme en ese puerto como un honrado burgués, por lo cual tengo con qué. Y, por supuesto, tu, que has sido mi compañero leal, compartirás mi hacienda, pues no soy ingrato, para que te instales donde te plazca.

A lo que el dinamarqués respondió: -De acuerdo, capitán, y no puedo menos que agradeceros vuestra generosidad y alabar vuestra decisión. Estoy presto a obedeceros como siempre. Pero ¿no creéis que la tripulación entrará en sospechas cuando no nos vea regresar?

-¡Ca! ¡Descuida! Nuestros amigos tienen cuenta con la justicia, igual que nosotros, aunque hasta hoy no hayamos sido identificados; y si no nos ven volver, pensarán que las autoridades nos descubrieron; y, para evitarse dificultades, zarparán olvidándose de nosotros.

El danés conociendo la mentalidad bucanera, entendió que su jefe decía la verdad, y respondió: -Tenéis razón, capitán. Nuestros hombres no querrán sacrificarse por vos, pues por algo son piratas, a pesar de que siempre habéis tratado equitativamente en todo. Y no dudo que, convencidos de que caímos en manos del verdugo, no desaprovecharán la oportunidad para adueñarse de vuestro velero creyendo que son muy listos.

-¡Adelante, pues! –dijo el jefe-. ¡Y no se hable más del asunto.

Al día siguiente, los bandidos desembarcaron en el sitio habitual y ordenaron a sus prisioneros marchar al escondite del tesoro. Ya en la gruta, abierta la cavidad para depositar el botín, el capitán sacó las pistolas para despachar a los infortunados porteadores; pero, al pretender disparar, las armas no funcionaron. Reaccionando, los prisioneros, quisieron escapar, pero fueron bloqueados en su intento de fuga por el danés que, de certeros mandobles, envió a los indefensos al otro mundo.

-¡Bien hecho, dinamarqués! –gritó el capitán-. Y ahora procedamos a sepultar a éstos y repartirnos el tesoro para avecindarnos en Campeche.

-¡Un momento, capitán! ¡Vos no iréis a ninguna parte! –dijo el danés-. ¡Tiempo ha que esperaba una ocasión como ésta, y ahora que se presenta no voy a desperdiciarla!.

-¿Qué quieres decir, insensato?-, rugió el jefe.

-Quiere decir, capitán –repuso resueltamente el danés-, que si creéis en Dios o en el diablo rezad vuestras oraciones a cualquiera que os convenga, pues ya sois hombre muerto.

Y vació sus pistolas sobre el sorprendido filibustero, que rodó exánime a los pies del facineroso.

Varios años después, un personaje de rostro curtido por el sol, que había llegado al puerto en calidad de gran señor, contrajo matrimonio con una hermosa y aristocrática dama. Y, aunque por lo bajo se comentaba que el personaje tenía modales de rústico, que salpicaba su conversación con juramentos de mozo de cubierta y que, además de insolente, acusaba feroz aspecto, su riqueza garantizaba su elevada alcurnia. Y los desposados fueron el tronco de una de las más linajudas y renombradas familias que hubo en Campeche durante el período colonial.

martes, 27 de agosto de 2013

El Puente de los Perros

No viene al caso señalar los defectos de los campechanos, que son muchos, como corresponde a toda comunidad tropical heredera de una tradición que le permite vivir a costa del recuerdo; pero tampoco está de más mencionar que los alegres descendientes de una pintoresca mezcla de indígenas, comerciantes y piratas cultivan algunas virtudes singulares que, en el plano político, les han proporcionado siempre una estabilidad envidiable.

Efectivamente, lo que en otros lugares se resuelve por medio de conflictos sangrientos, porque nadie está dispuesto a que su gremio sea humillado –y de las discusiones se pasa a las trompadas y a los garrotazos-, en Campeche se trueca en un mimetismo que ya quisiera para su coleto el más consumado camaleón. Y es así como, en tiempo de colonias, los porteños eran peninsularistas, y hasta los caballos pertenecían al partido español; en la época de la efervescencia insurgente, eran casi rebeldes; bajo la República, republicanos; durante el efímero imperio de Iturbide, monárquicos; y, cuando se enteraron de que la estrella del futuro Su Alteza Serenísima empezaba a fulgurar, se declararon satanistas. Esto último no obsta para que, en 1830, y para evitar fricciones innecesarias y tópicos mal entendidos, los campechanos fuesen paulistas; por aquello de que el comandante militar de la plaza, cuñado del esforzado caudillo veracruzano, se llamaba Francisco de Paula Toro, y porque sonaba más eufónico ese término que el de toristas.

Don Pancho, en su calidad de jefe castrense de Campeche, no se sabe si poseía atribuciones administrativas propias del poder civil o se las tomaba por su cuenta; pero el hecho es que compartía la autoridad con el gobernador Don José Segundo Carvajal quien, nada celoso de los militares, prefería dejar a Don Francisco actuar, toda vez que el coronel se distinguía por su espíritu de progreso. Pues bien, quizá procurando la ventura de los campechanos, o por dar satisfacción a los deseos de su mujer, la virtuosa Doña Mercedes López de Santa Anna de Paula Toro, que gustaba de los paseos dominicales en el campo, héte que el comandante dispuso un día construir un puente sobre el canal de desagüe del suburbio de Santa Ana, vecindad a la que Doña Mechita le tenía particular afecto nacido probablemente de la homonimia.

Recibió el encargo de realizar la obra el afamado alarife Don José de la Luz Solís, que fue también al arquitecto de la Alameda; y en pocos meses, gracias al empeño y la diligencia del experto maestro, el puente quedó casi listo. Como se anotó Doña Mercedes era aficionada a pasear por la campiña; y en cierto ocasión llegó, en compañía de su marido, a inspeccionar los trabajos del puente. La señora se mostró entusiasmada con la mejora material, y creyó prudente comentar que, además de que sería de indudable beneficio para los habitantes del barrio, a ella le serviría de viaducto para disfrutar de un acogedor rincón de descanso en medio del monte. Examinando lo contraído, atrajeron su atención los cuatro extremos en que el puente remataba, por lo que preguntó al alarife: -¿Quiere usted decirme, Don Pepe, para qué son los remates del puente?

-Tengo instrucciones de mi coronel aquí presente –contestó el aludido-, de colocar sobre los remates cuatro hermosos pebeteros, que han pedido a México y se encuentran ya en camino, y que simbolizarán respectivamente el fuego inextinguible de la ciencia, del arte, del pensamiento y del amor.

Después de oír tales palabras, la señora de Torno no preguntó más, pero guardó un silencio reflexivo.

Transcurridos algunos días doña Mercedes, acompañada de un aya, se apeó de su carruaje frente al puente en ejecución, y tras ella bajo un mocetón que a duras penas sostenía una traílla a la que estaban sujetos dos magníficos e imponentes mastines.

Dirigiéndose a Don José de la Luz, la primera dama interrogó: -¿Qué le parecería las estatuas de Aníbal y Alejandro para rematar el puente? A lo que respondió Don José: -Señora, creo que serían unos remates admirables; y, por otra parte, estarían acordes con la profesión de mi coronel, ya que tan augustos personajes fueron grandes guerreros.

Dijo Doña Mechita: -No me he explicado claramente, Don Pepe; yo no estoy hablando de esos conquistadores franceses (Doña Mechita no era muy versada en historia universal) sino de perros, los que ve usted aquí; ¿no cree que quedarían soberbios como remates del puente?.

Aunque cortesano, el señor Solís, que comprendió la intención de la de Toro, se atrevió a replicar: -¡Pero, Doña Merceditas! ¡No pretenderá usted que se modifique el proyecto de mi coronel! ¡El ha dicho que los pebeteros adornarán el puente, y que serán el símbolo de la constante aspiración de los campechanos, no importa que sean de este barrio, hacia lo alto! ¡Además, los pebeteros llegarán en el próximo barco!

-Mire usted, Don Pepe –repuso Doña Mercedes-, yo respeto mucho a mi esposo y sus ideas, pero también adoro a mis perros; y se me ha ocurrido que especímenes de raza tan pura y majestuosa como Aníbal y Alejandro deben pasar a la posteridad, y nada mejor para ello que aprovechar los remates del puente. Y agregó: -Le ruego, y conste que no acostumbro hacerlo, que en lugar del proyecto original, usted que es un escultor consagrado, se ocupe de modelar cuatro figuras de mis mastines en actitud de ladrar, para que, ya puestos en su sitio, ejerzan la vigilancia permanente de la ciudad. Estoy segura de que de sus hábiles manos saldrán los perros más bellos que jamás ha esculpido ningún artista!.

Halagado por haber sido ascendido de albañil a escultor, Don José de la Luz ya no respingó, y prometió a Doña Mercedes que atendería su súplica.

Gananda la escaramuza por el lado del obrero, la dama se encaminó a ver a sí consorte; y ya de frente a él le dijo estas palabras, después de haber preparado con un cariñoso beso: -Panchito, hoy recibí carta de mi hermano Toño, y me ha recomendado que yo te salude con un fuerte abrazo. De esas cosas de política que no entiendo, dice que pronto substituirá al general Bustamante (éste era, en 1830, el Presidente de la República), y que yo te lo informe. Y también preguntó por Aníbal y Alejandro, los que, recordarás, él me obsequió; y me dice que le agradaría especialmente que se pusieran esfinges de los mastines en el puente en construcción.

Don Francisco: -¡Mechota, querida mía, no faltaba más! No era necesario que le hablaras a Antonio del puente; basta que tu voluntad sea que las estatuas de tus perros se coloquen allí para que se cumpla tu deseo; y así se hará. Pensándolo bien, serán más artísticos los canes como remates del puente que los pebeteros. ¡Ah! Y cuando le escribas a tu hermano, dile que no se olvide de nosotros.

En esa forma, Aníbal y Alejandro, reproducidas por partida doble, quedaron perpetuados en piedra en el puente del cuento; aunque no salieron imponentes de la mano del escultor; ni su actitud se antoja de ladrido vigilante sino de lúgubre lamento causado por la visión de un alma en pena.

El puente fue inaugurado con el nombre de Puente de la Merced, según una placa conmemorativa en la que se lee la siguiente inscripción: “Año de MDCCCXXX. Se construyó este puente con el título de la Merced de Santa Ana, bajo la dirección del Alarife D. José de la Luz Solís”.

El gobernador Carvajal mandó poner otra placa en el ya desde entonces llamado Puente de los Perros, con la siguiente leyenda: “MDCCCXXX. Se hizo por disposición del Señor coronel C. Francisco Toro, habiendo contribuido en unión de todo el partido, esta benemérita guarnición gratuitamente a su construcción y la de la alameda. A pueblos tan virtuosos militares tan recomendable, José Segundo Carvajal reconocido, dedica este documento.

sábado, 24 de agosto de 2013

El Hanincol

Mucho tiempo perdí tratando de concurrir a una ceremonia india, a una hanincol (comida de milpa) que hacen los mayas con el objeto, unas veces, de agradar a los dioses, y otras, de desagraviarlos. Había rogado a los hechicero que me permitieran la entrada, pero todos se habían negado porque yo también me había negado a que me santiguaran: (santiguar es someter a una persona a ciertos baños, con hierbas, hechicerías, etc.) En las ceremonias de las comidas de milpa se admite a mujeres cuando se va repartir el alimento. Al fin me resolví a todo y lo comuniqué al men. Así fue como logré concurrir a la comida. Y ahora les narraré lo que ví; lo que oí no, pues fue todo en maya, idioma que no entiendo.

La ceremonia se hizo en un pueblo llamado San Juan Bautista Sahcabchén o Alto Sahcabchén, por estar ubicado en la cresta de un cerro de roca viva. El maestro de la escuela, un joven llamado Mario Flores Barrera, me avisó con anticipación; llena de alegría caminé a caballo toda la noche en que la Luna plateaba los árboles y alumbraba el camino.

Llegué al amanecer. Allá arriba estaba el pueblo. Subí a él, llamé a una puerta y al punto asomó su risueña cara el maestro, que me saludó.

Hoy será la fiesta, me dijo con acento de satisfacción. Nos desayunamos con pan y café y luego me llevó a la casa del men, quien me recibió solícito, pero desconfiado.

¿Está resuelta a le santigüen?, me preguntó.
El maestro me miró, incrédulo de que pudiera aceptar eso.
Sí le respondí, y en pocos minutos quedé santiguada y oliendo a romero y ruda.

Salimos los tres y nos sentamos en el brocal de un pozo, y el hechicero contestó así mi interrogatorio.

-¿Por qué harán el hanincol?
-Para desagraviar a los dioses.
El dueño de la milpa que se ha de sembrar tiene un hijo enfermo, señal del disgusto de del Nohoch-Tat (Gran Señor).

Luego me enseñó varias palabras mayas, el nombre de los vientos, etc., para que pudiera entender, y me llevó a la casa donde el muchacho estaba enfermo.

¿Quiere verlo?, me dijo. Sí le respondí.
En una hamaca estaba el joven calenturiento. El men le preguntó por su salud, y él casi no contestó. Su ánimo estaba caído más que por la fiebre, por el temor de que le hubiera castigado el dueño del monte. El men sacó de su morral un bollo de pozole lleno de moho que de amarillo pasa a verde. Lo mezcló con agua, lo endulzó con miel y se lo dio al enfermo.
Las mujeres de la casa, durante la noche, mojan maíz y lo muelen en metates para hacer una bebida refrescante llamada sacab. Este se reparte entre los que van a asistir a la ceremonia.

En la ocasión a que me refiero me dieron una ración, por la cual me sentí invitada. Marchamos luego a la ceremonia o que diga, adonde iba a efectuarse.

El dueño de la sementera y sus trabajadores estaban ocupados. Unos abrían una fosa en la tierra; otros, en grandes calderos cocían maíz, frijol y tostaban semillas de calabaza, que molían luego para formar una masa de estos tres productos, la cual recogían en bolas.

Teniendo ya las bolas sobre hojas de roble o plátano, se extiende primero la masa de maíz haciendo una tortilla grande y se forma una de semilla de calabaza: luego, una de frijol, y así sucesivamente, hasta llegar a nueve.

Estos huahes (panes) se envuelven en las mismas hojas; uno de ellos es más grande que los otros. Mientras esto se lleva a efecto, en la fosa abierta se ha colocado gran cantidad de leña , que arde y calienta casi hasta calcinar algunas piedras grandes. Por otro lado, en ollas también grandes se cuecen pavos y gallinas, y en un caldero se hace el cool (atole salado). En un caldero se pone el caldo de gallina y pavos, destinado a preparar el chocó; (caliente).

El men, con toda parsimonia, toma dos velas que enciende, y, seguido de unos hombres que llevan en tablas los huanes (panes) y de todos los invitados, llega a la ardiente fosa. Y dice así: lakín-ik, xikín-ik, nohol-ik, xamán-can (vientos del oriente, del poniente, del sur y del norte; sed benévolos). Luego hace mil contorsiones, brinca de un lado para otro de la fosa, saca con las manos, del fuego, las candentes piedras, y sólo deja unas en el fondo, sobre las cuales se colocan los panes. Las piedras extraídas se acomodan encima y se recubre la fosa con tierra y gajos de roble.

Retornan el brujo y su comitiva al lugar primitivo, donde se ha colocado una mesa, que tiene encima una cruz cristiana, tres velas grandes, tres medianas y tres chicas. También hay incienso, rudas, albahacas, flores, dulces, cigarrillos, etc.

Se han llevado ala mesa los pavos y las gallinas condimentadas y cocidas. Debajo de la mesa está el gran caldero de cool, el jugo de gallina y pavos, etc.

El men parece perder su personalidad de hombre, y en medio de gesticulaciones y contorsiones, conjura a los vientos malos y llama a los buenos; levanta en sus manos las ramas de albahaca y ruda, y blandiendo la cruz cristiana aleja a los vientos malos. como regalo a los buenos arroja a los cuatro vientos jicaradas de miel y balché. Luego cae en éxtasis, oculta su rostro entre las manos, y tomando enseguida el inciensario, marcha hacia la fosa; al llegar a ésta levanta aquél al cielo y muchas manos de hombres destapan la fosa, de donde extraen los huanes.

Todas caminan hacia la mesa y el brujo cierra la procesión.

El pan más grande es el que se pone en una mesita aparte. Apenas desenvuelto, muchas manos arrancan trozos, hirvientes aún y los depositan en el caldo de pavos y gallinas, donde otras manos lo baten y disuelven. Así se prepara el chocó . Terminado esto, el men reparte entre los concurrentes balché en jicaritas. Hay que tomarlo, pues es malo tirarlo o despreciarlo.

Luego el hechicero da a cada persona presente un cigarro gigante, al que debe darse dos o tres fumadas. Esos cigarros son recogidos por un brujo en hojas de almendro o higuerilla, con el fin de que sus manos no los toquen, los lleva ala mesa y los riega con brebajes. Inmediatamente se toma a todos los niños que han asistido a la ceremonia y se les pone de rodillas, con las manos cruzadas sobre el pecho.El men les da balché dulce, chocó , cool, dulces, trozos de pavos, pero todo en la boca. (Los niños representan a los aluxes, y el men les da de comer con la mano, ellos no pueden tocar nada con las manos). Terminada esa comida, se aleja a los niños, y con una jícara grande se pone una buena ración de todo lo que hay, de lo mejor, un gran trozo de pan y los cigarros, todo lo cual toma el men pues es la ofrenda destinada al Nohoch-Tat (padre o dueño del monte). El hechicero llega a la fosa y en el centro de ella coloca la jícara grande y todo lo demás.

A una señal del men la fosa es cubierta de tierra y casi ni queda señal de ella. Se cree que durante la noche el dueño del bosque tiene allá su banquete, y que sus hijos, los aluxes le hacen compañía y fuman en rueda sus cigarros.

Cuando el men vuelve al lugar de la comida, todo se transforma en fiesta, se reparte lo que aún queda, se da al dueño de la milpa, a sus hijos y trabajadores, de todo lo que hay, y luego a los visitantes. Esta es ya la comida terrenal. Todos comen, todos beben. El men viene a mí con una pierna de pavo en la mano y me dice: ¿No come?, y me trae un trozo de muslo de pavo.

Yo estaba sentada en una hamaca suspendida en medio de dos árboles, especialmente para mí, frente a la mesa de la ceremonia. Era tal mi proximidad a la mesa, que materialmente estaba bañada en miel y balché, pues me salpicó el men cuando arrojó esos líquidos al aire.

Terminó la ceremonia -me dijo el men-. El enfermo está curado.

Entre los comensales vi a Pedro, que comía y reía con mucha gana.

Pedro -dijo el men- ven aquí, pues quería demostrarme su poder. El muchacho obedeció la orden. Ya no tenía calentura y había recobrado la salud.

En ese momento di la razón al men y al enfermo. Estaba curado. Había que reconocerlo.

Mas luego pensé que ese hombre sagaz aprovechaba la ignorancia y fe de los descendientes de los xius y cocomes.

Me retiré pensativa. Soy una de los que creen que lo más de los indios mayas no padecen ciertas enfermedades gracias a que ingieren frecuentemente, las dosis de penicilina que se encuentran en el moho del pozole, que siempre comen con sal en sus milpas.

¿Se curó el muchacho? ¿Sería por el favor de los dioses o por la acción de la medicina que le dio el men en el pozole?

Tal vez ni el hechicero lo sepa. Tal pensaba yo después de la peregrina ceremonia que me dejó la impresión de un sueño fantástico.

miércoles, 21 de agosto de 2013

El Canancol

Cuénteme, don Nico: ¿por qué pone ese muñeco con esa piedra en la mano en medio de su milpa?, pregunté un día a un ancianito agricultor.

Su cara se animó con una sonrisa de niño, en tanto que me contestaba: Sé que usted no cree, pero le diré: soy pobre, muy pobre y no tengo quien me ayude a cuidar la milpa, pues casi siempre cuando llega la cosecha, me roban el fruto de mis esfuerzos. Este muñeco que ve no es un muñeco común; es algo más; cuando llega la noche toma fuerzas y ronda por todo el sembrado; es mi sirviente... Se llama Canancol y es parte mía, pues lleva mi sangre. El sólo me obedece a mí... soy su amo.

Don Nico siguió diciendo: Después de la quema de la milpa se trazan en ella dos diagonales para señalar el centro; se orienta la milpa del lado de Lakín (Oriente) y la entrada queda en esa dirección. Terminado esto, que siempre tiene que hacerlo un men (hechicero) se toma la cera necesaria de nueve colmenas, el tanto justo para recubrir el canancol, que tendrá un tamaño relacionado con la extensión de la milpa. Después de fabricado el muñeco, se le colocan los ojos, que son dos frijoles; sus dientes son maíces y sus uñas, ibes (frijoles blancos); se viste con holoch (brácteas que cubren las mazorcas). El canancol estará sentado sobre nueve trozos de yuca. Cada vez que el brujo ponga uno de aquellos órganos al muñeco, llamará a los cuatro vientos buenos y les rogará que sean benévolos con (aquí se dice el nombre del amo de la milpa), y le dirá, además, que es lo único con que cuenta para alimentar a sus hijos. Terminado el rito, el muñeco es ensalmado con hierbas y presentado al dios Sol y dado en ofrenda al dios de la lluvia; se queman hierbas de olor y anís y se mantiene el fuego sagrado por espacio de una hora; mientras tanto, el brujo reparte entre los concurrentes balché , que es un aguardiente muy embriagante, con el fin de que los humanos no se den cuenta de la bajada de los dioses a la tierra. Esta es cosa que sólo el men ve.

La ceremonia debe llevarse a efecto cuando el sol está en el medio cielo. Al llegar esta hora, el brujo da una cortada al dedo meñique del amo de la milpa, la exprime y deja caer nueve gotas de sangre en un agujero practicado en la mano derecha del muñeco, agujero que llega hasta el codo.

El men cierra el orificio de la mano del muñeco, y con voz imperativa y gesticulando a más no poder, dice a éste: Hoy comienza tu vida. Este (señalando al dueño), es tu señor y amo. Obediencia, canancol, obediencia... Que los dioses te castigarán si no cumples. Esta milpa es tuya. Debes castigar al intruso y al ladrón. Aquí está tu arma. Y en el acto coloca en la mano derecha del muñeco una piedra.

Durante la quema y el crecimiento de la milpa el canancol está cubierto con palmas de huano; pero cuando el fruto comienza a despuntar, se descubre... y cuenta la gente sencilla que el travieso o ladrón que trate de robar recibe pedradas mortales. Es por lo que en las milpas donde hay canancoles nunca roban nada.

Es tan firme esta creencia, que si por aquella época y lugar se encuentra herido algún animal, se culpa al canancol.

El dueño, al llegar a la milpa, toma sus precauciones y antes de entrar le silba tres veces, señal convenida; despacio se aproxima al muñeco y le quita la piedra de la mano; trabaja todo el día, y al caer la noche, vuelve a colocar la piedra en la mano del canancol, y al salir silba de nuevo. Cuando cae la noche, el canancol recorre el sembrado y hay quien asegura que para entretenerse, silba como el venado.

Después de la cosecha se hace un hanincol (comida de milpa) en honor del canancol; terminada la ceremonia se derrite el muñeco y la cera se utiliza para hacer velas, que se queman ya en el altar pagano, ya en el altar cristiano.

Y calló el viejecito después de haber hablado con acento de creyente perfecto.

domingo, 18 de agosto de 2013

El Callejón del Diablo

Hasta hace algunos años existía, a corta distancia de lo que hoy es el centro de la ciudad, una estrecha callejuela conocida con el nombre de Callejón del Diablo. La citada vía, que empezaba en el descampado de San Martín y desembocaba en la Zanja, consistía en un pasadizo sombrío bordeado de árboles frondosos y atravesaba un paraje solitario en el que, a modo de vivienda, se descubría una casucha paupérrima habitada por un tísico. Como se comprende, ya sea por el enfermo, por el nombre del callejón o quizá por su lobreguez, el hecho es que poca gente se aventuraba de día por esa ruta; y quien la utilizaba, procuraba salvar su recorrido apresuradamente. Naturalmente, de noche únicamente los temerarios se atrevían a cruzar la tal callejuela; teniendo para ello que valerse de todos sus sentidos, pues después del ocaso reinaba allí una profunda obscuridad.

Y viene el cuento. En cierta ocasión, uno de aquellos bravos que son capaces de tragarse el propio diablo volvía a casa, luego de una sabrosa plática con sus compañeros de la ritual tertulia nocturna. Se internó en el callejón y, hallándose casi a mitad del camino, acertó a vislumbrar una figura que se apoyaba en el tronco de uno de los árboles mencionados. Tuvo un ligero sobresalto, per inmediatamente se recuperó y mustió para sus adentros: -¿Con que forajidos a mí, eh? ¡Ahora verás!-. Y empuñando las manos, se dirigió resueltamente hace el sujeto. Ya se encontraba a unos metros del individuo cuando, de pronto, se iluminó la escena y surgió ante los ojos del valiente un ser horrendo que reía malignamente. El noctámbulo sintió que la tierra se hundía bajo sus plantas; pero, acicateado por su instinto de conservación, en lugar de desmayarse se puso pies en polvorosa, logrando así evadirse de una segura desgracia.

La noticia de que el callejón de marras se aparecía el demonio cundió entre la población y, a consecuencia del incidente ocurrido al trasnochador de la historia, se propaló que otras personas ya habían sido asustadas por el monstruoso espectro. Y, si regularmente el callejón era escasamente transitado en las noches, al comprobarse que Lucifer se había establecido en él, ya nadie osaba ni por equivocación usar este camino después de ocultarse el sol.

Y, como sucede siempre que se trata de las calamidades públicas, alguien ducho en cuestiones diabólicas aconsejó que, para evitar que el diablo comenzara a incursionar fuera de su reducto y se abatiese sobre la comunidad quién sabe con qué malditos fines, se depositaran diariamente bajo el árbol infernal algunas ofrendas, de preferencia joyas y monedas de oro. Y así se hizo. Lo curioso del caso es que los supersticiosos que todas las mañanas iban a dejar obsequios a Satán, observaban que los del día anterior se habían esfumado, lo que les afirmaba en su convicción de que el diablo se complacía con los regalos que el pueblo le brindaba.

Pero el misterio llegó a oídos de dos fornidos pescadores sanfrancisqueños, que ya se las habían visto en sus correrías marinas hasta con basiliscos, de manera que estaban curados de espanto. Y dialogaron así los lobos de mar: -

¿Qué te parece lo del diablo de San Martín?

-A mi me parece que hay gato encerrado, y que el diablo ése tiene costumbres de ratero. Y tengo para mí que, como buenos hijos de Dios, si hay algo que no debemos permitir es el robo a sus ovejas, aunque el ladrón sea el mismo Belcebú

-¿Crees que podamos hacer algo?-, preguntó el primero; -Sospecho que sí-, contestó filosóficamente el interpelado.

Esa vez, al filo de la medianoche, dos siluetas penetraron resueltamente en el pavoroso callejón. Y, como es de rigor, el presunto diablo esperaba pacientemente apoyado en su árbol para infundir el terror del más allá al desprevenido transeúnte que se arriesgase a ingresar en aquellos dominios del infierno. Ya estaba el padre de las tinieblas listo para encender su cartucho de azufre y mostrarse a los que se aproximaban cuando súbitamente, a la luz de una antorcha nacida de la nada, vio emerger la imagen peluda, armada de negros cuernos y larga cola, del auténtico Satanás. No se reponía todavía de la sorpresa cuando experimento en las posaderas la mordedura de un fuego que le quemaba las entrañas, y que no era más que un tizón al rojo vivo que diestramente acababa de aplicarle en esa región uno de los pescadores; pues ya supondrá el lector que los sanfrancisqueños eran los autores del contraataque diabluno. Presa de un pánico indescriptible, el cavernícola sólo atinó a decir: -¡Jesús, el diablo quiere llevarme!-; y, profiriendo aullidos demoníacos, emprendió velocísima carrera, comparados con la cual los récords olímpicos no son sino juegos de niños.

A la noche siguiente, los pescadores se apostaron en el callejón, y, aunque montaron guardia hasta el alba, el diablo no apareció por ningún lado. Sin embargo, al poco tiempo de la vergonzosa retirada del adversario, se averiguó que un prominente personaje de la localidad se debatía entre la vida y la muerte a causa de una extraña y repentina enfermedad que, en forma de llagas, se le manifestó en los glúteos, aparentemente producidas por quemaduras profundas. El individuo sanó porque, según opinión del vulgo, se arrepintió de sus culpas y donó a una institución par pobres un lote de joyas, entre las cuales muchos creyeron reconocer las que ofrecieron al diablo junto al árbol.

Así fue ahuyentado el Angel Malo de su madriguera de San Martín. Y solamente quedó como recuerdo de los sucesos acaecidos el sugestivo nombre de Callejón del Diablo con que se designó durante largos años al siniestro recoveco antes de que, con el avance de la urbanización, desapareciera definitivamente de la red de vías pintorescas de la ciudad.

jueves, 15 de agosto de 2013

Jugué Kimbomba

Así como ves, tengo tantas ganas de volver a jugar kimbomba, tengo ya mucho tiempo sin jugar. Por eso cuando paso por donde están jugando me dan ganas de entrarle, aunque quiera no puedo, porque en casa me dijeron: El día que te vea jugar kimbomba te castigaré. Es necesario a que espere a que sane la herida de mi frente para que pueda jugar de nuevo.

El día de ayer casi me ven jugar. Gracias a un aviso oportuno de que mi padre se acercaba me dio tiempo de sentarme como espectador, el me miró de reojo y me dijo que vaya a comer. Mi padre es bueno porque cuando estoy sano me invita a jugar. En ocasiones cuando regresa de trabajar, sino está muy cansado él me dice que juguemos aunque esto no es a diario.

El día que me rajaron la frente se enojo bastante conmigo. Mientras me curaban él me regañaba. Entre la curación y los regaños no pude distinguir que era lo que más me dolía. Acércate y mira, no te engaño, acéchalo. ¿Cómo lo viste?...¿Es grande?...Ni me preguntes...me bañe con mi sangre, toda mi ropa se manchó. ¿Te gustaría saber cómo sucedió? Te platicaré este doloroso accidente:

Todo comenzó cuando fui a comprar una kimbomba a P'iti Tuch, tome mi juguete y me fui a la casa, justo cuando iba yo entrando, mi hermano que llegaba de la escuela.

¿Te gustaría jugar kimbombá?, lleva tus útiles y no tardes en regresar para que comencemos.

Pasamos un gran rato jugando bajo la sombra de la ceiba que se encuentra enfrente de mi casa. Te digo que tardamos jugando, porque mi madre nos habló dos veces para ir a comer, la tercera vez no recuerdo haberlo escuchado, ni como llegue a mi vieja hamaca.

Hay algo que no olvidaré jamás: el momento en que vi venir hacia mí la kimbomba, conforme se iba acercando la veía más grande, al mismo tiempo que levantaba las manos para atraparla, sin embargo no pude hacerlo. Sólo recuerdo que cruzó como rayo entre mis manos y se estrello en mi frente, entonces comencé a sentir lo caliente de mi sangre que corría en mi cara. Además creo que mi grito se escuchó en todo el pueblo. Como un sueño, recuerdo como se me obscureció la vista y luego me desplomé.

Para cuando desperté estaba en mi vieja hamaca y me estaban curando

lunes, 12 de agosto de 2013

El Venado Descuidado

Para la época de la sequía escasea el agua en el monte y no hay maleza para que los animales coman. Esta narración nos habla de lo que le aconteció a un venado, precisamente en una época de sequía.

Cierta ocasión que el venado andaba comiendo la poca hierba que quedaba, de pronto se dió cuenta que ya no quedaba ni una sola mata con qué alimentarse. Eso lo puso muy pensativo porque no sabía que hacer para poder alimentarse. En eso estaba cuando llegó una urraca y se posó en la mata de k'aniste' y el venado le dijo:

-Oye urraca, veo que estás muy contenta, parece que no te preocupa el comer o no.

Entonces la urraca le contestó:

-De qué me voy a preocupar si todos los días tengo que comer en la milpa o en cualquier otro lugar. Y tú... ¿no tienes en dónde comer?

-Yo no tengo en donde comer ni una sola hierba, creo que si tarda mucho esta situación me voy a morir en estos días, porque no se en donde encontrar una milpa. Pero dime ¿tú de qué te alimentas?.

-Yo como elote, gusanos y el fruto del k'aniste'.

-Si quieres ir a comer frijol, elote, calabaza u otras cosas, te puedo enseñar dónde queda una milpa.

-Pues vamos a que me enseñes dónde queda la milpa- dijo el venado.

-Vamos, muévete, tu me dijiste que te estás muriendo de hambre.

La urraca y el venado comenzaron a dirigirse a la milpa. Cuando llegaron la urraca dijo:

-Allá está, ya llegamos todo eso que ves lo puedes comer, nada más que no te vayas a descuidar, no te vayas a tardar, cuando veas que va a anochecer sales, porque de quedarte puede te puede cazar el dueño de la milpa.

Apenas dijo eso la urraca y emprendió el vuelo.

Pasó un mes de estar comiendo en la milpa, el venado comenzó a confiar demasiado.

Un día de esos que venía el dueño de la milpa, descubrió las huellas del venado y entonces pensó que el le estaba comiendo sus elotes y dijo:

El venado está acabando con mis elotes, aquí están sus huellas, más tarde vendré a cazarlo.

Así lo hizo el milpero, cuando regresó, colgó su hamaca en las ramas de un árbol que estaba precisamente por donde cruzaba el venado y se subió a acostarse. Mientras estaba acostado prendió un cigarro para ver la dirección del viento. Una vez que se cercioró que no lo iban a olfatear se dispuso a esperar pacientemente.

De pronto "pa' aw" a lo lejos se escucho un disparo.

La urraca que andaba cerca del lugar, al escuchar el disparo dijo:

-Te advertí que no te descuidaras porque te podrían disparar. No te mato la falta de comida en la sequía, pero una bala acabó con tu vida. <

Cuando pasé por ahí estaban asando la carne del venado y la pobre urraca estaba llorando la muerte de su amigo.

viernes, 9 de agosto de 2013

Dormir en Casa Ajena

Son las diez de la noche y los fantasmas corren hacia los muros, por paredes y puertas trepan para untarse a las vigas del techo. Sombras silbantes son que bailan próximos de la hamaca donde esperas la bendición del sueño, en una habitación cerrada en la que tu abuela, cerca, habla a Dios y a María y a los muertos. Ya oyes alejarse su interminable rezo, lento como un recuerdo del mar, al retirarse desde las arenas.

Intranquilo quieres dormir y no puedes, los minutos se alargan mientras das vueltas entre sábanas. De afuera llega lastimero el ladrido de un perro callejero, maullan gatos por el cobertizo como si llorara un niño muy pequeño, y una mariposa oscura, merodeando la veladora, se agiganta en la puerta.

Cerrar los ojos, guarecerse bajo la colcha mágica basta apenas. Cómo deseas que amanezca, que aclare pronto para ver a los primos y sudar juntos en el enorme patio, jugando hasta que vuelva tu madre por ti. ¿Y si no viene?

"Vendrá", te dices queriendo creerlo, mientras el árbol de huano rasca con sus ramas el alto techo de láminas de zinc. Quieres llorar entonces, pero siempre vergüenza. ¿Faltará poco para que aclare?

No crees haberte dormido, pero cuando abres los ojos hay calma y no se escucha nada extraño, salvo la respiración entrecortada de abuela. Parece que debes ir a orinar ahora. Te levantas despacio mas tu paso vacila unos metros delante pues en el corredor sin luz hay misteriosos ojos suspendidos en lo negro, ascuas son de jaguar en casa a obscuras, "figuraciones", afirmas, dándote valor, pero no lo piensas mucho: desistes.

No es el canto de los pájaros llegando desde los póstigos de la ventana, ni el aire fresco y nuevo lo que te despierta, sino un sonido aromado, el del batir de chocolate que proviene espumosamente desde la cocina, y el olor del pan que se calienta sobre el brasero. Sonríes. La abuela te espera ya con su mesa de asombros. Es de día por fín y ahora sí la diversión empieza.

martes, 6 de agosto de 2013

El Carbonero Pobre

Existió una vez un hombre demasiado pobre que se dedicaba sólo a vender carbón para ganarse la vida. Diariamente iba a quemar carbón para venderlo. Un día comenzó a pensar:

-¿No dicen que existe el diablo? Si de verdad existe que venga a darme dinero para que deje de andar chingándome quemando carbón.

Se acostumbró a decir lo mismo todos los días cuando iba a su trabajo. Hasta que un día llegando de trabajar, se encontró con el diablo, ya entraba la noche y le dijo:

-¿Qué quieres? Hace tiempo que me estás llamando. Vine a ver qué deseas.

-Nada, yo no te estoy llamando.

-No eres tú el que dice diariamente: "si existe el diablo que venga para que yo lo conozca". Pues yo soy, ¿qué quieres?

-Aunque sea veinte mil pesos para que yo gaste.

-Está bien, y no sólo esto te puedo dar, sino todo lo que tú quieras, pero tienes que trabajar con este dinero durante veinte años y en ese tiempo te vengo a buscar.

-Pues bien, hicieron los documentos del dinero que le habían entregado y regresó el carbonero a su casa. Al llegar tiró a la basura todos sus utensilios de trabajo. Estableció una tienda y empezó a vender; le iba muy bien con su venta.

Apenas abrió la gran tienda comenzó a ir una viejita a pedir limosna. Diariamente, al cerrar, le daba pan, azúcar y chocolate a la anciana. Le estaba yendo muy bien, pero se dio cuenta de que se acercaba el día en que el diablo se lo llevaría y él ya no quería irse: ya sólo faltaba un día para que se lo llevaran y se puso a llorar. Llorando estaba cuando la viejita le preguntó:

-Nieto, ¿qué te pasa?

-Nada, abuela.

-¿Por qué lloras entonces?

-Es inútil que yo te lo diga.

-Dímelo, para que yo sepa si te puedo ayudar o no.

-El dinero con el que puse mi tienda no es mío, es dinero del diablo, pero me lo dio para que yo le trabajara y a los veinte años vendría a buscarme y ya llegó el día, por eso estoy llorando, no quiero ir.

-No llores, no voy a permitir que te lleve. ¿Cuándo te viene a buscar?

-Mañana.

-Muy bien, pues cuando venga no le contestes, deja que hable muchas veces y cuando te fastidie le dices: diablo, no me molestes porque te voy a aporrear mi picha en tu cara. Y cuando te pregunte ¿por qué te molestas?, no le contestes -le dijo la anciana.

Cuando amaneció fue la viejita a sentarse en la puerta de la tienda y esperaron a que llegara el diablo. Al poco rato vieron que entraba el diablo y dijo:

-Vamos, te vine a buscar.

-No voy, haz el favor de irte y no me molestes porque si no te aporreo la cara con mi picha.

Como el diablo no sabía qué era la picha, le preguntó a la viejita.

-Señora, ¿qué es la picha que dice este señor que va a aporrearme en la cara?

-¡Cómo que la picha, sinvergüenza, santa picha! No sabes que es algo muy malo también. A mí desde niña me hizo daño y hasta ahora no sano.

Entonces la viejita se alzó el vestido, abrió las piernas y vio el diablo qué fea estaba aquella cosa que tenía entre sus piernas y le dijo:

-¿Y esa es la picha que dice este señor que va a aporrearme en la cara? ¡Qué horrible me va a quedar la cara! No, mejor que se quede con todo él dinero, no quiero que me haga daño como te ha hecho a ti. Dile que se quede con todo, yo ya me voy.

Asustaron al diablo. La anciana estaba muy contenta porque el diablo le dejó el dinero al tendero y no se lo llevó. Cuando pasé por la tienda, allá estaba sentada la vieja y el tendero, se estaban riendo de cómo habían asustado al diablo. El tendero, para demostrarle su agradecimiento a la anciana, le dijo que se pasara a vivir con él y hasta ahora viven muy felices.

sábado, 3 de agosto de 2013

El Mono

Existió un mono que vivía con un hombre muy rico, todo lo que hacía él lo hacia también el mono. Un día, el mono agarró su escoba y comenzó a barrer, porque vio que su amo todos los días barría. Otro día vio que se estaba rasurando su amo y pensó:

-A mí también me podrían cortar el pelo como se lo cortan a mi amo, solamente que yo no tengo dinero.

Cuando amaneció comenzó a barrer. Mientras barría encontró un centavo y dijo:

-Con este dinero me podrán pelar, pero tendré que guardarlo hasta que me complete.

Otro día encontró cinco centavos más y dijo:

-Con esto se completa el valor de mi pelada, ya tengo medio real.

Otro día encontró otros cinco centavos y dijo:

-Me falta un centavo para completar el valor de mi pelada.

Guardó el centavo que encontró y al otro día encontró el centavo que le faltaba. Apenas terminó de barrer fue corriendo a ver al peluquero y le dijo:

-Señor peluquero, ¿podría cortarme los pelos de la cabeza?

-Está bien -dijo el peluquero- siéntate.

Entonces se sentó el mono y comenzaron a peinarle la cabeza, y el peluquero le dijo:

-Oye mono, ¡qué te voy a cortar! ¿No estás viendo que no tienes pelos en la cabeza?

-¡Caramba! Si no tengo nada en la cabeza para que me cortes, córtame los pelos de la cola entonces -dijo el mono.

Le agarraron la cola y se la peluquearon. Cuando terminaron de afeitarlo salió corriendo y se fue; hasta tenía parada la cola como una vela blanca. Entonces ya se había alejado, cuando regresó a pedir los pelos de su cola.

-No me llevé los pelos de mi cola -dijo el mono.

Estaba acostumbrado a ver que siempre así lo hacía su amo, por eso regresó a pedir los suyos. Apenas llegó se los pidió al peluquero:

-Vine a buscar los pelos de mi cabeza.

-Pero mono, porque no me dijiste que te los ibas a llevar ya los revolví con el resto de los demás pelos -le dijo.

-Dame los pelos de mi cabeza, si no, te quito tu navaja.

Cuando dijo eso, agarró la navaja del peluquero y se fue corriendo. Cuando llegó junto a un carnicero que estaba despellejando a un toro con un machete viejo, le dijo:

-Señor carnicero, ¿por qué despelleja al ganado con esa cosa vieja?, aquí tiene un cuchillo mejor, pélelo con ello.

-Se va a quebrar.

-Si se quiebra, qué importa, al fin y al cabo es mío -dijo el mono.

-Dámelo entonces.

-Regresaré a buscarlo cuando termine de trabajar.

Y se fue. Cuando llegó a la casa de su amo, no le preguntaron de dónde venía. Al anochecer regresó corriendo a buscar la navaja que le había dejado al matador. Al llegar le dijo:

-Vine a buscar lo que le dejé.

-Mono, ¡pues no te dije que se iba a quebrar!, pues se quebró, no puedo devolvértela.

-Si no me la da, me llevo a su hija.

Eso estaba diciendo cuando arrebató a la muchacha y se fue con ella. Cuando llegó al final del pueblo, le dijo a un hombre:

-Voy a encomendarte a esta muchacha.

-Cómo vas a creer, yo no la conozco. Y qué tal si se me escapa y regresa a su casa.

-Si se escapa, qué importa, total es mía. La vas a recibir, si o no.

-Está bien, si piensas que no se va a ir, déjala -dijo el hombre al mono.

La dejó y regresó a la casa de su amo. En la noche fue a buscar a la muchacha, cuando llegó le dijeron:

-No te lo dije, mono, se escapó la muchacha.

-Tienes que entregármela, si no me la entregas, me llevo tu guitarra.

Cuando dijo eso ya tenía agarrada la guitarra y salió corriendo con ella. Fue enfrente de una casa vieja; luego se subió y se sentó sobre una albarrada a punto de desplomarse y comenzó a tocar:

-Chíinki, chirinki, pan de manteca guita, guita, guitarrón -cantaba el mono.

Estaba cantando cuando pasó un hombre y le dijo:

-Oye mono, te va a llevar el diablo, vas a ver cómo se va a derrumbar la albarrada sobre ti.

-Qué me importa. Chíinki, chirinki, pan de manteca, guita, guita, guitarrón -seguía cantando.

Eso estaba haciendo cuando se desplomó la albarrada sobre él, pobre mono ahí se quedó aplastado debajo de las piedras.

Cuando pasé temprano, estaban desalojando las piedras de la albarrada que estaban sobre del mono para que lo pudieran sacar