Uno de los principales banqueros del
Madrid del siglo XVIII fue D. Fernando Nogales, ilustre
prócer, tan famoso por sus obras pías, sus fundaciones
benéficas y sus infinitas caridades, como por sus
actividades de hombre de negocios y por su riqueza, la
cual era tanta que le valió el sobrenombre de "el
Creso español".
D. Fernando Nogales, hombre modestísimo, no quiso
aceptar jamás del rey ni de los gobiernos prebendas,
títulos ni honores de ninguna clase. Dueño de inmensa
fortuna, como hemos dicho, teniendo varios carruajes y
una de las cuadras más famosas de la antigua Villa y
Corte, era tan sencillo el gran banquero que por las
mañanas, en vez de utilizar alguno de los carruajes para
ir a sus oficinas, instaladas en la actual Puerta del
Sol, hacía a pie el trayecto desde su casa, situada en
la vieja calle del Barquillo, hasta ellas.
Al subir la calle de Alcalá, el señor Nogales tenía la
costumbre desde hacía muchos años, de dar, cada
mañana, a un pobre viejecito que pedía limosna a la
puerta de la iglesia de San José, un real, cantidad no
despreciable en aquellos tiempos, y casi una fortuna para
un mendigo.
Este mendigo, llamado Simón y por sobrenombre el Avaro,
porque lo era mucho, conocía de sobra al gran señor que
diariamente le hacía tal merced y se mostraba con él
obsequioso y sonriente en extremo.
Un día D. Fernando Nogales no pasó por la calle de
Alcalá. Simón pensó que no habría salido de casa.
Como al día siguiente sucediera lo mismo, receló que
estuviera enfermo. Y así, esperó hasta las doce y se
decidió a acercarse a la fastuosa mansión del prócer.
Llegado que fue a ella se dirigió al imponente portero,
tieso y empaquetado como un ministro del rey:
- Dígame, amigo mío: ¿está enfermo el señor Nogales?
Aquel personaje - conocía de vista al mendigo y estaba
enterado de la merced que recibía diariamente de su
señor - se dignó contestarle; miróle desdeñosamente y,
al fin, repuso, con el énfasis de los servidores de casa
grande:
- ¡Su Excelencia se encuentra perfectamente, a Dios
gracias! Es que ha salido de Madrid.
- ¿Y sabe usted si tardará en volver?
- Lo ignoro. Acaso la ausencia dure una semana.
- Muchísimas gracias - dijo Simón, melosamente, con la
mejor de sus sonrisas, despidiéndose del portero.
Ocho días justos, en efecto, duró la ausencia de D.
Fernando. Había estado por sus fincas de Salamanca en
viaje de negocios e inspección, para resolver asuntos.
Cuando regresó, hombre metódico y puntual en todas las
cosas, reanudó desde el día siguiente su vida
ordinaria: se levantó puntualmente a las ocho, recibió
al barbero que le afeitó y rizó la peluca, de moda en
la época; se vistió cuidadosamente y tomando de manos
del ayuda de cámara bastón y tricornio se echó a la
calle.
Al cruzar por delante de la iglesia de San José, Simón
el mendigo adelantóse a encontrarle, obsequioso y
sonriente, con el mugriento birrete en la mano temblorosa
y flaca.
- ¡Oh, señor Nogales, muy bien venido! - exclamó con
la mejor de sus sonrisas. - ¡Ya me he informado de que
habéis estado fuera de Madrid estos días!
- He estado en Salamanca, a ver unas finquitas que hay
por allá -, repuso bondadosamente el banquero.
Y como era hombre muy atareado, enemigo de desperdiciar
el tiempo, añadió:
- ¡Yo también me alegro de verle! ¡Muy buenos días!
Ahí tiene usted.
Y le dio el real consabido, como de costumbre, siguiendo
su camino.
Simón miró el dinero en la palma de la mano, y tras
vencer una leve vacilación corrió tras el banquero:
- ¡Señor Nogales, señor Nogales!
- ¿Qué hay? - dijo éste, deteniéndose y volviendo la
cabeza.
- ¿Qué me ha dado usted? - y Simón mostraba el dinero
en la abierta palma de la mano.
- ¡Un real!
- ¿Un real?... ¡Pero, no es esto, señor Nogales! ¡Me
debe usted ocho reales!
- ¿Yo a usted? - preguntó, sin comprender.
Y Simón, el mendigo, exclamó:
- ¡Claro, señor mío: ha estado usted ocho días fuera;
a un real diario, son ocho reales! ¿ No es así?
Se irritó D. Fernando ante la osadía y la avaricia de
aquel mendigo ingrato; hizo un gesto de impaciencia y
exclamó en tono airado:
- ¡Vaya usted a paseo!
A lo que contestó el mendigo, colérico y altivo:
- ¡Pues busque usted otro pobre!
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