En la época de la gloriosa Reconquista española, cuando los
cristianos luchaban incesantemente contra la invasión árabe,
para expulsar de nuestro suelo a los enemigos de la religión,
los soldados fieles que tenían la desgracia de caer prisioneros
de los moros invocaban en su cautiverio a Santo Domingo de la
Calzada, abogado de cautivos, que con su intercesión los libraba
milagrosamente de las cadenas, sacándolos de sus lóbregos
calabozos y restituyéndoles su libertad. Así lo atestiguan las
numerosas argollas y cadenas de hierro que, colgadas de los muros
del monasterio, sirvieron para demostrar a las generaciones
venideras los milagros obrados por aquel Santo en favor de los
soldados cristianos.
Sucedió que en un encarnizado combate librado en tierras de
Castilla, en la Rioja, entre cristianos y moros, quedó
prisionero de éstos un soldado español de vida intachable y
gran rectitud de conciencia. El prisionero fue conducido al
campamento moro y encerrado en un oscuro calabozo; allí le
sujetaron con gruesas argollas de hierro el cuello, las manos y
los pies, cerraron la puerta de la prisión con fuertes cerrojos
y pusieron centinelas para que el preso no pudiera evadirse.
El cautivo, desde el momento en que cayó en poder de los moros
se encomendó con gran confianza a Santo Domingo, invocándole
para que le alcanzara su libertad; constantemente repetía el
nombre del Santo, llamándole en su ayuda, sin recatarse para
ello de sus guardianes.
Oyeron los moros cómo a gritos llamaba al Santo pidiéndole la
libertad, y quedaron intranquilos pensando que en realidad
pudiera venir a librarle.
El jefe moro, acompañado de otros guerreros, alegremente se puso
a comer, saboreando exquisitos manjares, cuando llegó uno de los
guardianes del cautivo a comunicar al jefe sus inquietudes,
diciendo: «Mucho me temo, mi señor, por las continuas preces
del prisionero a Santo Domingo, que el Santo venga a sacarle de
la cárcel y a devolverle la libertad».
El jefe se rió sarcásticamente al oírle y comunicó a sus
comensales el absurdo temor de aquellos guardianes que temían
por la seguridad del preso, que estaba tan bien guardado que era
imposible se escapase. Y dirigiéndose a él, le dijo: «Tranquilízate,
que el preso no puede escapar; le he asegurado tan bien con
fuertes hierros, que es más fácil que el gallo que está asado
en esta cazuela cante, que no que el prisionero logre su libertad».
En aquel momento el gallo asado empezó a cantar fuertemente,
mientras salía de la cazuela y remontaba el vuelo. Los
comensales, que habían oído las palabras del jefe, quedaron
aterrados ante aquel suceso sobrenatural, sin atreverse a moverse
ni a pronunciar palabra. Al instante llegó un centinela que con
voz trémula anunció que las puertas de la prisión se habían
abierto por sí solas y el prisionero había desaparecido.
Todos atribuyeron a Santo Domingo la milagrosa libertad del preso
que con profunda fe le invocara, convirtiéndose así al
cristianismo algunos de los moros oyentes, ante el prodigio
obrado por Santo Domingo de la Calzada.
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