En una noche primaveral y silenciosa del siglo XIX, propicia
para los idilios y los lances amorosos, paseaba, aburrido y
cansado, por la callejuela de San Justo, de Madrid, el apuesto y
galante caballero don Antonio Chenique. Vestía con cierto
orgullo un tanto vanidoso el uniforme de los guardias de Corps de
Carlos IV; de su cinto pendía un decorativo espadín que al
andar tropezaba airosa y distraídamente en el muro de la
estrecha calleja.
Don Antonio Chenique caminaba cansado porque nada había en aquel
momento capaz de distraer su atención; aquella noche, igual que
todas las anteriores, le esperaba una mujer, pero ya se había
aburrido de ella y estaba dispuesto a abandonarla, como a tantas
otras. Su cuerpo y su alma necesitaban ahora una nueva savia,
fuerte y distinta; algo difícil y misterioso que atrajera su
atención, hastiada ya de amores fáciles.
Con paso lento atravesaba don Antonio la callejuela de San Justo,
cuando al pasar delante de la iglesia pontifical notó que su
fachada se iluminaba con un ligero resplandor. Alzó el rostro;
era la luz de un balconcillo que se acababa de encender frente al
templo. Vio confusamente un juego de sombras que se entrecruzaban
por unos instantes y, por último, un contorno femenino que se
apoyaba en la baranda. Apenas podía don Antonio distinguir la
faz de la extraña mujer, pero adivinó su espléndida cabellera,
que caía suelta sobre sus hombros, y una voz tan dulce, que no
parecía de este mundo, llamándole amablemente. Don Antonio
permaneció inmóvil unos momentos, no atreviéndose a creer lo
que veían sus ojos; pero de nuevo la dulce voz de la mujer le
llamó invitándole a subir.
Aquello le resultaba peregrino y apasionante a don Antonio
Chenique; su corazón le latía ya de amor y curiosidad; iba a
saborear al fin algo nuevo y desusado. Sin más meditaciones,
atravesó la calle, y se encontró ante la vieja fachada de la
casa. La dama bajó a abrirle el portal, y don Antonio no pudo
contener una exclamación de admirado estupor al contemplar tan
extraordinaria hermosura.
La bella le condujo a través de salones ricamente amueblados,
que no correspondían al pobre aspecto del exterior de la casa,
hacia el rincón más íntimo y acogedor. Y allí transcurrieron
veloces las horas para los dos amantes, hasta que el reloj del
templo vecino desgranó sonoras las campanadas del amanecer,
advirtiendo a la mente trastornada de don Antonio que era llegada
la hora en que debía prestar su guardia en el real palacio.
Precipitadamente atravesó los amplios salones hasta llegar a la
salida. La dama volvió a abrirle el portal, y don Antonio marchó
con paso rápido hasta desembocar en la calle Mayor. Fue allí
donde, ya repuesto de las emociones, echó en falta su espadín.
Rápido como una exhalación, volvió a recorrer todo lo andado,
y en unos minutos estaba otra vez ante la casa. La puerta, como
siempre, seguía cerrada, y la aporreó con violencia. Un anciano
con aire de viejo, lebrel acercóse entonces al caballero: «¿Qué
quiere usted a estas horas?», le preguntó con voz soñolienta.
«Acabo de salir de esta casa hace media hora, y necesito entrar
para recoger mi espadín», gritó alborotado don Antonio.
El viejo, como respuesta, soltó una sonora carcajada y recomendó
a don Antonio marcharse a dormir y esperar que se le fuesen de la
cabeza los efectos del alcohol. Pero el caballero juró y perjuró
que estaba sereno, que había pasado allí la noche y que
necesitaba entrar para recoger su espadín. Ante tal insistencia,
el anciano le explicó que aquella casa permanecía deshabitada
desde muchos años atrás, que él era su guardián, y que no tenía
inconveniente en abrirle la puerta, si es que necesitaba
cerciorarse de algo por sus propios ojos.
Ante el estupor de don Antonio, el viejo le condujo a través de
los mismos salones, antes lujosos y relucientes, en los que una
espesa capa de polvo cubría ahora todo el colorido. Tuvo fuerzas
para llegar hasta la habitación donde había pasado la noche, y
allí, sobre una silla, encontró, reluciente e intacto, su
abandonado espadín.
Cuentan los vecinos de la calle de San Justo que don Antonio,
horrorizado por todo aquello, corrió a colocar su espadín como
ofrenda a los pies de la imagen del Cristo de los guardias de
Corps, donde ha permanecido durante muchos años como el símbolo
de una romántica leyenda.
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