domingo, 19 de agosto de 2012

El valor de la condesa "leyenda"

El 31 de agosto de 1217, Fernando III fue proclamado rey de Castilla por las cortes de Valladolid.
Antes de su casamiento con doña Beatriz de Suabia, inició sus expediciones conquistadoras por los dominios de los musulmanes hispanos, logrando importantes triunfos.
Como consecuencia de su primera victoria obtuvo la villa de Martos, que conservó hasta 1240, en que la donó, junto con las demás que formaban su partido, a los freires y maestros calatravos.
Durante el período de tiempo en que fue propiedad realenga, el monarca nombró como custodio y defensor de su castillo de Martos, ubicado en la alta y famosa peña del mismo nombre, al conde don Alvar Pérez de Castro, señor de Paredes, Nava, Mucientes, Cigales, Iscar, Santa Olalla y otros lugares, y le asignó cincuenta mil maravedíes de tenencia.
Por otra parte, el señor de Arjona, Muhammad ben Yusuf ben Nasr, llamado Ibn al-Ahmar -"el hijo del Rojo"- había trasladado su corte a Granada, fundando en 1237 el reino nazarí, último refugio de los musulmanes en España.
En cierta oportunidad, viéndose obligado a marcharse a Castilla para negociar con el soberano el envío de bastimento y pertrechos, el conde Alvar dejó a la condesa y a su sobrino don Tello como guardianes de la fortaleza, junto con cuarenta y cinco caballeros.
Don Tello, que era un joven demasiado impetuoso, deseando ejercitarse en el combate, reunió a todos los soldados y caballeros de que disponía y se dirigió hacia tierras de musulmanes hispanos, animado a efectuar una notable algarada.
Mientras tanto, al-Ahmar organizaba su ejército para apoderarse precisamente de Martos, que era considerada una posición estratégica. Poco después, los musulmanes cercaban la peña.
Sin otra compañía que sus dueñas y doncellas y varios viejos guerreros que, por su edad y achaques, no habían podido participar en la correría de don Tello, la condesa de Castro se halló en una situación muy difícil y comprometida.
Sin embargo, no se amilanó. Demostrando que su valor era parejo a su ingenio, ideó una estratagema: ella y sus doncellas y dueñas se vistieron con corazas, cotas, cascos y celadas. Después, armadas con escudos y lanzas se repartieron parejamente por las saeteras de las murallas que circundaban el castillo. De esta manera, los enemigos creerían que el recinto se hallaba defendido.
Y, efectivamente, vistas desde fuera parecían ser realmente guerreros. Cuando los ataques del ejército musulmán comenzaron, las mujeres respondieron arrojando piedras, saetas y galgas, que arrancaban de la misma muralla, y lograron repelerlos en varias oportunidades.
Coincidiendo con el desarrollo de un peligroso ataque, animosamente replicado desde la fortaleza, llegó don Tello con sus huestes, muy satisfecho por la algarada realizada y por los daños infligidos al enemigo. En el fragor del combate, ni sitiados ni sitiadores advirtieron su arribo.
El aparato bélico dispuesto en torno al castillo los sumió en el natural desconcierto. Pero, una vez repuestos de la sorpresa y acicateados por el temor de que la condesa y sus damas cayeran en cautividad, se dispusieron a presentar combate lo antes posible.
Con la ventaja que les proporcionaba el hecho de que su presencia fuera ignorada por los musulmanes, acometieron violentamente por la retaguardia enemiga, logrando atravesar el cerco. Poco después franqueaban las puertas del amurallado recinto.
Los musulmanes se dieron cuenta recién entonces del ardid empleado por la condesa de Castro y quedaron asombrados por el valor demostrado por aquellas mujeres. Tras considerar las dificultades que presentaba la empresa, dados los animosos refuerzos que acababan de recibir los sitiados, resolvieron levantar el cerco y regresar a sus tierras.

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