Cuando las huestes del arzobispo de
Toledo atravesaron los puertos del Muradal con carros,
cruces y caballos, el rey de Cazorla supo que iban a
arrasar sus posesiones y que todo intento de resistir por
las armas el ataque de los cristianos, resultaría
inútil.
Desde el alto mirador del castillo, el monarca musulmán miraba cómo sus gentes huían cargando en carros los enseres más valiosos. Bien preveía la suerte que aguardaba a su pequeño reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, incendiarían el pueblo, arrasarían los sembrados, cegarían los pozos y las acequias, y regresarían a sus tierras cargados con el botín y arrastrando cautivos.
Por ello, el monarca había permitido el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras, de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. En poco tiempo el reino de Cazorla quedó despoblado.
El último día, los hombres de la escolta real aguardaban impacientes en el patio del castillo la orden de partida. Temían que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubieran tenido tiempo de ponerse a salvo. El castillo se hallaba completamente vacío y, sin embargo, el Rey se demoraba dentro. Nadie sabía que el desdichado tenía un motivo para retrasar la salida: había decidido que su hija permaneciera allí dentro, oculta en unas secretas habitaciones, cuya existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite, así como de todas las cosas necesarias para que no sintiera incomodidad alguna durante los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resignarse a partir.
Cuando finalmente atravesó a galope tendido el puente de madera del castillo, seguido por media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara y la quietud era absoluta. Sus vasallos estaban a salvo.
Él no. Un certero lanzazo lo alcanzó en el cuello, derribándolo al suelo. En ese mismo instante, del herbazal de la ribera surgió un grupo de ballesteros apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Antes de expirar, el Rey quiso inútilmente decir algo.
Era el día de San Juan.
Contrariamente a lo previsto, los cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y trajeron colonos de lejanas tierras, que le dieron nueva vida.
En el silencioso y húmedo subterráneo del castillo, el silencio era casi perfecto. Sólo lo quebraba el apagado gotear de las abundantes filtraciones de agua. Envuelta en tinieblas, la princesa ignoraba la sucesión de días y noches. Estremeciéndose de angustia cada vez que creía escuchar algún ruido, vagaba de una estancia otra con una pequeña candela la mano.
A la zozobra de los primeros días sucedió la resignación y, luego, cuando se hizo patente que el mundo se había olvidado de ella, la desesperación y el desvarío.
Las provisiones se agotaron, la lumbre se extinguió. Llegó el invierno y el frío se hizo insoportable. Entonces la desgraciada muchacha se dispuso a morir bajo las mantas de su oscuro lecho.
Lentamente cayó en un profundo y largo sueño.
Cuando se despertó, afiebrada, sintió las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos y se encontró con una piel áspera y escamosa, que le hizo estremecerse de asco.
Con el tiempo dejó de sentir hambre y frío y una extraña resignación se apoderó de su espíritu. Dormía casi permanentemente, sin moverse del lecho. Y, poco a poco, sin terror ni angustia, aceptó el hecho de que sus extremidades inferiores adquirieran un aspecto serpentino... hasta que comenzó a reptar a lo largo del tenebroso subterráneo y a anillarse, entre silbos, en los pilares que sostenían el techo.
Así fue como la desdichada princesa andalusí se transformó en la Tragantía.
En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro, que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada al subterráneo donde el Rey ocultó a su hija, y se llega a él después de descender por una larguísima escalera angosta.
Desde el alto mirador del castillo, el monarca musulmán miraba cómo sus gentes huían cargando en carros los enseres más valiosos. Bien preveía la suerte que aguardaba a su pequeño reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, incendiarían el pueblo, arrasarían los sembrados, cegarían los pozos y las acequias, y regresarían a sus tierras cargados con el botín y arrastrando cautivos.
Por ello, el monarca había permitido el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras, de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. En poco tiempo el reino de Cazorla quedó despoblado.
El último día, los hombres de la escolta real aguardaban impacientes en el patio del castillo la orden de partida. Temían que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubieran tenido tiempo de ponerse a salvo. El castillo se hallaba completamente vacío y, sin embargo, el Rey se demoraba dentro. Nadie sabía que el desdichado tenía un motivo para retrasar la salida: había decidido que su hija permaneciera allí dentro, oculta en unas secretas habitaciones, cuya existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite, así como de todas las cosas necesarias para que no sintiera incomodidad alguna durante los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resignarse a partir.
Cuando finalmente atravesó a galope tendido el puente de madera del castillo, seguido por media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara y la quietud era absoluta. Sus vasallos estaban a salvo.
Él no. Un certero lanzazo lo alcanzó en el cuello, derribándolo al suelo. En ese mismo instante, del herbazal de la ribera surgió un grupo de ballesteros apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Antes de expirar, el Rey quiso inútilmente decir algo.
Era el día de San Juan.
Contrariamente a lo previsto, los cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y trajeron colonos de lejanas tierras, que le dieron nueva vida.
En el silencioso y húmedo subterráneo del castillo, el silencio era casi perfecto. Sólo lo quebraba el apagado gotear de las abundantes filtraciones de agua. Envuelta en tinieblas, la princesa ignoraba la sucesión de días y noches. Estremeciéndose de angustia cada vez que creía escuchar algún ruido, vagaba de una estancia otra con una pequeña candela la mano.
A la zozobra de los primeros días sucedió la resignación y, luego, cuando se hizo patente que el mundo se había olvidado de ella, la desesperación y el desvarío.
Las provisiones se agotaron, la lumbre se extinguió. Llegó el invierno y el frío se hizo insoportable. Entonces la desgraciada muchacha se dispuso a morir bajo las mantas de su oscuro lecho.
Lentamente cayó en un profundo y largo sueño.
Cuando se despertó, afiebrada, sintió las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos y se encontró con una piel áspera y escamosa, que le hizo estremecerse de asco.
Con el tiempo dejó de sentir hambre y frío y una extraña resignación se apoderó de su espíritu. Dormía casi permanentemente, sin moverse del lecho. Y, poco a poco, sin terror ni angustia, aceptó el hecho de que sus extremidades inferiores adquirieran un aspecto serpentino... hasta que comenzó a reptar a lo largo del tenebroso subterráneo y a anillarse, entre silbos, en los pilares que sostenían el techo.
Así fue como la desdichada princesa andalusí se transformó en la Tragantía.
En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro, que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada al subterráneo donde el Rey ocultó a su hija, y se llega a él después de descender por una larguísima escalera angosta.
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