Era don Diego Hernández un noble mancebo toledano que, lleno de
deseos de gloria, había marchado a luchar bajo las banderas de
Carlos V, el emperador. Pronto se distinguió por su valor y
pericia en el arte de la guerra, y en varias batallas fue
felicitado por sus superiores, hasta obtener la banda de capitán.
En medio de su agitada vida, corriendo unas veces de ciudad en
ciudad, luchando otras, permaneciendo en campamentos o
descansando en palacios, había descuidado los negocios del alma
y se mostraba poco inclinado a devociones. Ocurrió que estando
en Madrid tuvo noticias de que una parienta suya, rica señora
toledana, estaba en grave peligro de muerte, y aunque su presteza
en trasladarse a la ciudad del Tajo fue mucha, no llegó a tiempo
sino de contemplar muerta a su tía, que tal lo era, y de asistir
a los funerales por su alma.
Esta señora era muy devota de la Virgen de la Esperanza, que se venera en la vieja parroquia de San Lucas. A ella había suplicado muchas veces que detuviera la desenfrenada vida de su sobrino y que lo llevase por el buen camino. Una de las devociones que mantenía la piadosa señora era el pago de una Salve que todos los sábados, al sonar las campanadas de las seis, se cantaba en la parroquia ante la Virgen de la Esperanza. Pero una vez muerta ella, el joven don Diego no quiso seguir pagando esa Salve, y ya las puertas de San Lucas permanecían cerradas, mudos su órgano y su coro, sin que las voces de la bella oración sonasen dentro de los muros de la venerable iglesia.
Un día los vecinos que vivían en las cercanías de la iglesia oyeron que al dar las seis, las campanas de la iglesia tocaban para llamar a los fieles a la Salve, como habían hecho tantas veces. Creyeron que don Diego habría modificado su conducta y que mantenía la devoción de su tía, y se dirigieron a la iglesia. Grande fue su sorpresa cuando la encontraron cerrada. Y mayor aún cuando a los pocos momentos oyeron unas armonías dulcísimas y unas voces suaves que cantaban la Salve. Comprendieron que se trataba de algo sobrenatural. Fueron a dar cuenta a don Diego de lo que ocurría, y éste los recibió muy amable, pero mostrándose incrédulo a lo que decían. Mas tanta fue la insistencia de los vecinos, que prometió acudir el próximo sábado a San Lucas a la hora de la Salve a comprobar por sí mismo lo que le aseguraban.
Durante la semana que transcurrió, la noticia se extendió por la ciudad; así que el sábado, no sólo acudieron los vecinos que habían presenciado el extraño caso, sino una gran muchedumbre de gentes de todas las clases sociales. Don Diego Hernández llegó también, cumpliendo su promesa.
Dieron, pues, las seis, e inmediatamente las campanas de San Lucas empezaron a tocar. Un rumor de asombro se extendió por la muchedumbre: las campanas tocaban solas. El rumor se cortó cuando empezaron a oírse unos acordes de órgano como nunca habían conocido ni aun los que habían asistido a funciones en la catedral, en las que los mejores organistas interpretan las mejores obras. Y después un coro de voces maravillosas se elevó dentro de la iglesia, pasando por los muros y por las puertas cerradas y elevándose en medio del silencio de las turbas sobrecogidas. Se oía cantar a esas voces las palabras de la Salve, el más hermoso himno mariano. Don Diego Hernández, pálido, no se atrevía a moverse.
Al fin se adelantó hacia las puertas de la iglesia. Las abrió y penetró en el templo. Apenas había pasado el umbral, cayó de rodillas, lanzando un gemido. Había visto unos ángeles de hermosísima presencia que, agrupados cerca del altar mayor, entonaban la Salve con voces potentes y bellas. Y la Virgen de la Esperanza aparecía iluminada por un resplandor celestial. Aún pudo ver más el incrédulo joven: sobre la sepultura de su tía había aparecido la piadosa señora, arrodillada, con la misma mortaja que le pusieran al ser enterrada y rezando con las manos enlazadas.
Acabó la Salve, y todo desapareció. Don Diego, de rodillas, rezaba, y cuando el pueblo se le acercó, contó él lo que había visto, pidiendo a Dios públicamente perdón de sus faltas y prometiendo dedicarse a su servicio. Desde aquel día renunció a su vida de hazañas y placeres y tomó el nombre de don Diego de la Salve, con el que quiso ser conocido y con el que es llamado por la tradición.
Y desde entonces no se ha dejado de cantar la Salve ni un sábado en la Iglesia de San Lucas, de Toledo.
Esta señora era muy devota de la Virgen de la Esperanza, que se venera en la vieja parroquia de San Lucas. A ella había suplicado muchas veces que detuviera la desenfrenada vida de su sobrino y que lo llevase por el buen camino. Una de las devociones que mantenía la piadosa señora era el pago de una Salve que todos los sábados, al sonar las campanadas de las seis, se cantaba en la parroquia ante la Virgen de la Esperanza. Pero una vez muerta ella, el joven don Diego no quiso seguir pagando esa Salve, y ya las puertas de San Lucas permanecían cerradas, mudos su órgano y su coro, sin que las voces de la bella oración sonasen dentro de los muros de la venerable iglesia.
Un día los vecinos que vivían en las cercanías de la iglesia oyeron que al dar las seis, las campanas de la iglesia tocaban para llamar a los fieles a la Salve, como habían hecho tantas veces. Creyeron que don Diego habría modificado su conducta y que mantenía la devoción de su tía, y se dirigieron a la iglesia. Grande fue su sorpresa cuando la encontraron cerrada. Y mayor aún cuando a los pocos momentos oyeron unas armonías dulcísimas y unas voces suaves que cantaban la Salve. Comprendieron que se trataba de algo sobrenatural. Fueron a dar cuenta a don Diego de lo que ocurría, y éste los recibió muy amable, pero mostrándose incrédulo a lo que decían. Mas tanta fue la insistencia de los vecinos, que prometió acudir el próximo sábado a San Lucas a la hora de la Salve a comprobar por sí mismo lo que le aseguraban.
Durante la semana que transcurrió, la noticia se extendió por la ciudad; así que el sábado, no sólo acudieron los vecinos que habían presenciado el extraño caso, sino una gran muchedumbre de gentes de todas las clases sociales. Don Diego Hernández llegó también, cumpliendo su promesa.
Dieron, pues, las seis, e inmediatamente las campanas de San Lucas empezaron a tocar. Un rumor de asombro se extendió por la muchedumbre: las campanas tocaban solas. El rumor se cortó cuando empezaron a oírse unos acordes de órgano como nunca habían conocido ni aun los que habían asistido a funciones en la catedral, en las que los mejores organistas interpretan las mejores obras. Y después un coro de voces maravillosas se elevó dentro de la iglesia, pasando por los muros y por las puertas cerradas y elevándose en medio del silencio de las turbas sobrecogidas. Se oía cantar a esas voces las palabras de la Salve, el más hermoso himno mariano. Don Diego Hernández, pálido, no se atrevía a moverse.
Al fin se adelantó hacia las puertas de la iglesia. Las abrió y penetró en el templo. Apenas había pasado el umbral, cayó de rodillas, lanzando un gemido. Había visto unos ángeles de hermosísima presencia que, agrupados cerca del altar mayor, entonaban la Salve con voces potentes y bellas. Y la Virgen de la Esperanza aparecía iluminada por un resplandor celestial. Aún pudo ver más el incrédulo joven: sobre la sepultura de su tía había aparecido la piadosa señora, arrodillada, con la misma mortaja que le pusieran al ser enterrada y rezando con las manos enlazadas.
Acabó la Salve, y todo desapareció. Don Diego, de rodillas, rezaba, y cuando el pueblo se le acercó, contó él lo que había visto, pidiendo a Dios públicamente perdón de sus faltas y prometiendo dedicarse a su servicio. Desde aquel día renunció a su vida de hazañas y placeres y tomó el nombre de don Diego de la Salve, con el que quiso ser conocido y con el que es llamado por la tradición.
Y desde entonces no se ha dejado de cantar la Salve ni un sábado en la Iglesia de San Lucas, de Toledo.